LIBRO COMPLEMENTARIO
Capítulo 3
El servicio de Dios
Números 7, 8
Autor: Roy Gane
Dones para servir a Dios
Un maravilloso sábado, durante el verano, mi familia fue a un parque, al lado de un pequeño lago, en el sur de Michigan. Estaban con nosotros los padres de mi esposa y algunos amigos de nuestra hija adolescente. Después de extender un mantel sobre una mesa del parque, servimos la comida. Había muchas cosas para comer. Sin embargo, para nuestra profunda desilusión,
descubrimos que habíamos olvidado traer tenedores y cucharas. Cuando tratamos de comer los frijoles con papilas fritas, estas se quebraban antes de llegar a nuestra hambrienta boca. Alguien sugirió que comiéramos con palillos, que podíamos hacer cortando ramitas de los árboles cercanos, pero no estábamos acostumbrados a comer con ellos. Cada momento que pasaba
nos sentíamos más frustrados. La muerte por inanición parecía inevitable, y estábamos en peligro de codiciar los relucientes tenedores de otros que comían en la mesa de al lado.
Finalmente, pedimos ayuda. Mi esposa se acercó a la mesa vecina, cuyos integrantes disfrutaban de su comida de forma civilizada, y con mucha pena les pidió que nos prestaran algunos tenedores extra que les hubieran sobrado.
Les sobraban algunos y con mucha bondad nos los dieron. De hecho, fueron tan amables que no se rieron de nosotros. Nosotros procedimos a comer nuestra comida y pronto nos recuperamos de la vergüenza y del hambre.
Cuando uno realiza una actividad con un grupo de personas, se necesitan herramientas y equipo. Lo mismo ocurrió con los israelitas encargados de la adoración en el santuario. ¿Qué debería ofrecerse sobre el altar a favor de Israel cada mañana y cada tarde (Éxodo 29:38-42)? ¿Cómo recogerían los sacerdotes la sangre de los animales sacrificados y qué contenedores utilizarían para las libaciones? ¿Quiénes cargarían el santuario portátil cuando hiciera falta transportarlo? Números 7 responde estas preguntas presentando una lista de ofrendas que los jefes representantes de las doce tribus de Israel dieron para el santuario del Señor, incluyendo el altar, cuando fue consagrado.
Levítico 8 describe primero la ceremonia de consagración. Pero Números 7 registra la lista de las ofrendas, probablemente porque estaban relacionadas con el equipo y las provisiones para el santuario y no con la realización del ritual. El equipo y las provisiones eran importantes para la realización de todas las actividades del santuario.
El primer grupo de ofrendas de los jefes de las tribus consistía de seis carretas cubiertas y dos bueyes para tirar de ellas. Las dos divisiones de levitas (descendientes de Gersón y de Merari) los necesitaban para transportar el santuario desarmado de lugar en lugar. Sin embargo, los levitas coatitas no recibieron carretas porque debían transportar los artículos o los muebles sobre sus hombros (Números 7:2-9; cf. Números 4).
Al transportar los objetos sagrados sobre los hombros se los protegería del inevitable maltrato que sufrirían en una carreta. Recuérdese que los antiguos vehículos carecían de ruedas de caucho y suspensiones suaves y que los caminos no estaban pavimentados. Fue una desgracia que la primera vez que David intentó transferir el arca del pacto a Jerusalén la pusieron sobre
una carreta, en vez de llevarla debidamente mediante barras sobre los hombros de los sacerdotes (cf. Deuteronomio 31:9; Josué 3:3, 5, 6, 8, etc.).
Cuando los bueyes que tiraban de las carretas la pusieron en peligro, Uza agarró el arca para mantenerla en su lugar, pero el Señor lo hirió de muerte (2 Samuel 6:3-7). Sus intenciones eran buenas, pero eran irrelevantes porque la profunda santidad del arca estaba completamente fuera de sus límites, del mismo modo que una línea eléctrica de alto voltaje o la radiación nuclear lo está para alguien que no está protegido apropiadamente.
El segundo grupo de ofrendas de los jefes de las tribus israelitas fue para la dedicación del altar. Los utensilios para las sagradas actividades relacionadas con el altar incluían fuentes y sartenes de plata y oro (incluyendo las que se utilizaban para las libaciones y para recoger la sangre), materiales para las ofrendas, incienso, y animales para los sacrificios públicos en beneficio
de toda la nación (cf. Números 28, 29). Al parecer, para poder dar el debido reconocimiento a las ofrendas de cada una de las tribus y prolongar la celebración, los jefes hicieron su contribución, uno cada día, durante un período de doce días (Números 7:10-88).
Las ofrendas de las doce tribus fueron impresionantes y costosas (vers. 84-88). Deben haber recibido muchas de estas cosas, así como de los materiales para la construcción del santuario (Éxodo 35), de los egipcios (Éxodo12:35, 36), como compensación parcial por el trabajo forzado de los israelitas del que Egipto se había beneficiado (Éxodo 1:2; 5).
¿Por qué quería Dios que tales riquezas, ganadas con el sudor de los esclavos, brillaran suntuosamente sobre su santuario y sobre su altar? ¿No habría sido mucho mejor dar todas esas riquezas a los pobres? Jesús contestó ese tipo de preguntas cuando una mujer ungió su cabeza con un ungüento muy costoso. «Al ver esto, los discípulos se enojaron y dijeron: ¿Para qué este
desperdicio?, pues esto podía haberse vendido a buen precio y haberse dado a los pobres. Al darse cuenta Jesús, les dijo: ¿Por qué molestáis a esta mujer?
Lo que ha hecho conmigo es una buena obra, porque siempre tendréis pobres con vosotros, pero a mí no siempre me tendréis, pues al derramar este perfume sobre mi cuerpo, lo ha hecho a fin de prepararme para la sepultura.
De cierto os digo que dondequiera que se predique este evangelio, en todo el mundo, también se contará lo que esta ha hecho, para memoria de ella» (Mateo 26: 8-13).
Darle directamente al Señor no reemplaza la obligación hacia los pobres (Levítico 25:35). Pero él merece especial honor, lo mejor de lo que su pueblo tenga disponible. Cualquier cosa que ofrezcan al Señor no es más que una muestra o señal de que le devolvemos una pequeña porción de todo lo que nos ha dado. Al honrarlo a él, dirigen la atención de otros hacia su
grandeza.
La mujer honró a Jesús en tal forma que señaló hacia su sacrificio. Lo mismo hizo el santuario israelita y sus sacrificios sobre el altar.
Los israelitas concentraron los recursos para su adoración hacia un solo santuario, o templo, en el cual realizaban los sacrificios y otros ritos. En la actualidad tenemos muchos templos para la oración, la alabanza, la enseñanza y la predicación de la Palabra de Dios. Si bien nuestras iglesias también son centros de adoración, no son lo mismo que el antiguo santuario/templo. Por tanto, no deberíamos edificar templos excesivamente costosos. Pero Dios merece lo mejor que podamos razonablemente ofrecerle. Ahora que Cristo ya ha realizado su sacrificio, es todavía más digno de honor.
Permita que su luz brille en la dirección debida
La luz es una necesidad para muchas actividades humanas, no es meramente un lujo. Hace años un estudiante de una universidad me dijo que su padre y su madre eran trapecistas en un circo. Una de sus peligrosas exhibiciones acrobáticas era que la madre soltaba el trapecio y volaba por el aire hacia su esposo, que la agarraba por las manos. Todo esto se realizaba muy alto, en el aire, sin ninguna red de seguridad abajo.
Pero en una ocasión, según mi alumno, en el preciso momento en que la mujer había soltado el trapecio, las luces se apagaron de repente. La oscuridad era total, y ella no podía ver nada en absoluto. Volando por el aire, no vio a su esposo, pero dio con uno de los elevados postes que sostenían la gigantesca carpa del circo. Con el relampagueante reflejo de una acróbata
profesional rodeó con sus brazos el poste y se deslizó hacia el piso que estaba muy abajo. En el instante en que ella tocaba el piso, las luces se encendieron de nuevo. La multitud le rindió una ovación de pie. ¡Creyendo que fe increíble proeza era un truco arreglado, le pidieron a gritos que la realizara de nuevo! Sin embargo, ella sabía que era muy afortunada de estar viva y
nunca trató intencional-mente de realizar ese truco sin luz.
Cuando el ejército del faraón encajonó a los israelitas junto al mar Rojo, la luz del Señor ayudó a los israelitas. Sin embargo, las tinieblas que él les envió impidieron que los egipcios atacaran a su pueblo. «El ángel de Dios, que iba delante del campamento de Israel, se apartó y se puso detrás de ellos; asimismo la columna de nube que iba delante de ellos se apartó y se puso a sus espaldas, e iba entre el campamento de los egipcios y el campamento de Israel; para aquellos era una nube tenebrosa, pero a Israel lo alumbraba de noche; por eso, en toda aquella noche nunca se acercaron los unos a los otros» (Éxodo 14:19, 20).
No fue la única ocasión que la nube de gloria de Dios proporcionó luz y seguridad a su pueblo. Cada noche su nube adquiría la apariencia de fuego y descansaba sobre su santuario (Éxodo 13:21; Números 9:15, 16, 21).
Ningún enemigo podía aproximarse encubierto por las tinieblas, y el brillo sobrenatural que se cernía sobre ellos intimidaría a cualquiera que intentara molestarlos. A diferencia de las modernas luces de seguridad, la luz de Dios era cien por cien fiable, porque su fuente de energía nunca se apagaba.
Otra luz brillaba en el lugar santo del santuario, pero la encendían seres humanos. Un sacerdote era responsable de limpiar las lámparas del candelera cada mañana y encenderla cada tarde para que ardiera toda la noche (Éxodo 27:21; 30: 78). La luz de Dios siempre estaba encendida porque «no se adormecerá ni dormirá el que guarda a Israel» (Salmo 121:4).
Tener luz no es suficiente. Se le debe permitir brillar en la dirección correcta para proporcionar una iluminación útil. Por eso, el Señor instruyó a Aarón: «Habla a Aarón y dile: Cuando enciendas las lámparas, las siete lámparas del candelabro alumbrarán hacia adelante» (Números 8:2; cf. Éxodo 25:37). Es decir, las lámparas debían dirigirse hacia el centro del lugar santo, para que iluminara el recinto completo.
Jesús también habló de permitir que la luz de nuestra vida vaya hacia donde debe hacer su labor: «Vosotros sois la luz del mundo; una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder. Ni se enciende una luz y se pone debajo de una vasija, sino sobre el candelero para que alumbre a todos los que están en casa. Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos » (Mateo 5:14-16).
Nuestra luz proviene de Dios y debiera ser reflejada hacia él. Lo que se busca es llamar la atención hacia el Señor, a quien se le debe dar toda la gloria, y no a nosotros. Cuando otros reconocen y aceptan a Dios como la fuente de su luz, no tropezarán ni andarán vagando en las tinieblas.
Obreros capacitados
Los sacerdotes israelitas provenían de la tribu de Leví, y otros hombres de la misma tribu debían asistirlos en el cuidado del santuario. Los otros levitas no eran consagrados como sacerdotes, pero debían ser purificados y puestos aparte del resto de los israelitas para que pudieran aproximarse con seguridad a las cosas santas en el cumplimiento de sus deberes (Números 8:5-22). Su purificación los libraba de la impureza física ritual, especialmente
de la contaminación con cadáveres. Esa contaminación los había afectado varias veces en el pasado, como cuando participaban en funerales.
Pero no habían tenido medios o razones para purificarse hasta ahora. La impureza física ritual implica una forma de pensamiento muy extraña para nosotros en este tiempo. Cuando yo tenía nueve años de edad, mis compañeros varones de una escuela elemental de Lincoln, Nebraska, se negaban a tocar cualquier cosa que perteneciera, o hubiera sido tocada, por las niñas. Se suponía que las integrantes de la «especie» femenina^ diseminaban una forma de contagio llamada «cooties", proveniente de una especie de insecto mítico, que era una amenaza para su masculinidad en desarrollo.
Evitar los «cooties» y advertir a los demás ruidosamente del peligro era un juego muy divertido. Por supuesto, la tontería de los «cooties» no sobrevivió a nuestra pubertad, cuando las letales hormonas mataron nuestro deseo de mantenernos alejados de los «cooties».
Solo al llegar a la edad adulta supe que la palabra «cooties» significa literalmente «piojos». No puedo imaginar ni por un momento que las adorables niñas de cuarto grado estuvieran infestadas con un solo piojo. Para los muchachos, los «cooties» eran una categoría conceptual que simbolizaba una cualidad transferible de la feminidad. Indudablemente, los especialistas en
el desarrollo de la psicología humana podrían explicar este tipo de pensamiento que parece representar una etapa más bien insegura en la cual un niño necesita reafirmar su género. Pero para nuestros propósitos es suficiente señalar que la categoría de los «cooties» implicaba una fuente humana física (una niña) y cosas especialmente asociadas con ellas por propiedad o por
el tacto. Los muchachos lo considerábamos como un tipo de «impureza» que necesitábamos evitar.
Los «cooties» proporcionan un sencillo ejemplo que puede ayudarnos a comprender el profundo concepto bíblico de la impureza física ritual humana.
Esa impureza no era consecuencia de la suciedad ordinaria. Tampoco era una enfermedad, aunque ciertas enfermedades podían hacer impuras a las personas. Tampoco era pecado, en el sentido de violar un mandato divino.
Más bien, la impureza israelita era una categoría conceptual asociada con el ciclo nacimiento-muerte, es decir, el ciclo de la mortalidad, que es el resultado del pecado (Génesis 3; Romanos 5:12; 6:23). Así que la impureza que enfatiza y recalca la mortalidad podía provenir de los cuerpos muertos (Números 19), de la muerte viviente de una enfermedad que causaba deterioro
de la piel (Levítico 13, 14; Números 12), y de diversos flujos de los órganos reproductores masculinos y femeninos, que servían para generar nueva vida mortal (Levítico 15). Aunque el nacimiento daba origen a una nueva vida, era una vida mortal; por eso, los flujos sanguíneos posparto de la madre la hacían impura (Levítico 12).
A cualquier persona o cosa que estuviera «impura» no se le permitía ponerse en contacto con las cosas o lugares santos. Por tanto, más que separar lo «masculino» de lo «femenino», la impureza física ritual separaba lo «divino» de la «humanidad caída». El hecho de tener una impureza no quería decir que un israelita era menos digno que otras personas. De hecho, era bueno y obligatorio hacerse impuro para poder disfrutar de la intimidad del matrimonio
y darle continuidad a la raza humana mediante la recepción de la bendición divina: «Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra y sometedla» (Génesis 1:28; 9:l).También era necesario llegar a ser impuro al sepultar a los padres, en cumplimiento parcial del mandato: «Honra a tu padre y a tu madre» (Éxodo 20:12).
Podemos llamar a esto «impureza ritual» porque la santidad de la cual debía separarse era la santidad del santuario y su sistema ritual, en el cual residía la presencia divina en la tierra. Y esa división no era un asunto trivial. Al hacer un resumen de una serie de instrucciones concernientes a las impurezas rituales y la purificación de ellas, Dios advirtió: «Apartaréis de sus impurezas a los hijos de Israel, a fin de que no mueran a causa de sus impurezas, por haber contaminado mi tabernáculo, que está en medio de ellos» (Levítico 15:31). Como el campamento israelita era la sede del santuario, era santo. Por esa causa las personas seriamente impuras tenían que salir del campamento (Números 5:1-4).
El Dios de Israel insistía en distanciarse de la mortalidad. La muerte nunca fue parte del plan divino original. Esta perspectiva es contraria a la filosofía humana, que se remonta hasta los antiguos egipcios. En Egipto cada tumba era un templo, porque la muerte era un pasaje sagrado a la siguiente fase de la vida inmortal con los dioses. Pero lo que necesitamos es redención de la
muerte, no reencarnación (¿o encarcelamiento de nuevo?) para entrar a otro estado vital.
El Dios santo de Israel es el Señor de la vida (Mateo 22:32). Él rechaza la idea de que la muerte es santa y, por lo tanto, asociada con él. En la Biblia un cadáver era impuro y, por lo tanto, excluido del contacto con las cosas o las personas santas (Levítico 21:10-12; Números 6:6-9; 19: 11-22). La muerte es mala; es el resultado del pecado (Génesis 3; Romanos 6:23). Dios
quiere restaurar la vida eterna en nosotros (Juan 3:16), no meramente perpetuar un «alma inmortal" que es una noción ficticia inventada por su enemigo (Génesis 3:4).
Ahora el santuario y el templo israelitas ya no existen. El ministerio de Cristo se realiza en un mejor santuario que hay en el cielo (Hebreos 7-10).
La presencia de Dios en la shekina ya no reside en una morada terrenal. Por lo tanto, ya no existe un lugar santo en la tierra, en el sentido en que el santuario y el campamento israelita que lo rodeaba eran santos. Por tanto, ya no tenemos por qué pelear para ganar o mantener el control de territorios sagrados, con el propósito de realizar ritos en un lugar designado para tener especial acceso a Dios. ¡Qué alivio! Y tampoco tenemos por qué observar las leyes bíblicas relacionadas con la impureza física ritual para separar tal impureza de una esfera de santidad terrenal.
Algunos cristianos bien intencionados están tratando de revivir las leyes de pureza como requerimientos obligatorios, incluyendo el trato diferente a las mujeres en ciertos períodos del mes; pero están equivocados, imponiendo cargas y confusión innecesarias. También son incoherentes al elegir y adoptar esas leyes sin reconocer adecuadamente que pertenecían a un sistema que los israelitas debían observar como un todo.
Nadie, sea judío o cristiano, puede guardar el sistema de impureza ritual y sus leyes de purificación en forma apropiada en la actualidad, porque este sistema requiere sacrificios de purificación y un santuario/templo en funciones (Levítico 12:6-8; 14:10-20, etc.), algo que ya no existe. Sin las cenizas de la vaca alazana (bermeja) para purificar a cualquiera que se hubiera
contaminado con cuerpo muerto (Números 19), todos están, simplemente, impuros, como estaban los levitas antes de sus rituales de purificación (Números . Pero para nosotros esto no importa, como tampoco les importaba a los levitas antes del establecimiento del santuario.
Aunque no necesitamos guardar las leyes de pureza, pueden enseñarnos algo acerca de la naturaleza humana en relación con la naturaleza divina y la forma como Dios nos sana de la mortalidad, además de perdonar nuestros pecados (Salmo 103:3). Los sacrificios para purificar a los israelitas de la impureza física ritual señalaban hacia el sacrificio de Cristo, como lo hacían los sacrificios por los pecados. Nos enseñan que Cristo murió, no solo para perdonarnos nuestros actos pecaminosos, sino también para librarnos de nuestra condición mortal por causa del pecado. Jesús dijo a Nicodemo: «De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna» (Juan
3:16). En consecuencia, cuando Cristo venga otra vez, cambiará la mortalidad de todos los que lo acepten para obtener la inmortalidad (1 Corintios15:51-54).
La purificación de los levitas de la impureza física ritual incluía la aspersión del «agua de purificación» sobre ellos —la cual quitaba la contaminación por un cuerpo muerto (Números 19) —, raer completamente el cabello y el vello de todo el cuerpo, y el lavado de su ropa. Además debía ofrecerse por él una ofrenda de purificación y una ofrenda encendida (Números 8:6-8; 12,21). El propósito de los dos sacrificios era «purificarlos» (versículo 21). Por ello, su purificación ocurría a través de los sacrificios de agua y sangre, prefigurando así el sacrificio de Cristo, quien vino «mediante agua y sangre» (1 Juan 5:6).
No es mera coincidencia que cuando Cristo murió y un soldado le abrió el costado con una lanza, «al instante salió sangre y agua» (Juan 19: 34). Y tampoco es accidental que el primer milagro de Jesús consistiera en convertir el agua de purificación en vino, el cual representa la sangre (Juan 2:6-11; cf. Mateo 26:27, 28). El agua y la sangre eran los dos agentes purificadores más importantes del sistema ritual israelita, y una alusión a la purificación
suprema que es Cristo.
La purificación de los levitas los capacitaba para llevar a cabo sus deberes sagrados. Esos deberes sagrados los realizaban a favor de los demás israelitas, en lugar de los primogénitos, como sus representantes (Números 8:16-18). Para separar de este modo a los levitas, los israelitas debían poner sus manos sobre ellos (versículo 10), del mismo modo que uno que traía una ofrenda debía colocar sus manos sobre la cabeza del animal para el sacrificio (Levítico 1:4). Luego Aarón, el sumo sacerdote, realizaba un gesto simbólico (literalmente «elevarla como una ofrenda elevada») para dedicar los levitas al Señor (versículos 11, 13, 21).
En un sentido, los levitas eran una ofrenda sacrificial presentada por el pueblo de Dios, quien los entregó a los sacerdotes (cf. Levítico 7:34) para asistirlos en la obra del santuario. De este modo, los levitas eran un tipo de «sacrificio viviente». Un sacrificio es algo o alguien dedicado al uso de las cosas santas de Dios. Aunque fue necesario que Cristo muriera como el sacrificio
que se requería para salvarnos del pecado y de la muerte, los integrantes de su pueblo pueden ser «sacrificios" dedicados a Dios, morir. Pablo hizo el siguiente llamamiento a los cristianos: «Por lo tanto, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que vuestro verdadero culto. No os conforméis a este mundo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál es la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta» (Romanos 12:1, 2).
Del mismo modo que los antiguos levitas, nosotros también podemos ser sacrificios vivientes dedicados a Dios, para ayudar en la obra evangélica de nuestro Sumo Sacerdote, Cristo Jesús. No nos necesita para cuidar utensilios o para transportar objetos sagrados de lugar en lugar. Pero quiere que invitemos a otros a acudir a él al templo del cielo por la fe, invitación descrita
en la Epístola a los Hebreos: «Así que, hermanos, mediante la sangre de Jesús, tenemos plena libertad para entrar en el lugar santísimo, por el camino nuevo y vivo que él nos ha abierto a través de la cortina, es decir, a través de su cuerpo; y tenemos además un gran sacerdote al frente de la familia de Dios. Acerquémonos, pues, a Dios con corazón sincero y con la plena seguridad que da la fe, interiormente purificados de una conciencia culpable y exteriormente lavados con agua pura» (Hebreos 10:19-22, NVI).
Compilador
Delfino J.
Bendiciones