Capitulo 12
La Segunda generación: Amonestaciones
Reagruparse y avanzar
Un ejército que sufre muchas bajas debe reagruparse y avanzar. Después de la terrible plaga en Sitim, los israelitas necesitaron más organización e instrucciones antes de apoderarse de la tierra prometida. El primer paso fue la repetición de lo que había ocurrido cuarenta años antes, al principio del libro de Números. En ese tiempo el Señor había ordenado la confección de un censo militar de todos los varones israelitas de veinte años o más (Núm. 1). El total fue 603.550, sin contar a los levitas (vers. 46). Un ejército de ese calibre, por muy esclavos que hubieran sido, debería haber conquistado Canaán.
Dios demostró su poder a favor de la generación que había salido de Egipto con una concentración de milagros más grande de lo que podemos hallar en cualquier otra parte del Antiguo Testamento. Por desgracia, el pueblo nunca desarrolló confianza personal en Dios. Cuando el informe de los diez espías los aterrorizó, se negaron a creer que Dios era capaz de darles por herencia la tierra. Por lo tanto, les dio el desierto que eligieron: "En este desierto caerán vuestros cuerpos, todo el número de los que fueron contados de entre vosotros, de veinte años para arriba, los cuales han murmurado contra mí. A excepción de Caleb hijo de Jefone y Josué hijo de Nun, ninguno de vosotros entrará en la tierra por la cual alcé mi mano y juré que os haría habitar en ella" (Núm. 14:29, 30).
Al final de los cuarenta años en el desierto debía efectuarse otra vez el censo con el propósito de organizar un nuevo ejército con una generación más joven. No incluiría a ninguno de la generación anterior, excepto Josué y Caleb. Y, ciertamente, cuando los dirigentes de Israel tabularon los 601.730 hombres de veinte años para arriba, no se contó ninguno del censo anterior, excepto Josué y Caleb, los dos espías fieles (Núm. 26:64, 65). Todos los demás estaban en sus tumbas en el desierto.
En Egipto, la población israelita había experimentado una verdadera explosión, para consternación del faraón (Éxo. 1). Pero en el desierto el número de adultos disminuyó durante los cuarenta años de peregrinación a causa de factores como las plagas por la rebelión contra Dios. A algunas tribus les fue mejor que a otras. La tribu de Simeón, a la cual pertenecía el rebelde Zimri (Núm. 25:14), menguó muchísimo: de cincuenta y nueve mil trescientos (Núm. 1:23) a veintidós mil doscientos (Núm. 26:14). Esto significaba que Simeón recibirían un territorio más pequeño en Canaán, mientras que otras tribus, que habían sido más fieles a Dios y conservaron su número de miembros en el desierto, recibirían una herencia mayor (vers. 52-66).
El informe del censo de la tribu de Rubén nos recuerda que Datán y Abiram, dos representantes rubenitas, se rebelaron contra Moisés como parte del grupo de Coré (que era levita). Murieron como señal de advertencia y ejemplo cuando la tierra se los trató, y el fuego consumió a los doscientos cincuenta aspirantes al sacerdocio (vers. 9, 10). Ya sabíamos todo eso (ver Núm. 16). Pero ahora aprendemos algo nuevo e inesperado: "Pero los hijos de Coré no murieron" (Núm. 26:11). Las familias enteras de Datán y Abiram perecieron con ellos (Núm. 16:27, 32), así que sus líneas de descendencia fueron instantáneamente interrumpidas como castigo divino. Los hijos de Coré, por otra parte, continuaron viviendo. La Biblia no nos dice la razón. Quizá se debió a que ya habían mostrado su fidelidad a Dios. Esta posibilidad recibe apoyo del libro de los Salmos, en el cual más tarde aparecen descendientes de Coré como autores de algunos de los grandes himnos de fe y alabanza en la Biblia.
Una de sus composiciones es el Salmo 46, que comienza: "Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones. Por tanto, no temeremos, aunque la tierra sea removida y se traspasen los montes al corazón del mar" (Sal. 46:1, 2). El pasaje sirvió como inspiración a Martín Lutero para componer el famoso himno "Castillo fuerte es nuestro Dios". Vemos esperanza para el futuro cuando los hijos de un viejo rebelde eligen seguir exactamente la dirección opuesta y siguen lealmente al Señor. Con su gracia y su sabiduría asombrosas, Dios sabía lo que hacía cuando conservó la vida a los hijos de Coré. Durante miles de años el pueblo de Dios ha sido más fuerte a causa de sus elocuentes palabras de ánimo.
Mantener cerrado el círculo
Las personas que han legado su nombre a un lugar son recordadas mucho tiempo después de su muerte. Alejandría, Colombia y Wáshington, D.C., mantienen vivos los nombres de personas específicas. El nombre de alguien a quien no se erija un momento que preserve su memoria, o cuya conexión con un lugar se acabe borrando, puede perderse en el olvido. Por eso, muchos eruditos no creían que un rey Sargón hubiera gobernado el Imperio neoasirio, como dice Isaías (20:1). Eso se subsanó cuando los arqueólogos desenterraron la ciudad llamada "La fortaleza de Sargón", que tenía su nombre escrito por todos lados.
Un israelita de nombre Zelofehad tenía un problema que lo persiguió incluso después de muerto. Lo normal habría sido que sus hijos perpetuaran su nombre, que quedaría ligado a una parcela de tierra que ellos heredarían en la tierra prometida. Zelofehad fue bendecido con abundante descendencia, pero el problema es que todas eran hijas. La costumbre israelita no permitía que las mujeres heredaran la tierra. Esa práctica mantenía la propiedad intacta entro de un clan familiar. De no ser así, una mujer que se casara fuera de su clan llevaría la propiedad a la familia de su esposo, disminuyendo con ello la propiedad de su clan de origen. La tierra era crucial para cada clan, porque les proporcionaba los recursos para vivir en un medio agrícola.
Zelofehad no tendría herencia en la tierra prometida para mantener la memoria de su nombre (Núm. 27:1-4). Los antiguos israelitas consideraban a sus hijos como una prolongación de su vida, en el sentido de que eran portadores de su identidad. La sociedad consideraba tan importante la descendencia que si un hombre moría sin hijos, su hermano debía tener un hijo con la esposa de su difunto hermano, y todos considerarían al hijo como si fuera del hombre muerto (véase Gén. 38; Rut 4). De hecho, una ley del Señor sostenía y regulaba la costumbre del matrimonio del cuñado (Deut. 25:5-10).
En la moderna cultura occidental aplicamos correctamente los principios de Dios de respeto a los muertos y el cuidado de las viudas en otras formas. Cuando estudiamos las leyes bíblicas, nos metemos en problemas si solo leemos y obedecemos. Debemos leer y pensar antes de hacer algo, como aconsejó Pablo al joven Timoteo cuando le pidió que usara correctamente la palabra de verdad (2 Tim. 2:15).
Naturalmente, el destino que le esperaba a Zelofehad fue causa de preocupación para su hijas, quienes consideraron que aquello era una injusticia. Era verdad que el padre de ellas había pertenecido a la generación que Dios había condenado a morir en el desierto, pero los descendientes de los demás que habían perecido tendrían su propiedad. No deberíamos confundir a las jóvenes hijas de Zelofehad con las modernas feministas de la actualidad: las primeras luchaban, fundamentalmente, por los derechos de su padre.
Las hijas se sintieron suficientemente confiadas como para presentar su caso ante Moisés y los otros líderes de Israel, quienes las escucharon respetuosamente. Los dirigentes no decretaron una decisión contra ellas simplemente siguiendo las costumbres antiguas. Lo que hicieron fue buscar el consejo del Señor. Y Dios coincidió de inmediato con la solución propuesta por las hijas de Zelofehad, es decir, que la herencia de su padre debía adjudicárseles a ellas, como si fueran varones. De hecho, Dios convirtió el caso de ellas en un precedente de que debería hacerse en el futuro si un hombre moría sin un hijo varón (Núm. 27:4-11). En Números 36 Dios añadió que las hijas de un hombre que muriera sin hijo varón deberían casarse dentro de su propio clan con el propósito de preservar la propiedad dentro de ese grupo.
Es fácil para una lectora moderna desestimar la importancia de este pasaje bíblico, a no ser que sea africana. Según la ley consuetudinaria africana, una mujer no puede heredar, ni siquiera de su esposo. De modo que si una mujer enviuda, los parientes de su esposo toman la propiedad que ella compartía con su esposo, la cual es, con frecuencia, su única fuente de ingresos para vivir. Ella puede regresar a vivir con sus propios parientes de sangre, si ellos están dispuestos a sostenerla. En muchos casos, sin embargo, no tiene ningún lugar adónde ir y se ve obligada a hacer frente a dos terribles opciones: o morirse de hambre o entregarse a la prostitución, con el riesgo de morir de sida mientras contribuye a la difusión de la terrible enfermedad. Un cambio en las leyes de la herencia, en armonía con los principios legales internacionales de no discriminación reconocidos por los tratados a los cuales los gobiernos africanos se han adherido, salvaría muchos miles o, quizá, millones de vidas. Pero los tribunales rutinariamente fallan contra las mujeres siguiendo las leyes consuetudinarias.
Una tranquila sucesión del liderazgo
El legado de Zelofehad estaba asegurado, pero, ¿qué decir en cuanto al de Moisés? En este caso, no se trataba de la herencia de una propiedad, sino de la continuación del liderazgo después de su muerte, que se produciría muy pronto. Fiel a su naturaleza, Moisés estaba más preocupado por su pueblo que por él mismo. Por tanto, pidió al Señor que señalara un líder, "que salga delante de ellos y que entre delante de ellos, que los saque y los introduzca, para que la congregación de Jehová no sea como rebaño sin pastor" (Núm. 24:17).
Habiendo sido pastor durante muchos años (Éxo. 2, 3), Moisés sabía que las criaturas necesitan alguien responsable que las guíe, alguien que no fuera él, quien, por accidente, había llevado un rebaño de ovejas fuera de su redil y trató en vano de volverlas a meter. Moisés también había pastoreado a Israel en el desierto durante varias décadas. Sin él, habrían perecido varias veces.
Como hombre sabio colocado en una posición de autoridad, podría simplemente haber seleccionado a alguien cercano a él. Pero no confió en su propia sabiduría para tomar una decisión tan importante. No debería haber nepotismo ni política barata. Más bien, Dios mismo nombró al hombre que había elegido, como lo había hecho con Moisés.
Josué, el ayudante de Moisés, fue el hombre que Dios eligió (Éxo. 24, 32, 33; Núm. 11). Su hoja de servicio era impresionante, pero Dios lo nombró por una cualidad mucho más importante: "Toma a Josué, hijo de Nun, hombre en cual hay espíritu, y pon tu mano sobre él" (Núm. 27:18). Aquello indicaba que ya había estado permitiendo que el Señor lo guiara y lo dotara de poder a través de su Santo Espíritu mientras llevaba las cargas y hacía frente a los desafíos de sus responsabilidades. No estaba recibiendo el Espíritu ahora para calificarlo para el trabajo (cf. Núm. 11). Su hoja de servicios con el Espíritu mostraba que conduciría a los israelitas al lugar donde Dios quería, no en otra dirección. Josué sería un fiel pastor, como lo había sido Moisés.
Una ceremonia elegantemente sencilla, pero poderosa, confirió el liderazgo a Josué. Moisés puso sus manos sobre Josué, transfiriéndolo simbólicamente la autoridad para que comenzara inmediatamente a compartir el poder con el viejo líder (Núm. 27:18-23), sistema que aseguraría una suave transición después de la muerte de Moisés, sin dar a ocasión a que nadie intentara usurar el poder, como habían intentado Coré y sus asociados.
Si Moisés hubiera sido rey, Josué habría sido corregente con él. Pero los dos recibían sus órdenes del Rey divino. Josué no hablaría cara a cara con Dios como lo había hecho Moisés (cf. Núm. 12:8; Deut. 34:10), pero recibiría indicaciones a través del oráculo divino de Urim y Tumim administrado por el sumo sacerdote (Núm. 27:21; cf. Éxo. 28:30). Dicho procedimiento implicaría una estrecha colaboración entre las autoridades civiles y religiosas como modelo para el futuro liderazgo después de la muerte de Josué.
Moisés quería evitar una situación en la cual los israelitas quedarían como ovejas sin pastor. Más de un milenio más tarde, Jesús encontró a su pueblo en esa condición: "Al ver las multitudes tuvo compasión de ellas, porque estaba desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor" (Mat. 9:36). Jesús, el Buen Pastor, que ha dado su vida por sus "ovejas", invita a todos a acudir a él y a entrar en su "redil" (Juan 10), y rescata a los que están perdidos (Luc. 15:7-7). También comisiona dirigentes que cuiden de sus "ovejas" (Juan 21:16, 17). Quiera Dios que, al participar en el ministerio pastoral, tengamos el corazón fiel, la conducción del Espíritu, la fortaleza protectora y la ternura nutricia para el rebaño como la tuvieron Moisés, Josué y Jesús.
Cumplimiento de nuestra cita con Dios
Cuando yo era estudiante en la universidad (teología, con especialidad en música) en el Pacific Union College, de Angwin, California, estaba previsto que hablase una noche en el servicio de consagración en la capilla aneja a uno de los internados de señoritas. Como no tenía una agenda formal para anotar mis compromisos, escribí la información en algún lugar, pero, de alguna manera, le perdí la pista y olvidé mi compromiso. Pocos meses más tarde yo estaba practicando el piano en mi casa y recibí una inquietante llamada telefónica: el culto ya había comenzado, pero ¿dónde estaba el orador? Les pedí que cantaran unos pocos himnos más mientras llegaba.
Me cambié rápidamente de ropa, y, de un salto, me metí en mi Saab de 1967. Pero el viejo coche no quiso ponerse en marcha. Lleno de pánico, corrí a toda velocidad por el sendero que conducía al lugar de reunión, ascendí jadeante la colina sobre la cual se encontraba la capilla y llegué enojado, resoplando ruidosamente y sudando a chorros, justo a tiempo para ver a un centenar de estudiantes abandonando la capilla y llegué enojado, resoplando ruidosamente y sudando a chorros, justo a tiempo para ver a un centenar de estudiantes abandonando la capilla. Entre ellas estaba la hermana de una señorita a quien yo estaba cortejando. Completamente mortificado, evité encontrarme con ella y con cualquier otra persona, me dirigí a mi casa, e inmediatamente puse el Saab en venta.
Cuando uno concierta una cita, especialmente con el Señor, es preciso que sea organizado. Es muy útil tener una agenda en forma de libro con un calendario de citas. Eso es precisamente Números 28, 29. Levítico 23 ya había dado instrucciones para la observancia de los sábados semanales y, especialmente, para las fiestas anuales. Números 28, 29 proporciona una lista completa de sacrificios que la comunidad israelita debía ofrecer al Señor cada día, cada sábado, el día primero de cada mes, y en los festivales anuales.
Algo fundamental para todo el sistema sacrificial eran las ofrendas encendidas de un cordero macho cada mañana y otro, como el último sacrificio del día, por la tarde (Núm. 28:1-8; como un eco de Éxo. 29:38-42). Ofrendas de cereales y libaciones acompañaban a cada uno de esos sacrificios para preparar una comida completa para el Señor (cf. Núm. 15). Cualquier otro sacrificios que se ofreciera era algo adicional a la ofrenda encendida regular. Servía como el "alimento" diario del Señor (Núm. 28:2), del mismo modo que los antiguos pueblos del Oriente Próximo servían a sus dioses dos comidas cada día, el mismo número de veces que los seres humanos comían en aquellos días. Sin embargo, los no israelitas pensaban que sus dioses necesitaban en realidad el alimento humano:"En el mito ugarítico de Baal, cuando el dio Ilu (El) ve a la diosa Atiratu viniendo hacia él, le dice: "¿Tienes hambre de verdad?, pues has estado caminando". En la épica babilónica Atrahasis, los dioses sufrieron de hambre y sed durante el gran diluvio porque no había seres humanos que les ofrecieran los sacrificios. Así que cuando, con posterioridad, Abrahasis (el símbolo de Noé) ofrece su sacrificio, los dioses huelen la ofrenda (compárese Gén. 8:20-21) y se amontonan como moscas. A diferencia de Yahveh, disfrutan el olor porque les promete el fin de su hambre. En una oración, el rey hitita Mursil usaba la necesidad que los dioses tenían de comida como argumento para pedir que quitaran una plaga de su tierra, pues de otra manera sufrirían porque no habría seres humanos que los sirvieran. En cambio, el Dios de Israel no necesita que los seres humanos ofrezcan sacrificios para alimentarse (Sal. 50:12, 13)".
A diferencia de las ofrendas paganas, las que los israelitas presentaban eran solamente una prueba simbólica de fe en él y de comunión con él. Él es la fuente y el sustentador de toda vida física, mental y espiritual. Por ello, las almas de los hijos de Coré tenían hambre y sed de él (Sal. 42:2) y sus corazones y su carne cantaban de gozo (Sal. 84:2).
El sacrificio fundamental era un cordero. De modo que no sorprende que el exaltado "Poema del Siervo Sufriente" de Isaías compare al Mesías sufriente de Dios con un cordero que sufre en silencio por todos nosotros que nos hemos apartado como ovejas (Isa. 53:6, 7). También fue muy apropiado que Juan el Bautista anunciara primero públicamente a Jesús como "El Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Juan 1:29). Es como si hubiera dicho: "¡Aquí está el que cumple todo el sistema sacrificial israelita!"
El descanso sabático fundamental en el séptimo día de cada semana no era una observancia ceremonial dependiente del sistema ritual. Precedía al sistema ritual y celebraba el "cumpleaños" de la creación del planeta tierra (Gén. 2:2-3; Éxo. 16:22-30; 20:11; 31:17). Sin embargo, el sistema ritual honraba el sábado mediante el sacrificio de los dos corderos adicionales (Núm. 28:9, 10) y por la renovación de los "panes de la proposición" dentro del santuario (Lev. 24:8).
Cada luna nueva, que daba el comienzo a los meses, los sacerdotes presentaban un grupo de ofrendas quemadas adicionales y una ofrenda de purificación. Junto con sus acompañamientos de cereales y libaciones eran, al parecer, como un suplemento de la ofrenda encendida de la mañana (Núm. 28:11-15). Las lunas nuevas eran muy significativas porque el calendario israelita era, básicamente, lunar, construido sobre la órbita mensual de la luna alrededor de la tierra (Éxo. 12:2); no obstante, se ajustaba periódicamente al ciclo anual de la tierra alrededor del sol.
En el cuarto día de la creación el Señor había asignado a los cuerpos celestes la función de estructurar el tiempo humano sobre el planeta Tierra, sirviendo "para separar el día de la noche, que sirvan de señales para las estaciones, los días y los años" (Gén. 1:14). Por tanto, la adoración en las lunas nuevas celebraría al Señor como creador y sustentador de nuestro sistema solar y del tiempo. Si bien los sábados también honran al Creador y estructuran el tiempo (semanas), tuvieron su origen en el ejemplo y la palabra de Dios (Gén. 2:2, 3; Éxo. 20:8-11) y no en el movimiento de ningún cuerpo celeste.
Era importante para los israelitas reafirmar periódicamente el señorío creador de Dios sobre los cuerpos celestes porque otros pueblos del antiguo Oriente Próximo adoraban al sol, la luna, los planetas, y las estrellas como deidades. De hecho, la familia de Abraham provenía de una sociedad adoradora de la luna en Mesopotamia.
Isaías 66:22, 23 profetiza que todo el pueblo de Dios vendrá a adorarlo en las lunas nuevas y en los sábados en "los cielos nuevos y la nueva tierra". Siendo que el significa básico de las lunas nuevas y los sábados semanales era la celebración de Dios como Creador, su relevancia sobrevivirá al problema del pecado. En su visión de la tierra nueva, Juan vio otro acontecimiento natural mensual, don del Creador: "En medio de la calle de la ciudad y a uno y otro lado del río estaba el árbol de la vida, que produce doce frutos, dando cada mes su fruto; y las hojas del árbol eran para la sanidad de las naciones" (Apoc. 22:2).
Números 28:16 hasta el final del capítulo 29 presenta una lista adicional de sacrificios que debían realizarse en los festivales anuales (cf. Lev. 23:4-43). El festival de primavera incluía la Pascua, la fiesta de los Panes sin levadura y la fiesta de las Semanas (Pentecostés). Los festivales de otoño consistían de la fiesta de las Trompetas, el Día de la Expiación y la fiesta de las Cabañas. Cada festival tenía sus ofrendas encendidas adicionales y sus acompañamientos, más una ofrende de purificación para hacer expiación por el pueblo. Las ofrendas quemadas también proporcionaban expiación (Lev. 14; 16:24), pero las ofrendas de purificación se centraban especialmente en la eliminación del pecado (por ejemplo, Lev. 4).
Las ofrendas encendidas a favor de la toda la comunidad israelita cada día del año, más las ofrendas adicionales de purificación durante los festivales anuales (incluyendo el Día de Expiación), proporcionaban al pueblo de Dios algo así como una cubierta expiatoria. Es cierto que los individuos también debían traer sus propios sacrificios al santuario y recibir el perdón de Dios (Lev. 4; 5), pero los sacrificios públicos los cubrían antes de que pudieran llegar al santuario. Recuérdese que cuando los israelitas se distribuyeron en la tierra de Canaán, Dios requirió que todos los varones comparecieran ante él tres veces al año: La fiesta de los Panes sin levadura, la fiesta de las Semanas y de la cosecha, y la fiesta de las Cabañas (Éxo. 23:14-17; 34:22-24).
La relación entre la expiación de la comunidad, en sentido colectivo, y del individuo que enseñaba el sistema sacrificial israelita nos ayuda a comprender la conexión que existe entre la cubierta expiatoria que Cristo nos proporcionó gratuitamente a todos cuando murió en la cruz (Rom. 5:15, 16; 2 Cor. 5:19) y nuestra experiencia individual de expiación cuando recibimos el don de Cristo por la fe (Rom. 5:17; 2 Cor. 5:20; Efe. 2:8). Cuando Cristo murió, compró de nuevo nuestro mundo (Juan 12:31) para que sus habitantes pudieran sobrevivir y dar a todos la oportunidad de tener la vida eterna, bajo la condición de creer personalmente en él (Juan 3:16). Si Cristo no hubiera muerto así, no habrían existido bases para que la raza humana siguiese existiendo. Los que rechazan a Cristo y se ríen de él, por lo general no se dan cuenta de que sin su sacrificio ni siquiera estarían vivos.
Cuando pecamos, nos encontramos bajo la obligación de confesar el pecado para que podamos recibir perdón y purificación (Lev. 5:1, 5, 6; 1 Juan 1:9). Sin embargo, lo que Cristo hizo en la cruz por todos nos protege antes de que tengamos la oportunidad de reconocer nuestra culpabilidad.
Esto contesta una pregunta que ha dejado perplejas a muchas personas: ¿Qué ocurre si muero inmediatamente después de pecar, sin tener la oportunidad de confesar el pecado? Suponga que usted va conduciendo su coche y alguien se le atraviesa de forma tosca y peligrosa. Dominado por una justa indignación, usted hace un gesto o dice algo que no debería decir o hacer. Luego, sobreviene un choque, y su vida termina en un trágico accidente. ¿Está usted eternamente perdido porque la última cosa que hizo fue un pecado, y no lo confesó porque usted murió en ese mismo instante? No, si usted ha continuado aceptando a Cristo como su Salvador. Su sacrificio lo cubre a usted hasta que pueda confesar. Si usted no puede confesar, no estaría perdido por eso. Dios amó tanto al mundo que dio a su Hijo unigénito (Juan 3:16). Él no está esperando que cometamos un error para dejarnos caer el hacha al instante, frotarse las manos con entusiasmo, y decir: "¡Los pillé!"
Los festivales celebraban aspectos agrícolas e históricos de las relaciones entre Dios y su pueblo. Mediante su poder creador, les proporcionaba alimento en la cosecha temprana (la fiesta de las Semanas) y la cosecha tardía (la fiesta de las Cabañas). La generosa cantidad de sacrificios ofrecidos durante la fiesta de las Cabañas era una acción de gracias especial al final de la época de la cosecha. Por su poder redentor, que incluía su control sobre la creación, Dios los había libertado de Egipto (las fiestas de la Pascua y los Panes sin levadura) y sostenido en el desierto (la fiesta de las Cabañas). Dios era aclamado como su Rey divino (Trompetas), y él juzgaba entre sus súbditos leales y los desleales cuando era vindicada la justicia de su trato con los que se equivocaban (Día de la Expiación). Los israelitas mostraban su lealtad al Señor en el Día de la Expiación humillándose con abnegación (ayuno, etc.) y centrando su atención en la fase final de la expiación por ellos, absteniéndose de todo tipo de trabajo (Núm. 29:7; cf. Lev. 16:29-31; 23:26-32). El sábado ceremonial del Día de Expiación era como el sábado semanal en que los israelitas no debían hacer ninguna obra servil. Otros sábados ceremoniales permitían hacer algunos tipos de trabajos (como el trabajo doméstico) que no eran parte de la ocupación de la persona (Núm. 28:18, 25, 26; 29:1, 12, 35).
Si bien nosotros no podemos guardar los festivales bíblicos en la actualidad, porque el sistema ritual al cual pertenecían ya no existe; podemos aprender mucho de ellos. Sería bueno que apartásemos tiempo especial para celebrar la soberanía de Dios y el cuidado sostenedor y la liberación que nos proporciona. Jesús ya nos ha provisto la Pascua transformadora, la Cena del Señor, para ayudarnos a recordar la redención que él nos ha provisto a través de su sacrificio, hecho una vez para siempre. Al participar del cereal y las libaciones que acompañaban a los sacrificios, que lo representaban a él, aceptamos su sacrificio como nuestro Cordero pascual (Mat. 26:17-19, 26-29; 1 Cor. 11:23-26; 5:7; cf. Éxo. 12).
Cuando las promesas no pueden cumplirse
La joven, hija de padres misioneros, se había mudado de la India a los Estados Unidos. Ahora era novia de un buen joven y estaba segura de que se casarían en un futuro no muy lejano, cuando hubieran terminado su formación académica. Entusiasmada, la joven prometió a una amiga hindú que ella sería la dama de honor en la boda. El romance prosperó mucho más rápido de lo que habían esperado, y la pareja se casó menos de un año después. En ese momento de su vida, los contrayentes no tenían dinero más que para lo mínimo, y no pudieron traer a la amiga desde la India para que participara en la boda. Así que la novia escribió una carta pidiendo disculpas porque había pedido a otra amiga que fuera la dama de honor. La muchacha hindú no contestó y nunca más se comunicó con ella.
¿Qué ocurre si hacemos una promesa y luego descubrimos que no podremos cumplirla? Esa situación produce muchas frustraciones e hiere muchos sentimientos. Si la promesa se ha hecho a Dios, la situación es todavía más seria. Números 30 ayuda a las personas a resolver este tipo de problemas.
Para un lector moderno las instrucciones divinas que se encuentran en Números 30 podrían parecer sexistas. Si un hombre o una mujer independiente (viuda o divorciada) hacían un voto al Señor, debían cumplir indefectiblemente su promesa. Sin embargo, el voto o juramento de una mujer joven que todavía viviera en la casa de su padre, o de una esposa que viviera con su esposo estaba sujeto a la aprobación del padre o del esposo el día que él lo escuchaba. Si no decían nada en ese momento, ellas estaban ligadas por su obligación. Pero si él presentaba objeciones y no permitía que ella cumpliera su voto o su juramento, la liberaba de su promesa y el Señor prometía perdonarla de inmediato. Es el único caso de perdón estatuario en la ley israelita.
¿Está la Biblia influida por algún prejuicio contra la mujer aquí? El hecho de que las mujeres independientes sean tratadas como hombres indica que el asunto no se trata simplemente de géneros. Es, más bien, la relación social entre una mujer y su padre o su esposo, quienes tienen jurisdicción sobre ella en lo tocante a un voto que podría afectarlos.
La sociedad israelita consideraba al hombre responsable de los asuntos legales, incluyendo las transacciones que tenían que ver con la propiedad. Por ello, si una hija o una esposa hacían un voto relacionado con una transferencia de propiedad, incluso una transferencia al Señor, necesitaba contar con la aprobación del hombre bajo cuya autoridad estaba para poder cumplir su promesa. Si ella lo presionaba para que aceptase, pero él lo hacía de mala gana, podrían producirse problemas y resentimientos en el hogar. Si él se negaba a cooperar, y ella no podía cumplir su promesa, sería culpable de un grave pecado. Dios previó ese problema liberando a las mujeres de las obligaciones si el hombre bajo cuya autoridad estaban no estaba dispuesto a cooperar con ellas.
"El esposo tiene la autoridad de confirmar o de anular cualquier voto o juramente de abstinencia que ella haya hecho" (Núm. 30:13, NVI). El pasaje se refiere al voto de abstinencia física, que podía incluir un voto de abstenerse de relaciones sexuales por un tiempo. Obviamente, el cumplimiento de esa promesa requeriría la disposición del esposo y él podría resentirse si se sintiera forzado a una situación que no aceptaba. De nuevo, Dios creó una forma de evitar problemas entre hombres y mujeres. Similarmente, el apóstol Pablo reconoció la necesidad de que los esposos y las esposas cooperen en el aspecto de la sexualidad:
"El marido debe cumplir con su mujer el deber conyugal, y asimismo la mujer con su marido. La mujer no tiene dominio sobre su propio cuerpo, sino el marido; ni tampoco tiene el marido dominio sobre su propio cuerpo, sino la mujer. No os neguéis el uno al otro, a no ser por algún tiempo de mutuo consentimiento, para ocuparos sosegadamente en la oración. Luego volved a juntaros en uno, para que no os tiente Satanás a causa de vuestra incontinencia" (1 Cor. 7:3-5).
Hay dos cosas notables en Números 30. En primer lugar, el Señor podría haber insistido en su derecho, como Dios y Rey, a requerir el cumplimiento de los votos hechos a él y de los juramentos realizados en su nombre, sin importar las consecuencias para los demás miembros de la familia. Pero él estaba más preocupado por la armonía en los hogares israelitas que pos sus propios derechos.
En segundo lugar, el Señor estaba trabajando con una sociedad antigua. Él no hizo la sociedad, pero la reguló con el propósito de mejorar las condiciones y resolver los problemas. Aunque él es supremamente poderoso, no se involucra en la ingeniería social, tratando de derribar la forma patriarcal de hacer las cosas. En los tiempos modernos hemos visto cuán destructiva puede ser la ingeniería social. El hecho de forzar a las sociedades rusa o china a amoldarse al comunismo destruyó la vida de muchos millones de personas. Se estima que bajo el liderazgo de Mao murieron setenta y cinco millones de ciudadanos chinos. Mientras enseñábamos cursos de extensión, mi esposa y yo pasamos hace poco varias semanas en Rumanía, y vimos que este hermoso país y su sociedad todavía no se han recuperado de los estragos del comunismo, al que puso fin una revolución ocurrida en 1989.
Al tratar de alcanzar a personas de diversas culturas con el mensaje del amor de Dios, podemos aprender mucho de la sabia y generosa actitud divina. En el proceso de recibirlo a él y vivir según sus principios, los demás no necesitan llegar a ser exactamente como nosotros. La lealtad genuina a Dios puede florecer en una amplia variedad de contextos culturales.