Capítulo 9
Éxitos y fracasos
Números 20 & 21
El poder de la misericordia
Una vez que Números 19 proporciona las instrucciones para el tratamiento de la contaminación por el contacto con un cadáver, el capítulo 20 registra más muertes. En este caso no es una gran cantidad de los miembros de la comunidad los que mueren, sino María y Aarón. Moisés sigue vivo, pero él también está condenado a morir antes de que los israelitas entren en la tierra prometida. De los adultos que salieron de Egipto, solo Josué y Caleb terminarían la peregrinación hasta la tierra de Canaán (véase Números 14:30; 26:65).
María murió primero (Números 20:1). La Biblia no declara la razón por la que no se le permitió entrar en la tierra prometida. Quizá fue a causa de su deslealtad en Hazerot (Números 12)
Muy poco después de la muerte de María, los israelitas culparon a Moisés y a Aarón, especialmente a Moisés, por la falta de agua (Números 20:2). Era algo similar a lo que había ocurrido en Refidim, antes de que llegaran al monte Sinaí. Allí habían cuestionado si Dios estaba entre ellos o no, pero él les había mostrado su presencia haciendo que saliera agua de la roca cuando Moisés la golpeó con su vara (Éxodo 17:1-7).
En esta ocasión el pueblo añadió un horrible detalle a su acusación. Leemos:
El pueblo contendió con Moisés y le habló, diciendo: "¡Ojalá hubiéramos perecido cuando nuestros hermanos murieron delante del Señor!
“¿Por qué, pues, has traído al pueblo del Señor a este desierto, para que nosotros y nuestros animales muramos aquí? ¿Y por qué nos hiciste subir de Egipto, para traernos a este miserable lugar? No es lugar de sementeras, ni de higueras, ni de viñas, ni de granados, ni aun hay agua para beber"(Números 20:3-5).
¡No habían aprendido nada acerca de la fe, y desearon haber compartido el destino de Coré, Datan y Abiram, y los otros rebeldes (Números 16:17)! De hecho, sus palabras no eran más que un eco de la amarga actitud de Datan y Abiram (Números 16:13, 14).
Afligidos, y sin saber qué hacer, Moisés y Aarón fueron al santuario y cayeron sobre su rostro. Luego apareció la gloria del Señor (Números 20:6), como había ocurrido en anteriores ocasiones de rebelión (Números 14:10; 16:19,42). Esta señal era ominosa, pues venía después de la escalada de los castigos divinos registrados antes en el libro de Números, que casi habían culminado con la aniquilación de la nación (capítulos 11; 14; 16). ¿Se había acabado finalmente la misericordia de Dios para Israel?
Lo que ocurrió esta vez fue mucho más sorprendente que la destrucción de muchos, o incluso la destrucción de todo el pueblo, algo que podríamos considerar bien merecido. Cuando el Señor apareció a Moisés y Aarón, les dijo que tomaran la vara, congregaran a toda la comunidad, y hablaran a la roca.
Como resultado, la roca daña milagrosamente agua para suplir la necesidad de todo el pueblo y sus ganados (Números 20:7, .
¿Eso fue todo? ¿Ningún castigo para el pueblo? ¿Simplemente una repetición del milagro realizado en Refídim? ¿Pura misericordia que paga bien por mal? ¿Qué sentido tiene todo esto? Mucho. Max Lucado ha escrito: “Jmás me ha sorprendido el juicio divino, pero todavía estoy maravillado por su gracia. El juicio de Dios nunca ha sido un problema para mí. De hecho, siempre me ha parecido justo. Relámpagos estallando sobre Sodoma.
Fuego sobre Gomorra. ¡Bien hecho, Señor! Los egipcios anegados en el mar Rojo. Ya lo veían venir. ¿Cuarenta años vagando en el desierto para aflojar la dura cerviz de los israelitas? Yo también lo hubiera" hecho. ¿Ananías y Safira? Imagínese usted.
«Es fácil para mí digerir la disciplina. Es lógica y puedo asimilarla. Es manejable y apropiada. Pero, ¿la gracia de Dios? Todo menos eso”.
A nosotros nos encanta cantar el himno “Sublime gracia”, pero, ¿la damos por sentado? Lo que hace asombrosa la gracia es el hecho de que es inmerecida y, por lo tanto, inesperada. ¿Por qué la da Dios? Por una cosa: porque la gracia es parte integral de su amante carácter (Éxodo 34:6, 7). Y por otra: porque la gracia puede ser una poderosa herramienta de «amor duro» para romper la resistencia de corazones empecinados:
“Amados, nunca os venguéis vosotros mismos, sino dad lugar a la ira de Dios, porque escrito está: mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor. Pero si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; y si tiene sed, dale de beber, porque haciendo esto, carbones encendidos amontonarás sobre su cabeza. no seas vencido por el mal, sino vence con el bien el mal” (Romanos 12:19-21).
Dios había dado a los israelitas amplia demostración de que él tiene el derecho y el poder para tomar venganza. Ahora que ya lo habían comprendido, volvió al modus operandi anterior al Sinaí de responder a la actitud antagónica del pueblo tratándolo con inesperada bondad. Además, ahora su atención estaba centrada en la enseñanza de la nueva generación, que necesitaba comprender su gracia.
En la actualidad sigue funcionando el enfoque divino de castigar a sus enemigos con bondad, que estaba diseñado para avergonzarlos por su horrible comportamiento. Hace tiempo, un cantante judío (un director de canto en la adoración) y su esposa, que vivían en Lincoln, Nebraska, fueron víctimas de llamadas telefónicas antisemitas y obscenas. Las llamadas venían de un mago (líder) de la organización racista Ku Klux Klan. La pareja hizo algunas investigaciones para saber quién estaba expresando su odio hacia ellos de esa manera. En el proceso descubrieron que el desagradable agresor, alguien a quien no conocían, era un paralítico que no podía ir con facilidad a hacer sus compras de alimentos.
La pareja judía preparó una deliciosa comida para el mago del KKK y se la llevó a su casa. Cuando abrió la puerta, el hombre se quedó tan pasmado, que los invitó a entrar. Ellos siguieron viniendo, y el mago aceptaba con mucha gratitud su amistad. La pareja, en vez de procurar destruirlo, había erradicado la tóxica actitud del mago del KKK.
Esta historia no constituye un caso aislado. George Wallace, gobernador de Alabama, trató de bloquear el movimiento de los derechos civiles en los Estados Unidos. El arma de un asesino puso fin a su carrera política incapacitándolo físicamente. Hacia el fin de su vida, cuando ya no podía valerse por sí mismo, el hombre negro que lo cuidaba lo trató con tanta ternura y bondad, que renunció a su racismo. El prejuicio simplemente no podía sobrevivir en una atmósfera de amor y bondad como aquella.
Por supuesto, todos tienen la libertad de elección. Algunos insistirán ingrata e ilógicamente en ser nuestros enemigos, independiente de lo que hagamos.
Pero después de hacer nuestra parte, y habiendo orado: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34), podemos confiarlos al Señor de la justicia y la misericordia. No necesitamos tomar en nuestras manos la responsabilidad de asegurarnos de que la venganza retributiva se cumpla.
Dios puede hacer un trabajo mejor de lo que nosotros jamás podríamos realizar.
Milagros y errores
“Tomó Moisés la vara de la presencia del Señor, tal como él se lo había ordenado” (Números 20:9). Era lavara de Moisés (versículo 11), no la que pertenecía a Aarón, que había florecido y producido almendras, y que él mismo había depositado en el santuario (Números 17). La vara de Moisés, que también debe de haber depositado en el santuario (en “la presencia del
Señor”), era la que Dios había utilizado como instrumento para realizar sus maravillas en Egipto, al librarlos del ejército del faraón en el mar Rojo, en el milagro del agua que fluyó de la roca en Refidim, y en la victoria sobre los amalecitas (Éxodo 4. 7-10, 14 17).
La vara de Moisés representaba su identidad (cf. Génesis 38:18). Si hubiera sido rey, habría sido su cetro, símbolo de su autoridad y su poder. Sin embargo, Moisés se refirió a ella como «la vara de Dios» (Éxodo 17:9). Pertenecía a Moisés, pero él pertenecía a Dios. Cuando Moisés apareció ante los israelitas con aquella notable vara, recibieron la fuerte impresión de que algo
terrible estaba a punto de ocurrir. ¿Utilizaría la vara para golpear la roca para darles agua otra vez, o los aniquilaría a todos?
En esta ocasión Dios quería que Moisés y Aarón simplemente hablaran a la roca, mientras Moisés sostenía la vara como un recordatorio de lo que Dios había hecho en el pasado (Números 29:8). Al involucrar a Aarón en el milagro, el Señor afirmaría una vez más el liderazgo del sacerdocio aarónico, que el pueblo debería mantener en el futuro. Hablar a la roca, en vez de golpearla, sería un milagro todavía mayor que el que Dios había realizado en
Refidim. Era teóricamente posible que cuando Moisés golpeó la roca allí (Éxodo 17:6), el golpe hubiera despegado alguna costra de la roca, abriendo así una fuente subterránea. Si así fuera, podría argüirse que el milagro había consistido en golpear la roca en el lugar preciso. Hablarle, sin embargo, no podría tener ningún efecto físico sin la intervención directa del Señor para mover el material físico.
Moisés había sido increíblemente humilde, paciente y perdonador con aquel pueblo. Dos veces se había negado a aceptar el ofrecimiento divina de hacer de él una gran nación en vez de ellos (Éxodo 32:10-13; Números 14:12-19).
Incluso había intercedido pidiendo a Dios que borrara su nombre de los registros divinos si no perdonaba al pueblo (Éxodo 32:32). Ahora Moisés estaba de pie frente a la roca, con la vara de Dios en su mano, mirando a toda la comunidad israelita que reiteradamente había rechazado a su bondadoso Señor y había frustrado los gloriosos planes que tenía para ellos. El recuerdo
de su acumulado egoísmo, estupidez, ingratitud y traición abrumaron al gran dirigente.
De repente, perdió el control y gritó: «Oíd, ahora, rebeldes. ¿Sacaremos agua de esta peña para vosotros? Entonces Moisés levantó su mano y golpeó la peña dos veces con su vara, y brotó agua en abundancia, y bebió el pueblo y sus animales» (Números 20:10, 11).
El milagro ocurrió, muy bien, y se resolvió el problema inmediato del agua.
Pero no era esa la maravilla que Dios esperaba, la cual lo habría glorificado como resultado de la confianza plena de Moisés y Aarón. En vez de hablar a la roca, Moisés la golpeó, no una, sino dos veces. Aarón no participó en el milagro. Peor aún, lo que ocurrió no envió el mensaje de la misericordia de Dios para su pueblo. Moisés ni siquiera dio el crédito a Dios. Ni él ni Aarón habían logrado llevar a cabo los deseos de Dios como sus siervos y representarlo como santo delante de su pueblo.
Por lo tanto, Dios dijo que ellos no meterían a los israelitas en la tierra prometida (versículo 12). Morirían en el desierto junto con toda la infiel generación adulta que había salido de Egipto. El lenguaje de Números 20:11 implica la seriedad de la ofensa de Moisés: «Moisés levantó su mano y golpeó la peña dos veces». Este es el lenguaje que describe un pecado desafiante, para el cual el sacrificio de animales no proporcionaba ningún remedio
(Números 15:30, 31). Aunque Moisés rogó al Señor que le permitiera entrar en Canaán, la sentencia divina era definitiva y terminante (Deuteronomio 3:23-27).
Aarón murió primero, a los cuarenta años de la salida de Israel de Egipto, cuando contaba 123 años de edad (Números 33:38, 39). A pesar de su fracaso, Dios lo honró, llevándolo a la montaña a morir, muy cerca de él. Antes de la muerte de Aarón, Moisés transfirió los ropajes sumo sacerdotales de su hermano a Eleazar, el hijo del sumo sacerdote, evitando de ese modo que las vestimentas sagradas se contaminaran con el cadáver de Aarón. Cuando Moisés y Eleazar bajaron de la montaña sin Aarón, los israelitas hicieron duelo por él durante treinta días (Números 20:23-29). El largo período de un mes les dio ocasión de reflexionar. Ellos deberían haber resultado muertos, pero en vez de eso, su intercesor sacerdotal era el que había perecido.
Aarón había sido el primer sumo sacerdote de Israel, y Moisés estaba más cerca de Dios de lo que cualquier ser humano había estado jamás (Números 12:7, 8; Deuteronomio 34:10), excepto Cristo. El hecho de que Dios ni siquiera perdonara a Moisés y a Aarón cuando violaron su sagrada confianza es una lección que debe hacer pensar a todos los cristianos, especialmente a los dirigentes de la obra de Dios. Nunca habrá excusa para desviarse de la senda que Dios ha trazado para nosotros; y cuanto mayores sean nuestros privilegios, nuestro puesto y nuestra influencia, mayores son nuestras responsabilidades.
Cuando yo trabajaba en la construcción en California para ganar dinero para mis estudios, aprendí la diferencia entre un carpintero que tenía un elevado salario y un operario como yo: el carpintero es responsable de cosas que son mucho más costosas de reparar si no las hace bien. Por supuesto, un líder nacional puede cometer errores millones de veces más costosos que los de un carpintero, como enseña la historia con lujo de detalles. Eso era precisamente Moisés: un líder nacional. La forma en que él representaba a Dios delante del pueblo tenía un enorme impacto en la fe de los israelitas, la cual necesitaban desesperadamente de cara a la supervivencia de su nación.
Aunque no seamos líderes como ellos, nuestra influencia afecta la fe de otros, la cual necesitan desesperadamente si esperan ser salvos por la gracia de Dios (Efe. 2:8, 9). ¿Pensamos en eso? ¿Aprovechamos las oportunidades para desarrollar la fe de otros alabando a Dios por lo que ha hecho por nosotros, o nos quejamos como si no estuviera con nosotros? Cuando enfrentamos
un problema, ¿tratamos de resolverlo con nuestras propias fuerzas, o invitamos a otros a buscar al Señor en oración porque la carga del liderazgo “reposará sobre sus hombros” (Isaías 9:6, NVI)? ¿Suscitamos preguntas en mentes inmaduras, sin dar respuestas, incitando a quienes nos escuchan a volverse agnósticos? Después de experimentar durante dos años ese tipo de enseñanza, un pariente mío que cursaba estudios de posgrado en teología en una “universidad cristiana” no estaba seguro de seguir creyendo en Dios. ¿O mostramos cómo desarrollar un firme marco de fe, dentro del cual las personas pensantes pueden procesar las inevitables dudas y preguntas que es posible que no se resuelvan antes de la segunda venida de Cristo (Deuteronomio 29:29)?
¡En cierto sentido vivimos nuestra vida de pie, frente a la roca, con Moisés! Agarremos con firmeza la vara que nos recuerda lo que Dios ha hecho por nosotros en el pasado, mientras escuchamos lo que quiere que hablemos para que otros puedan recibir el “agua de la vida” a través de Cristo (Juan 7:37, 38). El agua no procede de nosotros, sino de Cristo: “Y tomaron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que los acompañaba, y la roca era Cristo” (1 Corintios 10:4, NVI).
La explicación del Nuevo Testamento de que la roca representa a Cristo suscita una cuestión importante: para proveer agua vivificante, Dios solo mandó a Moisés golpear la roca una vez: en Refidim (Éxodo 17:6). Esto guarda relación con el hecho de que, a fin de poder proporcionar la vida suprema, “Cristo, habiendo sido ofrecido una vez para llevar los pecados de muchos, aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvación de los que ansiosamente le esperan” (Hebreos 9:28). En lo sucesivo solo necesitamos hablarle para recibir la vida.
Guerra santa
Un hombre que viajaba por una carretera en Estados Unidos, recogió a un adolescente que hacía autoestop. Pocos kilómetros más adelante, el muchacho sacó una navaja y pidió al hombre que le diera su cartera. El conductor, tranquilamente, replicó: “A Charlie no le gustará eso”. Un tanto confuso, el adolescente acercó más la navaja al costado del hombre, e insistió: “Deme su cartera”. De nuevo el hombre contestó con toda calma: “A Charlie no le gustará eso”.
En ese momento, el aprendiz de ladrón sintió un aliento cálido detrás de su cuello y comenzó a escuchar un gruñido lento y sordo. Lentamente giró el cuello para fijarse en el asiento trasero. Horrorizado, se encontró frente a frente con una enorme pantera negra, mascota del conductor. Lleno de terror, le suplicó: “¡Por favor, bájeme de aquí!” El conductor disminuyó la marcha del vehículo y el muchacho saltó antes que se detuviera y, temeroso de perder la vida, huyó a campo través. El último vestigio que el socarrón conductor vio del ladrón fue la espalda que, a toda velocidad, desaparecía detrás de una colina.
El adolescente tenía una navaja, pero el conductor tenía a Charlie. Del mismo modo, el rey cananeo de Arad tenía un ejército, pero los israelitas tenían algo o, mejor dicho, a Alguien, con quien Arad no había contado: Dios.
Cuando los israelitas salieron del monte Sinaí y se aproximaron por primera vez a Canaán por el lado de Cades, podrían haber tomado la tierra prometida por el sur si hubieran cooperado con Dios. Debido a su falta de confianza en él, perdieron aquella oportunidad (Números 14). Casi cuarenta años más tarde, entrar por el sur ya no era una buena opción, porque, al parecer,
la situación política en aquella región había cambiado. Por lo tanto, tuvieron que tomar una ruta más larga para invadir Canaán desde el este, a través del río Jordán.
Un obstáculo en la ruta de los israelitas era el reino de Edom. Los israelitas eran parientes de los edomitas, quienes eran descendientes de Esaú, el hermano gemelo de Jacob/Israel (Génesis 25, 26). Así que Moisés rogó al rey de Edom que permitiera a los israelitas pasar por su territorio. Carente de toda hospitalidad fraternal, apoyó su negativa con una demostración de
fuerza militar (Números 20:14-21). Los israelitas simplemente se dieron la vuelta y se fueron por otro lado en vez de atacar Edom. Dios dijo a Moisés que él había dado a los edomitas su territorio, así que los israelitas no debían provocarlos ni apoderarse de parte alguna de su tierra (Deuteronomio 2:5).
La historia fue muy diferente cuando el rey de Arad atacó a los israelitas durante su viaje y capturó y retuvo como prisioneros a algunos de ellos (compárese Éxodo 17 con el castigo correspondiente de 1 Samuel 15). Él y su pueblo eran cananeos, no parientes de Israel; pertenecían a las naciones a quienes los israelitas debían despojar para tomar posesión de la tierra de Canaán (Éxodo 34:11-16). Fue el último error del rey de Arad.
“Entonces Israel hizo un voto al Señor y dijo: Si en verdad entregas a este pueblo en mis manos, yo destruiré por completo sus ciudades. Y oyó el Señor la voz de Israel y les entregó a los cananeos; y ellos los destruyeron por completo a ellos y a sus ciudades. Por eso se llamó a aquel lugar Horma” (Números 21:2, 3).
Después de todos los fracasos que los israelitas habían experimentado, incluyendo la derrota a manos de los amalecitas y de los cananeos allí mismo en Horma cuando trataron de invadir Canaán sin Dios (Números 14:45), esta era una importante victoria obtenida por la fe. ¡Dio la esperanza a la nueva generación de que podía conquistar la tierra prometida!
El nombre «Horma» viene de la misma raíz hebrea del verbo que se traduce como «destruir totalmente». Esta raíz se debe a la completa e irrevocable dedicación de personas o cosas al Señor, lo que puede significar que pertenecen al santuario o que son totalmente destruidas (cf. Levítico 27:21, 28, 29; Deuteronomio 2:34; 3:6; 7:2). La naturaleza de tal dedicación explica por qué Acán se metió en problemas más tarde. Cometió sacrilegio al tomar objetos de Jericó que habían sido dedicados al Señor con propósitos de destrucción; así que compartió la destrucción (Josué 7).
Sin ninguna duda, en ciertos tiempos y lugares, el antiguo Israel libró «guerras santas». Según la Biblia, el Dios viviente que residía con Israel, ordenó, o dio permiso, para aquella destrucción total. La limitó a ciertos enemigos de Israel, quienes habrían destruido a su pueblo si hubieran podido, y cuya iniquidad era completa y total (cf. Génesis 15:16). Dios podría haberlos aniquilado con fuego, como lo hizo con Sodoma y Gomorra (Génesis 19) y como destruirá a los impíos en el tiempo del fin (Apocalipsis 20). Pero decidió usar a los israelitas como sus instrumentos con el propósito de probarlos y enseñarlos a confiar en él (Jueces 3:1-4).
La guerra santa bíblica es similar, en cierta medida, a la yihad (incluyendo el así llamado “terrorismo” que Occidente está combatiendo), la cual también implica total destrucción de las personas que pertenecen a un grupo religioso llevada a cabo con toda su capacidad y todos sus recursos porque creen que su deidad lo ha sancionado. Sin embargo, hallamos una diferencia crucial: la yihad contra todos los “infieles”, en todas partes, no tiene limitaciones de tiempo y espacio. En cambio, el Dios de la Biblia controló personalmente la guerra santa, no haciendo de ella un mandato bíblico, y la limitó a Palestina en el período en que la nación de Israel estaba tomando su territorio y estableciéndose allí. Siendo que la shekina, símbolo de la presencia de Dios ya no mora en la tierra, y siendo que el cristianismo es una iglesia, no una nación, no puede haber tal cosa como una legítima guerra santa cristiana en un sentido literalmente militar.
Mira y vive
Los israelitas tuvieron que rodear Edom porque no podían pasar a través de su territorio (cf. Números 20:18-21), prolongando mucho su viaje hasta la frontera oriental de Canaán. El pueblo se impacientó y elevó su queja acostumbrada de que Dios yMoisés los habían sacado de Egipto para matarlos en el 'desierto, donde no había ni alimentos ni agua. Además, añadieron su
disgusto por el maná que Dios les había proporcionado cada día: “Ya estamos hartos de esta pésima comida” (Números 21:5, NVI).
En Tabera el Señor había enviado fuego para advertir a los murmuradores (Números 11:1). Ahora envió «serpientes venenosas» para castigar al pueblo, y muchos de los que fueron mordidos murieron. En otras versiones se las llama “serpientes ardientes”, que probablemente describe el intenso dolor causado por su veneno. Como en Tabera, los aterrorizados israelitas suplicaron a Moisés que orara por ellos, lo cual él se apresuró a hacer (Números 20:67; cf. Números 11:2). Durante el incidente en Tabera, Dios había apagado inmediatamente el fuego para beneficio de todos (Números 11:2), pero esta vez condicionó el remedio a la fe de la persona. “Y el SEÑOR dijo a Moisés: Hazte una serpiente abrasadora y ponía sobre un asta; y acontecerá que cuando todo el que sea mordido la mire, vivirá. Y Moisés hizo una serpiente de bronce y la puso sobre el asta; y sucedía que cuando una serpiente mordía a alguno, y este miraba a la serpiente de bronce, vivía” (Números 21:8, 9).
Solo “cuando miraba” podía una persona recuperarse. Si alguien que había sido mordido se negaba a creer en el poder de Dios revelado a través de la obra de su siervo Moisés, tenía completa libertad para decir: “¡Ni piensen que voy a hacer esa estupidez y pretender que voy a sanar simplemente mirando un pedazo de bronce!” No hay problema. Puedes seguir adelante y simplemente morirte de dolor. La elección es tuya. Pero si cambias de modo de pensar antes que sea demasiado tarde, simplemente mira. ¡Era un poderoso incentivo, al menos para dar una oportunidad a la fe!
La serpiente de metal no tenía poder mágico en sí misma (aunque más tarde erróneamente el pueblo la adoró; 2 Reyes 18:4). Mirarla resultaba en la curación de la mordedura de las serpientes solo porque Dios hizo depender el milagro de esa acción, del mismo modo que hizo depender la sanidad de la piel de Naamán de la condición de que se zambullera siete veces
en el río Jordán (2 Reyes 5). Realizar tal acción para ser sanado parecería estúpido (y, de hecho, Naamán lo consideró así, versículos 11, 12) a una persona que no creyera en la palabra de Dios.
Sin embargo, ¿por qué hizo Moisés una escultura de una serpiente, la criatura que mordía a los israelitas? En primer lugar, venían frente a frente su problema mirando la representación de él. La clave del asunto no estaba en Dios o Moisés, sino, más bien, en las serpientes que los israelitas habían atraído sobre sí mismos. De hecho, si Dios no los hubiera protegido durante
todos aquellos años por todo el camino, habrían sido mordidos por las serpientes o picados por escorpiones en muchísimas ocasiones (Deuteronomio 8:15).
El significado de la serpiente de bronce tiene todavía más profundidad. Una noche, Jesús explicó a Nicodemo: “Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, es decir, el Hijo del Hombre que está en el cielo. Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que sea levanta do el Hijo del Hombre, para que todo aquel que cree, tenga en él vida eterna.
Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en él, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:13-16).
Igual que los israelitas en el desierto, todos hemos sido mordidos y estamos muriendo, pero si decidimos creer, podemos vivir. Sin embargo, Jesús estaba hablando de la vida y de la muerte eterna, y él está en lugar de la serpiente de bronce.
Jesús dijo que él debía ser «levantado» como Moisés levantó la serpiente de bronce. Se cumplió cuando los soldados romanos lo clavaron y lo levantaron en una cruz de madera, hecha de un árbol. En la ley israelita, el condenado a pena de muerte mediante colgamiento en un árbol, para que quedara suspendido entre el cielo y la tierra, era considerado «maldito de Dios»
(Deuteronomio 21:22, 23). Uno pensaría que los apóstoles evitarían la implicación de que Cristo fue maldito de Dios. Pero Pablo lo destaca nítidamente: “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, habiéndose hecho maldición por nosotros (porque escrito está: maldito todo el que cuelga de un madero)” (Gálatas 3:13).
Sin embargo, ¿por qué una serpiente representa a Cristo? ¿No representa, más bien, al pecado y a la muerte, porque Satanás usó a esa criatura para engañar a Eva (Génesis 3)? Precisamente. Porque Dios «al que no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que fuéramos hechos justicia de Dios en él» (2 Corintios 5:21).
“¡Imaginemos eso! ¡En cierto sentido, Cristo llegó a ser pecado! Él llevó todas las malas pasiones y la degradación egoísta de todos los millones y millones de personas que han vivido en algún momento en este planeta. Con ese abrumador diluvio de miseria derramado sobre él, e identificado con él, como si él fuera la personificación de todo ese mal, se entregó a sí mismo a la destrucción a fin de erradicar el pecado y todas sus consecuencias”.
El remedio de Dios para la mordedura de la serpiente y del más serio problema de la falta de fe debe de haber tenido éxito, porque los israelitas avanzaron para obtener una serie de grandes victorias. La primera victoria implicaba la fe en que el Señor les daría agua y su cooperación cavando un pozo en Beer, que significa “pozo” (Números 21:16-18). Fe, cooperación y agua. ¡Qué refrescante fue eso!
Las siguientes victorias fueron los grandes triunfos sobre Sehón, rey de los amorreos, y Og, rey de Basan, cuyos reinos estaban al este del río Jordán (versículos 21-35). Ambos gobernantes atacaron a los israelitas, quienes derrotaron a sus ejércitos a pesar del hecho de que las fuerzas cana-neas eran superiores y de que Og era un gigante (Deuteronomio 3:11). Así, los israelitas tomaron y retuvieron los territorios de ellos. Ahora el pueblo de Dios tenía una base desde la cual marchar a través del río Jordán a la tierra prometida.
¡Ya habían llegado! ¡Por fin!
Bendiciones