LIBRO COMPLEMENTARIO
Capítulo 2
Un pueblo santo
Números 5, 6
Roy Gane
Ayuda divina para recuperar la confianza
Un pueblo santo se compone de familias. Las familias están unidas por el vínculo matrimonial. Los matrimonios están unidos por la confianza. Cuando se debilita la confianza en el matrimonio, el lienzo de la sociedad comienza a deshilarse. En la actualidad vemos que esto está ocurriendo a una escala sin precedentes en las sociedades occidentales.
Dios unió en matrimonio a Adán y Eva para que fueran «una sola carne» (Génesis 2), pero mantener esa identidad en un mundo caído como el nuestro puede ser un desafío. Tan pronto como Adán y Eva pecaron, se dañó la confianza entre ellos. Cuando Dios los confrontó con lo que habían hecho, Adán culpó a Eva (Génesis 3:12). Culparse mutuamente en el matrimonio ha dañado la confianza desde entonces.
Es sumamente grave que un miembro de la pareja matrimonial acuse al otro de ser infiel por haber cometido adulterio. Si esa acusación es verdad, se justifica la disolución del matrimonio (Mateo 5:32). Aunque la acusación sea infundada, la sospecha destruye las bases sobre las cuales descansa la relación. Cuando se trata de asuntos íntimos, o privados, puede ser difícil para uno de los cónyuges saber lo que ocurre, y a la otra persona puede costarle explicarlo.
A Dios le interesa todo lo que se relaciona con los matrimonios de sus hijos.
Números 5:11-31 muestra hasta dónde puede llegar Dios, en sus esfuerzos por ayudar a los matrimonios israelitas a superar las sospechas de infidelidad matrimonial, algo que podía destruir sus hogares, aunque ninguno de los cónyuges hubiera hecho nada malo. Sin embargo, varios aspectos del pasaje parecen extraños e, incluso, ofensivos al lector moderno. Es muy perturbador el hecho de que el Señor estableciera un procedimiento para encauzar la sospecha
que un hombre pudiera tener de su esposa; sin embargo, no hay instrucciones homologas para los casos en que una esposa sospechara del adulterio de su esposo. Esto parece injusto, particularmente porque la descripción del ritual al que se sometía a la esposa sospechosa de adulterio parece amenazante y humillante. El ritual es peculiar, especialmente la parte en la cual
la esposa debía beber el agua mezclada con el polvo del suelo del santuario (versículos 17, 24).
Para entender lo que Dios está tratando de hacer, debemos recordar primero que en la sociedad israelita los asuntos legales eran básicamente prerrogativa de los hombres. Esto no quiere decir que las mujeres no fueran importantes.
Tampoco significa que debamos excluir a las mujeres cristianas de la esfera legal en nuestros días. El Señor estaba sencillamente entendiéndose con un grupo de personas exactamente como eran. Los hombres controlaban los tribunales que juzgaban las acusaciones de adulterio. Así que habría sido muy fácil que un tribunal completamente masculino hubiese podido ser parcial, inclinándose a dar la razón al esposo. Por ello, una esposa sobre la que recayera, habiendo sido fiel a su esposo, la sospecha de haber cometido adulterio podía correr el peligro de ser condenada injustamente a la pena de muerte.
Las mujeres inocentes, acusadas injustamente de adulterio, necesitaban una protección especial; así, los tribunales totalmente masculinos no podrían lincharlas. Los hombres acusados de adulterio no necesitaban tal protección, y por eso no hay ritual para un hombre sospechoso de adulterio. Es verdad que el sistema judicial israelita requería por lo menos dos testigos antes de imponer la pena capital (Deuteronomio 17:6; 19:15) y el amante de una mujer adúltera era ejecutado con ella (véanse Levítico 20:10; Deuteronomio 22:22). Aquellas leyes protegían tanto a las mujeres como a los hombres de acusaciones no comprobadas. Sin embargo, un esposo podría estar convencido en su mente de la conducta inapropiada de su esposa, aunque
no pudiera probarlo o identificar al otro hombre. El esposo podría sentirse tentado a urdir un testimonio contra su esposa; en tal situación, aunque permaneciera con ella, el matrimonio no sería feliz. Para proteger a las mujeres bajo sospecha y los matrimonios de las mismas, Dios arrebató este tipo de casos de las manos de los tribunales humanos, pues los juzgaba él mismo. Este es el único tipo de caso que el Señor mismo decidía en el marco del santuario. Estableció una «audiencia del tribunal supremo» solo para mujeres.
Dios no necesitaba un ritual elaborado para condenar o absolver mujeres bajo sospecha de adulterio. Conocía las verdaderas circunstancias y fácilmente podría haber comunicado su veredicto de una forma más simple; por ejemplo, a través del sacerdote con el oráculo del Urim y el Tumim (Éxodo 28:30; Números 27:21). Sin embargo, una ceremonia solemne en el santuario impresionaría a un hombre que albergase sospechas, de modo que llegase a la convicción de que la justicia se había cumplido totalmente y que el veredicto del Señor era justo. Si Dios condenaba a su esposa, sus sospechas se confirmarían, y ella sería castigada. Sin embargo, si el Señor vindicaba su inocencia, él podría tranquilizarse y aceptarla como fiel esposa sin vacilación.
Así, su matrimonio podría salvarse. Para disipar la sospecha, el esposo traía a su esposa al sacerdote en el santuario del Señor, con una ofrenda de cereal. Su ofrenda no debería llevar ni
aceite ni incienso (Números 5:15), a diferencia de una ofrenda de cereal normal (Levítico 2:1) que se ofrecía en una ocasión más feliz. El sacerdote hacía que la mujer se pusiera de pie delante del Señor, como su juez. Ella descubría su cabeza como señal de humildad delante del Señor, y el sacerdote colocaba la ofrenda en sus manos (Números 5:16, 18). Luego el sacerdote
le indicaba que jurara que no había sido infiel a su esposo y que una maldición cayera sobre ella si no decía la verdad (versículos 19-22). El sacerdote escribía la maldición en un libro y borraba las palabras con agua santa (vers. 23), en la cual había mezclado polvo del suelo del santuario (versículo 17). ¡Era un brebaje muy potente! A continuación el sacerdote ofrecía la ofrenda de cereal delante de Jehová y, finalmente, hacía que la mujer bebiera el agua (versículos 24-26).
Cuando el líquido entraba en el cuerpo de la mujer bajo sospecha de adulterio, la presencia o ausencia de castigo de parte de Dios revelaba el veredicto divino. Si ella resultaba culpable, sus órganos reproductores se dañaban y quedaba incapacitada para concebir y dar a luz. Si resultaba inocente, nada le acontecía, y conservaba su fertilidad (versículos 27, 28).
El procedimiento era algo parecido a una prueba de fuego. Se basaba en el principio de que la pureza y la santidad son compatibles, pero la impureza y la santidad son antagónicas. Compárese Levítico 7:20, 21, donde dice que cualquiera que comiere un sacrificio santo mientras estaba en estado de impureza física ritual sufriría la penalidad divina de ser «cortado», lo cual quería decir que tal persona perdería la vida futura (al perder la línea de descendientes, etc.). En Números 5 la sustancia probatoria era el agua santa. El polvo del suelo del santuario realzaba su santidad, y su función probatoria se ponía de relieve al poner la maldición condicional sobre ella. Una mujer que era moralmente pura no tendría ningún problema poniéndose en contacto con la sustancia santa. Pero la mujer culpable sufriría por la mala reacción «química» entre su impureza moral y la santidad de Dios.
No hay ninguna duda de que el ritual de la esposa sospechosa de adulterio servía como elemento disuasorio del adulterio. Aunque no hubiera ningún testigo humano, Dios lo ve todo y tiene por responsables a las personas.
Una mujer que evadía el castigo en un tribunal humano podía, sin embargo, sufrir una profunda incomodidad física, la tristeza por la esterilidad (un castigo muy serio para una mujer hebrea), y el estigma permanente de una resplandeciente letra «A» de color escarlata, que quería decir «adúltera» (Números 5:27). La declaración de culpabilidad de una mujer en esta forma conducía, con toda seguridad, al arresto de la parte masculina en el pecado.
Por otra parte, una mujer exonerada por Dios podía continuar su vida con su reputación inmaculada y su matrimonio plenamente restaurado. Esta sería una notable bendición para ella y para su esposo. Con frecuencia, en la vida humana la sospecha se arrastra durante toda la vida e, incluso, durante muchas generaciones. A veces aunque sea totalmente infundada, tiende a crear una realidad por sí misma, destruyendo todo lo que toca. Pero Dios quería que las
familias de su pueblo quedaran libres de sospecha para que fueran fuertes, unidas por un amor basado en la confianza. Para los israelitas que eran fieles a Dios era bueno saber que él los conocía íntimamente. Nada le queda oculto.
Así que la única postura sensata es decir con David: «Examíname, Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos. Ve si hay en mí camino de perversidad y guíame en el camino eterno» (Salmo 139:23, 24). Para aquellos que confían en el Señor esto es una señal de tranquilidad, no una amenaza. Aun cuando David cometió adulterio en circunstancias trágicas (2 Samuel 11), Dios pudo llevarlo al arrepentimiento y a un nivel más alto de pureza moral (Salmo 51). Hannah Senesh anhelaba tener un amigo que todo lo supiera. Esta mujer era miembro de la resistencia húngara de la juventud judía. Fue capturada por los nazis y sometida a un interrogatorio con tortura y, finalmente, ejecutada por un pelotón de fusilamiento. Hannah
escribió el siguiente poema en 1942 (traducida del hebreo moderno por el autor).
«Soledad»
«Si yo pudiera encontrar a alguien que lo comprendiera todo...
Sin palabras, sin búsqueda, confesión o mentira, sin preguntar por qué.
Yo extendería delante de él, como una tela blanca, el corazón y el alma.
La suciedad y el oro.
Siendo perspicaz, comprendería.
Y después de que le hubiera abierto el corazón,
Cuando todo se hubiera vaciado y abandonado,
No sentiría ni angustia ni dolor,
Pero sabría cuan rica había llegado a ser».
Otra mujer tenía un amigo así. Ella había sido pecadora, no meramente sospechosa de pecado. Cuando supo que el Señor estaba comiendo en casa de un fariseo, fue a verlo. No fue su esposo quien la llevó allí. Lo que hizo fue llevarle una ofrenda al Señor: un perfume muy costoso. Lo derramó sobre los pies del Señor y luego los enjugó humildemente con sus propios cabellos.
Luego el fariseo la calificó mentalmente como la gran pecadora que había sido (Lucas 7:37-39). Jesús sabía todo lo que ella había hecho. Y también sabía todo lo que el fariseo había hecho. Incluso leyó sus acusadores pensamientos y les dio contestación, para asombro del fariseo, que no había dicho nada en voz alta. El Señor no dijo que la mujer era inocente, como si vindicara a una mujer inocente sospechosa de adulterio, al estilo de Números 5. Ella, ciertamente, había sido culpable. Más bien, le dijo: «Tus pecados te son perdonados [...]. Tu fe te ha salvado, ve en paz» (versículos 48-50).
Santidad especial para gente ordinaria
Únicamente varones israelitas, descendientes de Aarón, podían acercarse al Señor para servirle como sacerdotes consagrados en su santuario (Levítico capítulo ocho).
La mayoría de los israelitas jamás podría alcanzar ese nivel de santidad. Sin embargo, Dios dio la oportunidad, tanto a los hombres como a las mujeres, de disfrutar una clase especial de santidad por un período de tiempo tomando el voto de nazareo. Este voto mostraba una devoción excepcional al Señor mediante un estilo de vida de abstinencia y por el ofrecimiento
de varios sacrificios (Núm. 6). De esta forma el Señor afirmaba que ellos pertenecían a «un reino de sacerdotes» y «a una nación santa» (Éxodo 19:6).
Muchos cristianos consideran a sus ministros profesionales como personas especialmente santas, aunque no los llamen «Reverendo» o «Su Santidad » ni los consideren sacerdotes. Ciertamente, la profesión ministerial es un elevado y santo llamamiento al liderazgo espiritual y a una vida ejemplar.
Pero es importante recordar que todos los cristianos son «un real sacerdocio» y «una nación santa» (1 Pedro 2:9). «De acuerdo con Pedro, todos los cristianos pertenecen al sacerdocio. En el Nuevo Testamento, la iglesia no tiene un sacerdocio; es un sacerdocio».
Así que todos los cristianos, hombres y mujeres, jóvenes o ancianos, son ministros en un sentido más amplio, aunque no sean ministros profesionales que reciban salario. Nuestro único sacerdote en el sentido especial de un mediador ante Dios es Cristo (véase especialmente en Hebreos 7-10). De modo que todos los cristianos deben ser santos: «Sino, así como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir, porque escrito está: "Sed santos, porque yo soy santo"» (1 Pedro 1:15,16; citando Levítico 11:44). Aunque ya no es posible cumplir un voto de nazareo, porque el sistema sacrificial ya no existe, las instrucciones dadas a los nazareos muestran cómo valora Dios la devoción especial de los hombres y mujeres que no son ministros profesionales.
Durante el tiempo de su voto, el nazareo debía abstenerse de tres cosas:
1. Comidas y líquidos hechos con jugo de uva y otros frutos dulces similares susceptibles de fermentación (Números 6:3, 4).
2. Cortarse el cabello (versículo 5).
3. Acercarse a un cuerpo muerto, incluso en el entierro de familiares muy cercanos (versículos 6, 7).
El primero y el tercero eran como un eco de prohibiciones observadas por los sacerdotes. Sin embargo, a los sacerdotes se les prohibía beber vino y cualquier otro tipo de bebida de frutos dulces (en este caso fermentado) solo cuando entraran al santuario (Levítico 10:9) y solo el sumo sacerdote tenía prohibido participar en los funerales de sus familiares más cercanos
(Levítico 21:11; cf. versículos 1-4 para los sacerdotes ordinarios o comunes).
El estilo de vida de los nazareos, cuyo cabello era dedicado al Señor, era muy semejante al del sumo sacerdote, cuya cabeza estaba especialmente consagrada (Levítico 8:12; 21:10).
El punto culminante del período votivo del nazareo llegaba al final, cuando la persona ofrecía varios sacrificios. Estos incluían una ofrenda de purificación, una ofrenda encendida, y una ofrenda de paz, junto con un canastillo de tortas sin levadura, acompañados con sus libaciones (Números 6:13-17,19, 20). La combinación de ofrendas era bastante costosa (Hechos 21:24).
Con ellas, el nazareo ofrecería todo lo demás que hubiera ofrecido, de acuerdo con lo que él o ella pudieran financiar.
Los sacrificios del nazareo eran similares en varios sentidos a los que Israel ofrecía para consagrar a los sacerdotes: una ofrenda de purificación, una ofrenda encendida, y una ofrenda de ordenación que se parecía mucho a la ofrenda de paz. Con la ofrenda de ordenación estaba un canastillo con panes sin levadura (Levítico Capítulo ocho). Sin embargo, si bien los rituales de consagración de los sacerdotes ocurrían al principio de su larga vida de servicio al Señor,
los sacrificios de un nazareo se ofrecían al final de su período temporal de consagración.
Como parte de la ceremonia de conclusión, el nazareo debía trasquilarse la cabeza, que estaba dedicada al Señor, y quemar el cabello en el fuego con la ofrenda de paz (Núm. 6: 18). Como el cabello representaba la dedicación de toda la persona a Dios, ofrecerlo era lo más cerca que el sistema ritual de los israelitas llegaba al sacrificio humano. Señalaba hacia el sacrificio de un ser humano dedicado: Cristo, quien se ofreció a sí mismo para quitar los pecados: «porque la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados. Por lo cual, entrando en el mundo dice: Sacrificio y ofrenda no quisiste, mas me diste un cuerpo. Holocaustos y expiaciones por el pecado no te agradaron. Entonces dije: "He aquí, vengo, Dios, para hacer tu voluntad, como en el rollo del libro está escrito de mí"» (Hebreos 10:4-7, citando Salmo 40:6-8).
Para prometer la liberación de su pueblo, Cristo apareció a Manoa y a su esposa como el «Ángel del Señor» y les dio instrucciones para el estilo de vida de nazareo que iba a vivir Sansón. Se identificó a sí mismo como el Único cuyo nombre es «Maravilloso». Entonces ascendió al cielo en la llama de la ofrenda encendida, anunciando la ofrenda de sí mismo (Jueces 13:9-23).
Cristo era de Nazaret, pero no era nazareo (Mateo 11:19). No existe ninguna conexión lingüística entre las dos palabras, aunque tienen sonido semejante en español. Por lo tanto, es muy improbable que él tuviera el cabello largo de un nazareo que los artistas con frecuencia representan. Sin embargo, Cristo, como un nazareo, ofreció su sacrificio al final de su periodo de vida consagrado sobre la tierra. Este sacrificio lo capacita para ser nuestro permanente
Sumo Sacerdote en el cielo, quien vive «siempre para interceder» por nosotros (Hebreos 7:25). Así, su sacrificio sobre la cruz se situó entre su vida terrenal y su ministerio celestial.
Cuando los nazareos habían terminado de presentar sus ofrendas, estaban libres de beber vino de nuevo (Números 6:20). Pero Jesús se negó este privilegio, diciendo justo antes de su muerte: «Desde ahora no beberé más de este fruto de la vid, hasta aquel día que lo beba nuevo con vosotros en el reino de mi Padre» (Mateo 26:29). Hasta que él pueda disfrutarlo con nosotros,
no lo disfrutará en absoluto.
La bendición sobre el pueblo de Dios
Los sacerdotes israelitas fueron una bendición para el pueblo de Dios como representantes de los israelitas. Oficiaban en los rituales, como los de la pureza o la impureza por sospecha de adulterio de la esposa (Números 5:11-31), o en el voto del nazareo (Números 6:1-21). Los sacerdotes, como mediadores del pueblo, también bendecían a la congregación al orar en su
favor cuando invocaban a Dios. Así, Aarón bendijo al pueblo al final del servicio inaugural (Levítico 19:22; cf. versículo 23).
La bendición del pueblo era tan importante que, en Números 6:24-26, Dios mismo dio a sus sacerdotes las palabras para hacerlo, al igual que Jesús presentó a sus discípulos el Padrenuestro, como ejemplo de cómo orar (Mateo 6:9-13). La «bendición sacerdotal» de Números 6, que podríamos considerar como la «Oración del Señor del Antiguo Testamento», dice así: «Jehová te bendiga y te guarde. Jehová haga resplandecer su rostro sobre ti y tenga de ti misericordia; Jehová alce sobre ti su rostro y ponga en ti paz» (Números 6:24-26).
Esta breve y hermosa bendición está estructurada como una poesía. Dado que es expresada por un ser humano que pide a Dios que bendiga a su pueblo, la oración es una solicitud (cf. Salmo 115:15; 134:3). El hecho de que el representante del Señor la pronunciara, utilizando las palabras que él había dado, da la seguridad de que Dios está listo y quiere contestar. Él invita a solicitarle:
«Pedid, y se os dará; buscad, y hallareis; llamad, y se os abrirá» (Mateo 7:7). El pueblo de Dios no debe ser tímido para pedirle sus beneficios, porque el Rey del universo mismo los insta a venir audazmente ante su trono de gracia (Hebreos 4:16). Dios ama a su pueblo y está ansioso de colmarlos de bendiciones, especialmente protección y bienestar. Ellos no necesitan ganarse su favor: solo necesitan aceptarlo.
La bendición sacerdotal pide que el rostro del Señor resplandezca sobre su pueblo y sea alzado hacia ellos. Ambas imágenes expresan la actitud positiva de misericordia y buena voluntad hacia ellos, de aquel de quien fluye toda bendición. Ellos no tienen que esforzarse para obtener sus beneficios, uno por uno. Solo necesitan centrar su atención en el único que lo da todo.
Como dijo Jesús: «buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas» (Mateo 6:33).
Números 6: 27 dice que cuando los sacerdotes bendijeran a los israelitas, «pondrán mi nombre sobre los hijos de Israel, y yo los bendeciré». La seguridad de las bendiciones surge de la posesión del «nombre» de Dios. Aquellos que tienen su nombre le pertenecen como su pueblo santo. Les proporciona su identidad, y ellos están bajo su cuidado.
El nombre del Señor también representa su carácter y su reputación (Éxodo 9:16; Ezequiel 36:23). Así que llevar su nombre es tanto un privilegio como una responsabilidad. Todo lo que somos y hacemos está relacionado con su nombre. Al permitirle trabajar en nosotros y a través de nosotros, le permitimos glorificar su nombre en el mundo para que así otros sean atraídos
hacia él. Por otra parte, si proclamamos su nombre, pero no cooperamos con la obra de su gracia en nuestras vidas, tomamos su nombre en vano (Éxodo 20:7).
El favor y la buena voluntad de Dios están disponibles para todos los habitantes del planeta Tierra a través del don de su Hijo. Cuando Jesús nació, los ángeles cantaron: « ¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!» (Lucas 2:14). Al ser levantado sobre la cruz para proporcionar la salvación a todo aquel que acepte su gracia, Cristo invita a todas las personas a acudir a él (Juan 12: 32). Es el sacerdote de todos, no solamente de los israelitas, y sus bendiciones están preparadas para todos.
Cualquiera haya sido su nombre en el pasado, él tiene un nuevo nombre para usted, una nueva identidad y un nuevo carácter que significa que pertenece a Dios por la eternidad (Apocalipsis 3:12).
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Delfino J.