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EL DISCURSO MAESTRO DE JESUCRISTO

 

ELENA G. DE WHITE

 

El Sermón del Monte es una bendición del cielo para el mundo, una voz proveniente del trono de Dios. Fue dado a la humanidad como ley que enunciara sus deberes y luz proveniente del cielo, para infundirle esperanza y consolación en el desaliento; gozo y estímulo en todas las vicisitudes de la vida. En él oímos al Príncipe de los predicadores, el Maestro supremo, pronunciar las palabras que su Padre le inspiró.

 

Las bienaventuranzas son el saludo de Cristo, no sólo para los que creen, sino también para toda la familia humana. Parece haber olvidado Por un momento que está en el mundo, y no en el cielo, pues emplea el saludo familiar del mundo de la luz. Las bendiciones brotan de sus labios como el agua cristalina de un rico manantial de vida sellado durante mucho tiempo.

 

Cristo no permite que permanezcamos en la duda con respecto a los rasgos de carácter que él siempre reconoce y bendice. Apartándose de los ambiciosos y favoritos del mundo, se dirige a quienes ellos desprecian, y llama bienaventurados a quienes reciben su luz y su vida. Abre sus brazos acogedores a los pobres de espíritu, a los mansos, a los humildes, a los acongojados, a los despreciados, a los perseguidos, y les dice: "Venid a mí y yo os haré descansar".

 

Cristo puede mirar la miseria del mundo sin una sombra de pesar por haber creado al hombre. Ve en el corazón humano más que el pecado y la miseria. En su sabiduría 4 y amor infinitos, ve las posibilidades del hombre, las que puede alcanzar. Sabe que aunque los seres humanos hayan abusado de sus misericordias y hayan destruido la dignidad que Dios les concediera, el Creador será glorificado con su redención.

A través de los tiempos, las palabras dichas por Jesús desde la cumbre del monte de las Bienaventuranzas conservarán su poder. Cada frase es una joya de verdad. Los principios enunciados en este discurso se aplican a todas las edades a todas las clases sociales. Con energía divina, Cristo expresó su fe y esperanza, al señalar como bienaventurados a un grupo tras otro por haber desarrollado un carácter justo. Al vivir la vida del Dador de toda existencia mediante la fe en él, todos los hombres pueden alcanzar la norma establecida en sus palabras.

 

E. G. de W. 7

 

EN LA LADERA DEL MONTE*

 

Mas de catorce siglos antes que Jesús naciera en Belén, los hijos de Israel estaban reunidos en el hermoso valle de Siquem. Desde las montañas situadas a ambos lados se oían las voces de los sacerdotes que proclamaban las bendiciones y las maldiciones: "la bendición, si oyereis los mandamientos de Jehová vuestro Dios... y la maldición, si no oyereis".* Por esto, el monte desde el cual procedieron las palabras de bendición llegó a conocerse como el monte de las Bendiciones. Mas no fue sobre Gerizim donde se pronunciaron las palabras que llegaron como bendición para un mundo pecador y entristecido. No alcanzó Israel el alto ideal que se le había propuesto. Un Ser distinto de Josué debía conducir a su pueblo al verdadero reposo de la fe. El Monte de las Bienaventuranzas no es Gerizim, sino aquel monte, sin nombre, junto al lago de Genesaret donde Jesús dirigió las palabras de bendición a sus discípulos y a la multitud.

Volvamos con los ojos de la imaginación a ese escenario, y, sentados con los discípulos en la ladera del monte, analicemos los pensamientos y sentimientos que llenaban sus corazones. Si comprendemos lo que significaban las palabras de Jesús para quienes las oyeron, podremos percibir en ellas nueva vida y belleza, y podremos aprovechar sus lecciones más profundas.

Cuando el Salvador principió su ministerio, el concepto que el pueblo tenía acerca del Mesías y de su obra era tal que inhabilitaba completamente al pueblo para recibirlo. El espíritu de verdadera devoción se había perdido en las 8 tradiciones y el espiritualismo, y las profecías eran interpretadas al antojo de corazones orgullosos y amantes del mundo. Los judíos no esperaban como Salvador del pecado a Aquel que iba a venir, sino como, a un príncipe poderoso que sometería a todas las naciones a la supremacía del León de la tribu de Judá. En vano les había pedido Juan el Bautista, con la fuerza conmovedora de los profetas antiguos, que se arrepintiesen. En vano, a orillas del Jordán, había señalado a Jesús como Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Dios trataba de dirigir su atención a la profecía de Isaías con respecto al Salvador doliente, pero no quisieron oírlo.

Si los maestros y caudillos de Israel se hubieran sometido a su gracia transformadora, Jesús los habría hecho embajadores suyos ante los hombres. Fue primeramente en Judea donde se proclamó la llegada del reino y se llamó al arrepentimiento. En el acto de expulsar del templo de Jerusalén a los que lo profanaban, Jesús anunció que era el Mesías, el que limpiaría el alma de la contaminación del pecado y haría de su pueblo un templo consagrado a Dios. Pero los caudillos judíos no quisieron humillarse para recibir al humilde Maestro de Nazaret. Durante su segunda visita a Jerusalén, fue emplazado ante el Sanedrín, y únicamente el temor al pueblo impidió que procuraran quitarle la vida los dignatarios que lo constituían. Fue entonces cuando, después de salir de Judea, principió Cristo su ministerio en Galilea.

Allí prosiguió su obra algunos meses antes de predicar el Sermón del Monte. El mensaje que había proclamado por toda esa región: "El reino de los cielos se ha acercado",* había llamado la atención de todas las clases y dado aún mayor pábulo a sus esperanzas ambiciosas. La fama del nuevo Maestro había superado los confines de Palestina y, a pesar de la actitud asumida por la jerarquía, se había difundido mucho el sentimiento de que tal vez fuera el Libertador que habían esperado. Grandes multitudes seguían los pasos de Jesús y el entusiasmo popular era grande. 9 

Había llegado el momento en que los discípulos que estaban más estrechamente relacionados con Cristo debían unirse más directamente en su obra, para que estas vastas muchedumbres no quedaran abandonadas como ovejas sin pastor. Algunos de esos discípulos se habían vinculado con Cristo al principio de su ministerio, y los doce vivían casi todos asociados entre sí como miembros de la familia de Jesús. No obstante, engañados también por las enseñanzas de los rabinos, esperaban, como todo el pueblo, un reino terrenal. No podían comprender las acciones de Jesús. Ya los había dejado perplejos y turbados el que no hiciese esfuerzo alguno para fortalecer su causa obteniendo el apoyo de sacerdotes y rabinos, y porque nada había hecho para establecer su autoridad como Rey de esta tierra. Todavía había que hacer una gran obra en favor de estos discípulos antes que estuviesen preparados para la sagrada responsabilidad que les incumbiría cuando Jesús ascendiera al cielo. Habían respondido, sin embargo, al amor de Cristo, y aunque eran tardos de corazón para creer, Jesús vio en ellos a personas a quienes podía enseñar y disciplinar para su gran obra. Y ahora que habían estado con él suficiente tiempo como para afirmar hasta cierto punto su fe en el carácter divino de su misión, y el pueblo también había recibido pruebas incontrovertibles de su poder, quedaba expedito el camino para declarar los principios de su reino en forma tal que les ayudase a comprender su verdadero carácter.

Solo, sobre un monte cerca del mar de Galilea, Jesús había pasado la noche orando en favor de estos escogidos. Al amanecer, los llamó a sí y con palabras de oración y enseñanza puso las manos sobre sus cabezas para bendecirlos y apartarlos para la obra del Evangelio. Luego se dirigió con ellos a la orilla del mar, donde ya desde el alba había principiado a reunirse una gran multitud.

Además de las acostumbradas muchedumbres de los pueblos galileos, había gente de Judea y aun de Jerusalén; de Perea, de Decápolis, de Idumea, una región lejana situada al sur de Judea; y de Tiro y Sidón, ciudades fenicias de la costa del Mediterráneo. 

"Oyendo cuán grandes cosas hacía", 10 ellos "habían venido para oírle, y par ser sanados de sus enfermedades...; porque poder salía de él y sanaba a todos".*

Como la estrecha playa no daba cabida, ni aun de pie, dentro del alcance de su voz, a todos los que deseaban oírlo, Jesús los condujo a la montaña. Llegado que hubo a un espacio despejado de obstáculos, que ofrecía un agradable lugar de reunión para la vasta asamblea, se sentó en la hierba, y los discípulos y las multitudes siguieron su ejemplo.

Presintiendo que podían esperar algo más que lo acostumbrado, rodearon ahora estrechamente a sus Maestro. Creían que el reino iba a ser establecido pronto, y de los sucesos de aquella mañana sacaban la segura conclusión de que Jesús iba a hacer algún anuncio concerniente a dicho reino. Un sentimiento de expectativa dominaba también a la multitud, y los rostros tensos daban evidencia del profundo interés sentido.

Al sentarse en la verde ladera de la montaña, aguardando las palabras del Maestro divino, todos tenían el corazón embragado por pensamientos de gloria futura. Había escribas y fariseos que esperaban el día en que dominarían a los odiados romanos y poseerían las riquezas y el esplendor del gran imperio mundial. Los pobres campesinos y pescadores esperaban oír la seguridad de que pronto trocarían sus míseros tugurios, su escasa pitanza, la vida de trabajos y el temor de la escasez, por mansiones de abundancia y comodidad. En lugar del burdo vestido que los cubría de día y era también su cobertor por la noche, esperaban que Cristo les daría los ricos y costosos mantos de sus conquistadores.

Todos los corazones palpitan con la orgullosa esperanza de que Israel sería pronto honrado ante las naciones como el pueblo elegido del Señor, y Jerusalén exaltada como cabeza de un reino universal. 11

 

LAS BIENAVENTURANZAS

 

"Abriendo su boca, les enseñaba, diciendo: Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos".

 

ESTAS palabras resonaron en los oídos de la muchedumbre como algo desconocido y nuevo, Tal enseñanza era opuesta a cuanto habían oído del sacerdote o el rabino. En ella no podían notar nada que alentarse el orgullo ni estimulase sus esperanza ambiciosas, pero este nuevo Maestro poseía un poder que los dejaba atónitos. La dulzura del amor divino brotaba de su misma presencia como la fragancia de un flor. Sus palabras descendían "como la lluvia sobre la hierba cortada; como el rocío que destila sobre la tierra".* Todos comprendían que estaban frente a Uno que leía los secretos del alma, aunque se acercaba a ellos con tierna compasión. Sus corazones se abrían a él, y mientras escuchaban, el Espíritu Santo les reveló algo del significado de la lección que tanto necesitó aprender la humanidad en todos los siglos. 

En tiempos de Cristo los dirigentes religiosos del pueblo se consideraban ricos en tesoros espirituales. La oración del fariseo: "Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres", expresaba el sentimiento de su clase y, en 12 gran parte, de la nación entera. Sin embargo, en la multitud que rodeaba a Jesús había algunos que sentían su pobreza espiritual. Cuando el poder divino de Cristo se reveló en la pesca milagrosa, Pedro se echó a los pies del Salvador, exclamando: "Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador"; así también en la muchedumbre congregada en el monte había individuos acerca de cada uno de los cuales se podía decir que, en presencia de la pureza de Cristo, se sentía "desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo". Anhelaban "la gracia de Dios, la cual trae salvación".* Las primeras palabras de Cristo despertaron ;esperanzas en estas almas, y ellas percibieron la bendición de Dios en su propia vida.

A los que habían razonado: "Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad", Jesús presentó la copa de bendición, mas rehusaron con desprecio el don que se les ofrecía tan generosamente. El que se cree sano, el que se considera razonablemente bueno y está satisfecho de su condición, no procura participar de la gracia y justicia de Cristo. El orgullo no siente necesidad y cierra la puerta del corazón para recibir a Cristo ni las bendiciones infinitas que él vino a dar. Jesús no encuentra albergue en el corazón de tal persona. 

Los que en su propia opinión son ricos y honrados, no piden con fe la bendición de Dios ni la reciben. Se creen saciados, y por eso se retiran vacíos. Los que comprenden bien que les es imposible salvarse y que por sí mismos no pueden hacer ningún acto justo son los que aprecian: la ayuda que les ofrece Cristo. Estos son los pobres en espíritu, a quienes él llama bienaventurados. Primeramente, Cristo produce contrición en quien perdona, y es obra del Espíritu Santo pecado. Aquellos cuyos corazones el convincente Espíritu de Dios reconocen que en sí mismos no tienen ninguna cosa buena han hecho está entretejido con egoísmo y pecado. 

Así como el publicano, se detienen a la distancia sin atreverse a alzar los ojos al cielo, y claman: "Dios, sé propicio a mí, pecador". Ellos reciben la bendición. Hay perdón para los 13 arrepentidos, porque Cristo es "el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo". Esta es la promesa de Dios: "Si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana". "Os daré corazón nuevo... Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu".

Refiriéndose a los pobres de espíritu, Jesús dice: "De ellos es el reino de Dios". Dicho reino no es, como habían esperado los oyentes de Cristo, un gobierno temporal y terrenal. Cristo abría ante los hombres las puertas del reino espiritual de su amor, su gracia y su justicia. El estandarte del reino del Mesías se diferencia de otras enseñas, porque nos revela la semejanza espiritual del Hijo del hombre. Sus súbditos son los pobres de espíritu, los mansos y los que padecen persecución por causa de la justicia. De ellos es el reino de los cielos. Si bien aún no ha terminado, en ellos se ha iniciado la obra que los hará "aptos para participar de la herencia de los santos en luz".

Todos los que sienten la absoluta pobreza del alma, que saben que en sí mismos no hay nada bueno, pueden hallar justicia y fuerza recurriendo a Jesús. Dice él: "Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados".* Nos invita a cambiar nuestra pobreza por las riquezas de su gracia. 

No merecemos el amor de Dios, pero Cristo, nuestro fiador, es sobremanera digno y capaz de salvar a todos los que vengan a él. No importa cuál haya sido la experiencia del pasado ni cuán desalentadoras sean las circunstancias del presente, si acudimos a Cristo en nuestra condición actual -débiles, sin fuerza, desesperados-, nuestro compasivo Salvador saldrá a recibirnos mucho antes de que lleguemos, y nos rodeará con sus brazos amantes y con la capa de su propia justicia. Nos presentará a su Padre en las blancas vestiduras de su propio carácter. El aboga por nosotros ante el Padre, diciendo: Me he puesto en el lugar del pecador. No mires a este hijo desobediente, sino a mí. Y cuando Satanás contiende fuertemente contra nuestras almas, acusándonos de pecado y alegando que somos su presa, la sangre de Cristo aboga con mayor poder. 14

"Y se dirá de mí: Ciertamente en Jehová está la justicia la fuerza...En Jehová será justificada y se gloriará toda la descendencia de Israel".*

 

"Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación".

 

El llanto al que se alude aquí es la verdadera tristeza de corazón por haber pecado. Dice Jesús: "y yo, si fuere levantado de la tierras a todos atraeré a mí mismo".* A medida que una persona se siente persuadida a mirar a Cristo levantado en la cruz, percibe la pecaminosidad del ser humano. Comprende que es el pecado lo que azotó y Crucificó al Señor de la gloria. Reconoce que aunque se lo amó con cariño indecible, su vida ha sido un espectáculo continuo de ingratitud y rebelión Abandonó a su mejor Amigo y abusó del don más precioso del cielo. El mismo crucificó nuevamente al Hijo de Dios y traspasó otra vez su corazón sangrante y agobiado. Lo separa de Dios un abismo ancho, negro y hondo, y llora con corazón quebrantado.

Ese llanto recibirá "consolación". Dios nos revela nuestra culpabilidad para que nos refugiemos en Cristo y para que por él seamos librados de la esclavitud del pecado, a fin de que nos regocijemos en: la libertad de los hijos de Dios. Con verdadera contrición, podemos llegar al pie de la cruz y depositar allí nuestras cargas.

Hay también en las palabras del Salvador un mensaje de consuelo para los que sufren aflicción o la pérdida de un ser querido. Nuestras tristezas no brotan de la tierra. Dios "no aflige ni entristece voluntariamente a los hijos de los hombres". Cuando él permite que suframos pruebas y aflicciones, es "para lo que nos es provechosos para que participemos de su santidad".* Si la recibimos con fe, la prueba que parece tan amarga y difícil de soportar resultará una bendición. El golpe cruel que marchita los gozos terrenales nos hará dirigir los ojos al cielo. ¡Cuántos son los que nunca habrían conocido a Jesús si la tristeza no los hubiera movido a buscar consuelo en él! 15 Las pruebas de la vida son los instrumentos de Dios para eliminar de nuestro carácter toda impureza y tosquedad. Mientras nos labran, escuadran, cincelan, pulen y bruñen, el proceso resulta penoso, y es duro ser oprimido contra la muela de esmeril. Pero la piedra sale preparada para ocupar su lugar en el templo celestial. El Señor no ejecuta trabajo tan consumado y cuidadoso en material inútil. Únicamente sus piedras preciosas se labran a manera de las de un palacio.

El Señor obrará para cuantos depositen su confianza en él. Los fieles ganarán victorias preciosas, aprenderán lecciones de gran valor y tendrán experiencias de gran provecho.

Nuestro Padre celestial no se olvida de los angustiados. Cuando David subió al monte de los Olivos, "llorando, llevando la cabeza cubierta, y los pies descalzos"*, el Señor lo miró compasivamente. David iba vestido de cilicio, y la conciencia lo atormentaba. Demostraba su contrición por las señales visibles de la humillación que se imponía. Con lágrimas y corazón quebrantado presentó su caso a Dios, y el Señor no abandonó a su siervo. Jamás estuvo David tan cerca del amor infinito como cuando, hostigado por la conciencia, huyó de sus enemigos, incitados a rebelión por su propio hijo. Dice el Señor: "Yo reprendo y castigo a todos los que amo; sé, pues, celoso, y arrepiéntete".* Cristo levanta el corazón contrito y refina el alma que llora hasta hacer de ella su morada.

Mas cuando nos llega la tribulación, ¡cuántos somos los que pensamos como Jacob! Imaginamos que es la mano de un enemigo y luchamos a ciegas en la oscuridad, hasta que se nos agota la fuerza, y no logramos consuelo ni rescate. El toque divino al rayar el día fue lo que reveló a Jacob con quién estaba luchando: el Ángel del pacto. Lloroso e impotente, se refugió en el seno del Amor infinito para recibir la bendición que su alma anhelaba. Nosotros también necesitamos aprender que las pruebas implican beneficios y que no debemos menospreciar el castigo del Señor ni desmayar cuando él nos reprende.

"Bienaventurado es el hombre a quien Dios castiga... 16 Porque él es quien hace la llaga, y él la vendará; él hiere, y sus manos curan. En seis tribulaciones te librará, y en la séptima no te tocará mal".* A todos los afligidos viene Jesús con el ministerio de curación. El duelo, el dolor y la aflicción pueden iluminarse con revelaciones preciosas de su presencia.

Dios no desea que quedemos abrumados de tristeza, con el corazón angustiado y quebrantado. Quiere que alcemos los ojos y veamos su rostro amante. El bendito Salvador está cerca de muchos cuyos ojos están tan llenos de lágrimas que no pueden percibirlo. Anhela estrechar nuestra mano; desea que lo miremos con fe sencilla y que le permitamos que nos guíe. Su corazón conoce nuestras pesadumbres, aflicciones y pruebas. Nos ha amado con un amor sempiterno y nos ha rodeado de misericordia. Podemos apoyar el corazón en él y meditar a todas horas en su bondad. El elevará el alma más allá de la tristeza y perplejidad cotidianas, hasta un reino de paz.

Pensad en esto, hijos de las penas y del sufrimiento, y regocijaos en la esperanza. "Esta es la victoria que vence al mundo.., nuestra fe".*

Bienaventurados también los que con Jesús lloran llenos de compasión por las tristezas del mundo y se afligen por los pecados que se cometen en él y, al llorar, no piensan en sí mismos. Jesús fue Varón de dolores, y su corazón sufrió una angustia indecible. Su espíritu fue desgarrado y abrumado por las transgresiones de los hombres. Trabajó con celo consumidor para aliviar las necesidades y los pesares de la humanidad, y se le agobió el corazón al ver que las multitudes se negaban a venir a él para obtener la vida. Todos los que siguen a Cristo, y compartirán también la gloria que será revelada. Estuvieron unidos con él en su obra, apuraron con él la copa del dolor, y participan también de su regocijo.

Por medio del sufrimiento, Jesús se preparó para el 17 ministerio de consolación. Fue afligido por toda angustia de la humanidad, y "en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados".* Quien haya participado de esta comunión de sus padecimientos tiene el privilegio de participar, también de su ministerio. "Porque de la manera que abundan en nosotros las aflicciones de Cristo, así abunda también por el mismo Cristo nuestra consolación". El Señor tiene gracia especial para los que lloran, y hay en ella poder para enternecer los corazones y ganar a las almas. Su amor se abre paso en el alma herida y afligida, y se convierte en bálsamo curativo para cuantos lloran. El "Padre de misericordias y Dios de toda consolación..., nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios".*

 

"Bienaventurados los mansos".

 

A través de las bienaventuranzas se nota el progreso de la experiencia cristiana. Los que sintieron su necesidad de Cristo, los que lloraban por causa del pecado y aprendieron de Cristo en la escuela de la aflicción, adquirirán mansedumbre del Maestro divino.

El conservarse paciente y amable al ser maltratado no era característica digna, de aprecio entre los gentiles o entre los judíos. La declaración que hizo Moisés por inspiración del Espíritu Santo, de que fue el hombre más manso de la tierra, no habría sido considerada como un elogio entre las gentes de su tiempo; más bien habría excitado su compasión o su desprecio. Pero Jesús incluye la mansedumbre entre los requisitos principales para entrar en su reino. En su vida y carácter se reveló la belleza divina de esta gracia preciosa.

Jesús, resplandor de la gloria de su Padre, "no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo".* Consintió en pasar por todas las experiencias humildes de la vida y en andar entre los hijos de los hombres, no como, un rey que 18 exigiera homenaje, sino como quien tenía por misión servir a los demás. No había en su conducta mancha de fanatismo intolerante ni austeridad indiferente. El Redentor del mundo era de una naturaleza muy superior a la de un ángel, pero unidas a su majestad divina, había mansedumbre y pero unidas a su majestad divina, había mansedumbre y humildad que atraían a todos a él.

Jesús se vació a sí mismo, y en todo lo que hizo jamás se manifestó el yo. Todo lo sometió a la voluntad de su Padre. Al acercarse el final de su misión en la tierra, pudo decir: "Yo te he glorificado en la tierra: he acabado la obra que mediste que hiciese". Y nos ordena: "Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón". "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo";* renuncie a todo sentimiento de egoísmo para que éste no tenga más dominio sobre el alma.

Quien contemple a Cristo en su abnegación y en su humildad de corazón, no podrá menos que decir como Daniel: "Mi fuerza se cambió en desfallecimiento".* El espíritu de independencia y predominio de que nos gloriamos se revela en su verdadera vileza, como marca de nuestra sujeción a Satanás. La naturaleza humana pugna siempre por expresarse; está siempre lista para luchar. Mas el que aprende de Cristo renuncia al yo, al orgullo, al amor por la supremacía, y hay silencio en su alma. El yo se somete a la voluntad del Espíritu Santo. No ansiaremos entonces ocupar el lugar más elevado. No pretenderemos destacarnos ni abrirnos paso por la fuerza, sino que sentiremos que nuestro más alto lugar está a los pies de nuestro Salvador. Miraremos a Jesús, aguardaremos que su mano nos guíe y escucharemos su voz que nos dirige. El apóstol Pablo experimentó esto y dijo: "Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, más vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí".*

Cuando recibimos a Cristo como huésped permanente en el alma, la paz de Dios que sobrepuja a todo entendimiento guardará nuestro espíritu y nuestro corazón por medio de Cristo Jesús. La vida terrenal del Salvador, aunque 19 transcurrió en medio de conflictos, era una vida de paz. Aun cuando lo acosaban constantemente enemigos airados, dijo: "El que me envió, conmigo está; no me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada". Ninguna tempestad de la ira humana o satánica podía perturbar la calma de esta comunión perfecta con Dios. Y él nos dice: "La paz os dejo, mi paz os doy". "Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso".* Llevad conmigo el yugo de servicio para gloria de Dios y elevación de la humanidad, y veréis que es fácil el yugo y ligera la carga.

Es el amor a uno mismo lo que destruye nuestra paz. Mientras viva el yo, estaremos siempre dispuestos a protegerlo contra los insultos y la mortificación; pero cuando hayamos muerto al yo y nuestra vida esté escondida con Cristo en Dios, no tomaremos a pecho los desdenes y desaires. Seremos sordos a los vituperios y ciegos al escarnio y al ultraje. "El amor es sufrido y benigno; él amor no tiene envidia; el amor no es jactancioso, no se ensoberbece, no se porta indecorosamente, no busca lo suyo propio, no se irrita, no hace caso de un agravio; no se regocija en la injusticia, más se regocija con la verdad: todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca se acaba".*

La felicidad derivada de fuentes mundanales es tan mudable como la pueden hacer las circunstancias variables; pero la paz de Cristo es constante, permanente. No depende de las circunstancias de la vida, ni de la cantidad de bienes materiales ni del número de amigos que se tenga en esta tierra. Cristo es la fuente de agua viva, y la felicidad que proviene de él no puede agotarse jamás.

La mansedumbre de Cristo manifestada en el hogar hará felices a los miembros de la familia; no incita a los altercados, no responde con ira, sino que calma el mal humor y difunde una amabilidad que sienten todos los que están dentro de su círculo encantado. Dondequiera que se la abrigue, hace de las familias de la tierra una parte de la gran familia celestial.

Mucho mejor sería para nosotros sufrir bajo una falsa 20 acusación que infligirnos la tortura de vengarnos de nuestros enemigos. El espíritu de odio y venganza tuvo su origen en Satanás, y sólo puede reportar mal a quien lo abrigue. La humildad del corazón, esa mansedumbre resultante de vivir en Cristo, es el verdadero secreto de la bendición. "Hermoseará a los humildes con la gsalvación".*

Los mansos "recibirán la tierra por heredad". Por el deseo de exaltación propia entró el pecado en el mundo, y nuestros primeros padres perdieron el dominio sobre esta hermosa tierra, su reino. Por la abnegación, Cristo redime lo que se había perdido. Y nos dice que debemos vencer como él venció.* Por la humildad y la sumisión del yo podemos llegar a ser coherederos con él cuando los mansos "heredarán la tierra".*

La tierra prometida a los mansos no será igual a ésta, que está bajo la sombra de la muerte y de la maldición. "Nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva en los cuales mora la justicia". "Y no habrá más maldición; y el trono de Dios y del Cordero estará en ella, y sus siervos le servirán".*

No habrá contratiempo, ni dolor, ni pecado; no habrá quien diga: Estoy enfermo". No habrá entierros, ni luto, ni muerte, ni despedidas, ni corazones quebrantados; mas Jesús estará allá, y habrá paz. "No tendrán hambre ni sed, ni el calor ni el sol los afligirá; porque el que tiene de ellos misericordia los guiará, y los conducirá a manantiales de aguas".

"Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos".

La justicia es santidad, semejanza a Dios; y "Dios es amor". Es conformidad a la ley de Dios, "porque todos tus mandamientos son justicia" y "el amor pues es el cumplimiento de la ley".* La justicia es amor, y el amor es la luz y la vida de Dios. La justicia de Dios está personificada en Cristo. Al recibirlo, recibimos la justicia.

No se obtiene la justicia por conflictos penosos, ni por rudo trabajo, ni aun por dones o sacrificios; es concedida gratuitamente a toda alma que tiene hambre y sed de recibirla. 21 "A todos los sedientos: Venid a las aguas; y los que no tienen dinero, venid, comprad, y comed... sin dinero y sin precio". "Su justicia es de mí, dice Jehová". "Este será su nombre con el cual le llamarán: JEHOVÁ, JUSTICIA NUESTRA".*

 

No hay agente humano que pueda proporcionar lo que satisfaga el hambre y la sed del alma. Pero dice Jesús: "He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo". "Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás".*

Así como necesitamos alimentos para sostener nuestras fuerzas físicas, también necesitamos a Cristo, el pan del cielo, para mantener la vida espiritual y para obtener energía con que hacer las obras de Dios. Y de la misma manera como el cuerpo recibe constantemente el alimento que sostiene la vida y el vigor, así el alma debe comunicarse sin cesar con Cristo, sometiéndose a él y dependiendo enteramente de él.

Al modo como el viajero fatigado que, hallando en el desierto la buscada fuente, apaga su sed abrasadora, el cristiano buscará Y obtendrá el agua pura de la vida, cuyo manantial es Cristo.

Al percibir la perfección del carácter de nuestro Salvador, desearemos transformarnos renovarnos completamente a semejanza de su pureza. Cuanto más sepamos de Dios, tanto más alto será nuestro ideal del carácter, y tanto más ansiaremos reflejar su imagen. Un elemento divino se une con lo humano cuando el alma busca a Dios y el corazón anheloso puede decir: "Alma mía, en Dios solamente reposa; porque de él es mi esperanza".*

Si en nuestra alma sentimos necesidad, si tenemos hambre y sed de justicia, ello es una indicación de que Cristo influyó en nuestro corazón para que le pidamos que haga, por intermedio del Espíritu Santo, lo que nos es imposible a nosotros. Si ascendemos un poco más en el sendero de la fe, no necesitamos apagar la sed en riachuelos superficiales; porque tan sólo un poco más arriba de nosotros se encuentra el 22 gran manantial de cuyas aguas abundantes podemos beber libremente.

Las palabras de Dios son las fuentes de la vida. Mientras buscamos estas fuentes vivas, el Espíritu Santo nos pondrá en comunión con Cristo. Verdades ya conocidas se presentarán a nuestra mente con nuevo aspecto; ciertos pasajes de las Escrituras revestirán nuevo significado, como iluminados por un relámpago; comprenderemos la relación entre otras verdades y la obra de redención, y sabremos que Cristo nos está guiando, que un Instructor divino está a nuestro lado.

Dijo Jesús: "El agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna".* Cuando el Espíritu Santo nos revele la verdad, atesoraremos las experiencias más preciosas y desearemos hablar a otras personas de las enseñanzas consoladoras que se nos han revelado. Al tratar con ellas, les comunicaremos un pensamiento nuevo acerca del carácter o la obra de Cristo. Tendremos nuevas revelaciones del amor compasivo de Dios, y las impartiremos a los que lo aman y a los que no lo aman.

"Dad, y se os dará", porque la Palabra de Dios es una "fuente de huertos, pozo de aguas vivas, que corren del Líbano". El corazón que probó el amor de Cristo, anhela incesantemente beber de él con más abundancia, y mientras lo impartimos a otros, lo recibiremos en medida más rica y copiosa. Cada revelación de Dios al alma aumenta la capacidad de saber y de amar. El clamor continuo del corazón es: "Más de ti", y a él responde siempre el Espíritu: "Mucho más". Dios se deleita en hacer "mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos". A Jesús, quien se entregó por entero para la salvación de la humanidad perdida, se le dio sin medida el Espíritu Santo. Así será dado también a cada seguidor de Cristo siempre que le entregue su corazón como morada. Nuestro Señor mismo nos ordenó: "Sed llenos de Espíritu", y este mandamiento es también una promesa de su cumplimiento. Era la voluntad del Padre que en Cristo "habitase toda la plenitud"; y "vosotros estáis completos en él".* 23

Dios derramó su amor sin reserva algunas como las lluvias que refrescan la tierra. Dice él: "Rociad, cielos, de arriba, y las nubes destilen la justicia; ábrase la tierra, y prodúzcanse la salvación y la justicia; háganse brotar juntamente". "Los afligidos y menesterosos buscan las aguas, y no las hay; seca está de sed su lengua; yo Jehová los oiré, yo el Dios de Israel no los desampararé. En las alturas abriré ríos, y fuentes en medio de los valles; abriré en el desierto estanques de aguas, y manantiales de aguas en la tierra seca". "Porque de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia".*

"Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia".

El corazón del hombre es por naturaleza frío, sombrío y sin amor. Siempre que alguien manifieste un espíritu de misericordia o de perdón, no se debe a un impulso propio, sino al influjo del Espíritu divino que lo conmueve. "Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero".*

Dios mismo es la fuente de toda misericordia. Se llama "misericordioso, y piadoso". No nos trata según lo merecemos. No nos pregunta si somos dignos de su amor; simplemente derrama sobre nosotros las riquezas de su amor para hacernos dignos. No es vengativo. No quiere castigar, sino redimir. Aun la severidad que se ve en sus providencias se manifiesta para salvar a los descarriados. Ansía intensamente aliviar los pesares del hombre y ungir sus heridas con su bálsamo. Es verdad que "de ningún modo tendrá por inocente al malvado",* pero quiere quitarle su culpabilidad.

Los misericordiosos son "participantes de la naturaleza divina", y en ellos se expresa el amor compasivo de Dios. Todos aquellos cuyos corazones estén en armonía con el corazón de Amor infinito procurarán salvar y no condenar. Cristo en el alma es una fuente que jamás se agota. Donde mora él, sobreabundan las obras de bien.

Al oír la súplica de los errantes, los tentados, de las míseras víctimas de la necesidad y el pecado, el cristiano no 24 pregunta: ¿Son dignos?, sino: ¿Cómo puedo ayudarlos? Aun en la persona de los más cuitados y degradados ve almas por cuya salvación murió Cristo, y por quienes confió a sus hijos el ministerio de la reconciliación.

Los misericordiosos son aquellos que manifiestan compasión para con los pobres, los dolientes y los oprimidos. Dijo Job: "Yo libraba al pobre que clamaba, y al huérfano que carecía de ayudador. La bendición del que se iba a perder venía sobre mí; y al corazón de la viuda yo daba alegría. Me vestía de justicia, y ella me cubría; como manto y diadema era mi rectitud. Yo era ojos al ciego, y pies al cojo. A los menesterosos era padre, y de la causa que no entendía, me informaba con diligencia".*

Para muchos, la vida es una lucha dolorosa; se sienten deficientes, desgraciados y descreídos: piensan que no tienen nada que agradecer. Las palabras de bondad, las miradas de simpatía, las expresiones de gratitud, serían para muchos que luchan solos como un vaso de agua fría para un alma sedienta. Una palabra de simpatía, un acto de bondad, alzaría la carga que doblega los hombros cansados. Cada palabra y obra de bondad abnegada es una expresión del amor que Cristo sintió por la humanidad perdida.

Los misericordiosos "alcanzarán misericordia". "El alma generosa será prosperada; y el que saciare, él también será saciado". Hay dulce paz para el espíritu compasivo, una bendita satisfacción en la vida de servicio desinteresado por el bienestar ajeno. El Espíritu Santo que mora en el alma y se manifiesta en la vida ablandará los corazones endurecidos y despertará en ellos simpatía y ternura. Lo que sembremos, eso segaremos. "Bienaventurado el que piensa en el pobre... Jehová lo guardará, y le dará vida; será bienaventurado en la tierra, y no lo entregarás a la voluntad de sus enemigos. Jehová lo sustentará sobre el lecho del dolor; mullirás toda su cama en su enfermedad".*

El que ha entregado su vida a Dios para socorrer a los hijos de él se une a Aquel que dispone de todos los recursos del universo. Su vida queda ligada a la vida de Dios por la áurea cadena de promesas inmutables. El Señor no lo 25 abandonará en la hora de aflicción o de necesidad. "Mi Dios, pues, suplirá todo lo que os falta conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús".* Y en la hora de necesidad final, los compasivos se refugiarán en la misericordia del clemente Salvador y serán recibidos en las moradas eternas.

"Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios".

Los judíos eran tan exigentes en lo relativo a la pureza ceremonial que sus reglas resultaban insoportables. Los preocupaban tanto las reglas, las restricciones y el temor de la contaminación externa que no percibían la mancha que el egoísmo y la malicia dejan en el alma.

Jesús no menciona esta pureza ceremonial entre las condiciones para entrar en su reino; da énfasis a la pureza de corazón. La sabiduría que viene "de lo alto es primeramente pura".* En la ciudad de Dios no entrará nada que mancille. Todos los que morarán en ella habrán llegado aquí a ser puros de corazón. En el que vaya aprendiendo de Jesús se manifestará creciente repugnancia por los hábitos descuidados, el lenguaje vulgar y los pensamientos impuros. Cuando Cristo viva en el corazón, habrá limpieza y cultura en el pensamiento y en los modales.

Pero las palabras de Cristo: "Bienaventurados los de limpio corazón", tienen un significado mucho más profundo. No se refieren únicamente a los que son puros según el concepto del mundo, es decir, están exentos de sensualidad y concupiscencia, sino a los que son fieles en los pensamientos y motivos del alma, libres del orgullo y del amor propio; humildes, generosos y como niños.

Solamente se puede apreciar aquello con que se tiene afinidad. No podemos conocer a Dios a menos que aceptemos en nuestra propia vida el principio del amor desinteresado, que es el principio fundamental de su carácter. El corazón engañado por Satanás considera a Dios como un tirano implacable; las inclinaciones egoístas de la humanidad, y aun las de Satanás mismo, se atribuyen al Creador amante. "Pensabas -dijo él- que de cierto sería yo como 26 tú". Sus providencias se interpretan como expresión de una naturaleza despótico y vengativa. Así también ocurre con la Biblia, tesoro de las riquezas de su gracia. No se discierne la gloria de sus verdades, que son tan altas como el cielo y abarcan la eternidad. Para la mayoría de los hombres, Cristo mismo es "como raíz de tierra seca", y lo ven "sin atractivo para une le deseemos". Cuando Jesús estaba entre los hombres, como revelación de Dios en la humanidad, los escribas y fariseos le preguntaron: "¿No decimos bien nosotros, que tú eres samaritano, y que tienes demonio?"* Aun sus mismos discípulos estaban tan cegados por el egoísmo de sus corazones que tardaron en comprender que había venido a mostrarles el amor del Padre. Por eso Jesús vivió en la soledad en medio de los hombres. Sólo en el cielo se lo comprendía plenamente. Cuando Cristo venga en su gloria, los pecadores no podrán mirarlo. La luz de su presencia, que es vida para quienes lo aman, es muerte para los impíos. La esperanza de su venida es para ellos "una horrenda expectación de juicio, y de hervor de fuego".* Cuando aparezca, rogarán que se los esconda de la vista de Aquel que murió para redimirlos.

Sin embargo, para los corazones que han sido purificados por el Espíritu Santo al morar éste en ellos, todo queda cambiado. Ellos pueden conocer a Dios. Moisés estaba oculto en la hendedura de la roca cuando se le reveló la gloria del Señor; del mismo modo, tan sólo cuando estamos escondidos en Cristo vemos el amor de Dios.

"El que ama la limpieza de corazón, por la gracia de sus labios tendrá la amistad del rey".* Por la fe lo contemplamos aquí y ahora. En las experiencias diarias percibimos su bondad y compasión al manifestarse su providencia. Lo reconocernos en el carácter de su Hijo. El Espíritu Santo abre a la mente y al corazón la verdad acerca de Dios y de Aquel a quien envió. Los de puro corazón ven a Dios en un aspecto nuevo y atractivo, como su Redentor; mientras disciernen la pureza y hermosura de su carácter, anhelan reflejar su imagen. Para ellos es un Padre 27 que anhela abrazar a un hijo arrepentido; y sus corazones rebosan de alegría indecible y de gloria plena.

Los de corazón puro perciben al Creador en las obras de su mano poderosa, en las obras de belleza que componen el universo. En su Palabra escrita ven con mayor claridad aún la revelación de su misericordia, su bondad y su gracia. Las verdades escondidas a los sabios y los prudentes se revelan a los niños. La hermosura y el encanto de la verdad que no disciernen los sabios del mundo se presentan constantemente a quienes, movidos por un espíritu sencillo como el de un niño, desean conocer y cumplir la voluntad de Dios. Discernimos la verdad cuando llegamos a participar de la naturaleza divina.

Los de limpio corazón viven como en la presencia de Dios durante los días que él les concede aquí en la tierra y lo verán cara a cara en el estado futuro e inmortal, así como Adán cuando andaba y hablaba con él en el Edén. "Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara'.*

"Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios".

Cristo es el "Príncipe de paz", y su misión es devolver al cielo y a la tierra la paz destruida por el pecado. "Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo'.* Quien consienta en renunciar al pecado y abra el corazón al amor de Cristo participará de esta paz celestial.

No hay otro fundamento para la paz. La gracia de Cristo, aceptada en el corazón, vence la enemistad, apacigua la lucha y llena el alma de amor. El que está en armonía con Dios y con su prójimo no sabrá lo que es la desdicha. No habrá envidia en su corazón ni su imaginación albergará el mal; allí no podrá existir el odio. El corazón que está de acuerdo con Dios participa de la paz del cielo y esparcirá a su alrededor una influencia bendita. El espíritu de paz se asentará como rocío sobre los corazones cansados y turbados por la lucha del mundo. 28 Los seguidores de Cristo son enviados al mundo con el mensaje de paz. Quienquiera que revele el amor de Cristo por la influencia inconsciente y silenciosa de una vida santa; quienquiera que incite a los demás, por palabra o por hechos, a renunciar al pecado y entregarse a Dios, es un pacificador.

"Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios". El espíritu de paz es prueba de su relación con el cielo. El dulce sabor de Cristo los envuelve. La fragancia de la vida y la belleza del carácter revelan al mundo que son hijos de Dios. Sus semejantes reconocen que han estado con Jesús. "Todo aquel que ama, es nacido de Dios". "Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él", pero "todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios".*

"El remanente de Jacob será en medio de muchos pueblos como el rocío de Jehová, como las lluvias sobre la hierba, las cuales no esperan a varón, ni aguardan a hijos de hombres".*

"Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos".

Jesús no ofrece a sus discípulos la esperanza de obtener gloria y riquezas mundanales ni vivir sin tribulaciones. Les presenta el privilegio de andar con su Maestro por senderos de abnegación y vituperio, porque el mundo no los conoce.

El que vino a redimir al mundo perdido tuvo la oposición de las fuerzas unidas de los enemigos de Dios y del hombre. En una confederación despiadada, los hombres y los ángeles malos se alinearon en orden de batalla contra el Príncipe de paz. Aunque la compasión divina se notaba en cada una de sus palabras y acciones, su diferencia del mundo provocó una hostilidad amarguísima. Porque no daba licencia a la manifestación de las malas pasiones de nuestra naturaleza, excitó la más cruel oposición y enemistad. Así será con todos los que vivan piadosamente en Cristo Jesús. Entre la justicia y el pecado, el amor y el odio, 29 la verdad y el engaño, hay una lucha imposible de suprimir. Cuando se presentan el amor de Cristo y la belleza de su santidad, se le restan súbditos al reino de Satanás, y esto incita al príncipe del mal a resistir. La persecución y el oprobio esperan a quienes están dominados por el Espíritu de Cristo. El carácter de la persecución cambia con el transcurso del tiempo, pero el principio o espíritu fundamental es el mismo que dio muerte a los elegidos de Dios desde los días de Abel.

Siempre que el hombre procure ponerse en armonía con Dios, sabrá que la afrenta de la cruz no ha cesado. Principados, potestades y huestes espirituales de maldad en las regiones celestes, todos se alistan contra los que consienten en obedecer la ley del cielo. Por eso, en vez de producirles pesar, la persecución debe llenar de alegría a los discípulos de Cristo; porque es prueba de que siguen los pasos de su Maestro.

Aunque el Señor no prometió eximir a su pueblo de tribulación, le prometió algo mucho mejor. Le dijo: "Como tus días serán tus fuerzas". "Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad".* Si somos llamados a entrar en el horno de fuego por amor de Jesús, él estará a nuestro lado, así como estuvo con los tres fieles en Babilonia. Los que aman a su Redentor se regocijarán por toda oportunidad de compartir con él la humillación y el oprobio. El amor que sienten hacia su Señor dulcifica el sufrimiento por su causa.

En todas las edades, Satanás persiguió a los hijos de Dios. Los atormentó y ocasionó su muerte; pero al morir alcanzaron la victoria. En su fe constante se reveló Uno que es más poderoso que Satanás. Este podía torturar y matar el cuerpo, pero no podía tocar la vida escondida con Cristo en Dios. Podía encarcelar, pero no podía aherrojar el espíritu. Más allá de la lobreguez, podían ver la gloria y decir: "Tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse". "Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria"* 30

Por las pruebas y persecuciones se revela la gloria o carácter de Dios en sus elegidos. La iglesia de Dios, perseguida y aborrecida por el mundo, se educa y se disciplina en la escuela de Cristo. En la tierra, sus miembros transitan por sendas estrechas y se purifican en el horno de la aflicción. Siguen a Cristo a través de conflictos penosos; se niegan a sí mismos y sufren ásperas desilusiones; pero los dolores que experimentan les enseñan la culpabilidad y la desgracia del pecado, al que miran con aborrecimiento.

Siendo participantes de los padecimientos de Cristo, están destinados a compartir también su gloria. En santa visión, el profeta vio el triunfo del pueblo de Dios. Dice: "Vi también como un mar de vidrio mezclado con fuego; y a los que habían alcanzado la victoria sobre la bestia..., en pie sobre el mar de vidrio y con las arpas de Dios. Y cantan el cántico de Moisés siervo de Dios, y el cántico del Cordero, diciendo: Grandes y maravillosas son tus obras, Señor Dios Todopoderoso; justos y verdaderos son tus caminos, Rey de los santos". "Estos son los que han salido de la gran tribulación, y han lavado sus ropas, y las han emblanquecido en la sangre del Cordero. Por esto están delante del trono de Dios, y le sirven día y noche en su templo; y el que está sentado sobre el trono extenderá su tabernáculo sobre ellos".*

"Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan".

Desde su caída, Satanás obró por medios engañosos. Así como calumnió a Dios, calumnia a sus hijos mediante sus agentes. El Salvador dice: "Los denuestos de los que te vituperaban cayeron sobre mí".* De igual manera caen sobre sus discípulos.

Nadie, entre los hombres, fue calumniado más cruelmente que el Hijo del hombre. Se lo ridiculizó y escarneció a causa de su obediencia inalterable a los principios de la santa ley de Dios. Lo odiaron sin razón. Sin embargo, se mantuvo sereno delante de sus enemigos, declaró que el oprobio es parte de la heredad del cristiano y aconsejó 31 a sus seguidores que no temiesen las flechas de la malicia ni desfalleciesen bajo la persecución.

Aunque la calumnia puede ennegrecer el nombre, no puede manchar el carácter. Este es guardado por Dios. Mientras no consintamos en pecar, no hay poder humano o satánico que pueda dejar una mancha en el alma. El hombre cuyo corazón se apoya en Dios es, en la hora de las pruebas más aflictivas y en las circunstancias más desalentadoras, exactamente el mismo que cuando se veía en la prosperidad, cuando parecía gozar de la luz y el favor de Dios. Sus palabras, sus motivos, sus hechos, pueden ser desfigurados y falseados, pero no le importa; para él están en juego otros intereses de mayor importancia. Como Moisés, se sostiene "como viendo al invisible", no mirando "las cosas que se ven, sino las que no se ven".*

Cristo sabe todo lo que los hombres han entendido mal e interpretado erróneamente. Con buena razón, por aborrecidos y despreciados que se vean, sus hijos pueden esperar llenos de confianza y paciencia, porque no hay nada secreto que no se haya de manifestar, y los que honran a Dios serán honrados por él en presencia de los hombres y de los ángeles.

"Cuando por mi causa os vituperen y os persigan -dijo Jesús-, gozaos y alegraos". Señaló a sus oyentes que los profetas que habían hablado en el nombre de Dios habían sido ejemplos "de aflicción y de paciencia". Abel, el primer cristiano entre los hijos de Adán, murió mártir. Enoc anduvo con Dios y el mundo no lo reconoció. Noé fue escarnecido como fanático y alarmista. "Otros experimentaron vituperios y azotes, y a más de esto prisiones y cárceles". "Unos fueron atormentados, no aceptando el rescate, a fin de obtener mejor resurrección".*

En todo tiempo los mensajeros elegidos de Dios fueron víctimas de insultos y persecución; no obstante, el conocimiento de Dios se difundió por medio de sus aflicciones. Cada discípulo de Cristo debe ocupar un lugar en las filas para adelantar la misma obra, sabiendo que todo cuanto hagan los enemigos redundará en favor de la verdad. El 32 propósito de Dios es que la verdad se ponga al frente para que llegue a ser tema de examen y discusión, a pesar del desprecio que se le haga. Tiene que agitarse el espíritu del pueblo; todo conflicto, todo vituperio, todo esfuerzo por limitar la libertad de conciencia son instrumentos de Dios para despertar las mentes que de otra manera dormirían.

¡Cuán frecuentemente se ha visto este resultado en la historia de los mensajeros de Dios! Cuando apedrearon al elocuente y noble Estaban por instigación del Sanedrín, no hubo pérdida para la causa del Evangelio. La luz del cielo que glorificó su rostro, la compasión divina que se expresó en su última oración, llegaron a ser como una flecha aguda de convicción para el miembro intolerante del Sanedrín que lo observaba, y Saulo, el fariseo perseguidor, se transformó en el instrumento escogido para llevar el nombre de Cristo a los gentiles, a los reyes Y al pueblo de Israel. Mucho después, el anciano Pablo escribió desde su prisión en Roma: "Algunos, a la verdad, predican a Cristo por envidia y contienda. . . No sinceramente, pensando añadir aflicción a mis prisiones. . . No obstante, de todas maneras, o por pretexto o por verdad, Cristo es anunciado". Gracias al encarcelamiento de Pablo, se diseminó el Evangelio y hubo almas que se salvaron para Cristo en el mismo palacio de los césares. Por los esfuerzos de Satanás para destruirla, la simiente "incorruptible" de la Palabra de Dios, la cual "vive y permanece para siempre"* se esparce en los corazones de los hombres; por el oprobio y la persecución que sufren sus hijos, el nombre de Cristo es engrandecido y se redimen las almas.

Grande es la recompensa en los cielos para quienes testifican por Cristo en medio de la persecución y el vituperio. Mientras que los hombres buscan bienes transitorios, Jesús les indica un galardón celestial. No lo sitúa todo en la vida venidera sino que empieza aquí mismo. El Señor se manifestó a Abrahán, y le dijo: "Yo soy tu escudo, y tu galardón será sobremanera grande".* Este es el galardón de todos los que siguen a Cristo. Verse en armonía con 33 Jehová Emmanuel, "en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento" y en quien "habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad", conocerlo, poseerlo, mientras el corazón se abre más y más para recibir sus atributos, saber lo que es su amor y su poder, poseer las riquezas inescrutables de Cristo, comprender mejor "cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura", y "conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios", "ésta es la herencia de los siervos del Señor, ésta es la justicia que deben esperar de mí, dice el Señor'.*

La alegría llenaba los corazones de Pablo y Silas cuando oraban y entonaban alabanzas a Dios a medianoche en el calabozo de Filipos. Cristo estaba con ellos allí y la luz de su presencia disipaba la oscuridad con la gloria de los atrios celestiales. Desde Roma, Pablo escribió sin pensar en sus cadenas al ver cómo se difundía el Evangelio: "En esto me gozo, y me gozaré aún". Las mismas palabras de Cristo en el monte, resuenan en el mensaje de Pablo a la iglesia en sus persecuciones: "Regocijaos en el Señor siempre. Otra vez digo: ¡Regocijaos!"*

"Vosotros sois la sal de la tierra".

Se aprecia la sal por sus propiedades preservadoras; y cuando Dios llama sal a sus hijos, quiere enseñarles que se propone hacerlos súbditos de su gracia para que contribuyan a salvar a otros. Dios escogió a un pueblo ante todo el mundo, no únicamente para adoptar a sus hombres y mujeres como hijos suyos, sino para que el mundo recibiese por ellos la gracia que trae salvación.* Cuando el Señor eligió a Abrahán, no fue solamente para hacerlo su amigo especial; fue para que transmitiese los privilegios especiales que quería otorgar a las naciones. Dijo Jesús, cuando oraba por última vez con sus discípulos antes de la crucifixión: "Y por ellos yo me santifico a mi mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad"* Así también los cristianos que son purificados por la verdad poseerán 34virtudes salvadoras que preservarán al mundo de la completa corrupción moral.

La sal tiene que unirse con la materia a la cual se la añade; tiene que entrar e infiltrarse para preservar. Así, por el trato personal llega hasta los hombres el poder salvador del Evangelio. No se salvan en grupos, sino individualmente. La influencia personal es un poder. Tenemos que acercarnos a los que queremos mejorar.

El sabor de la sal representa la fuerza vital del cristiano, el amor de Jesús en el corazón, la justicia de Cristo que compenetra la vida. El amor de Cristo es difusivo y agresivo. Si está en nosotros, se extenderá a los demás. Nos acercaremos a ellos, hasta que su corazón sea enternecido por nuestro amor y nuestra simpatía desinteresada. De los creyentes sinceros mana una energía vital y penetrante que infunde un nuevo poder moral a las almas por las cuales ellos trabajan. No es la fuerza del hombre mismo, sino el poder del Espíritu Santo, lo que realiza la obra transformadora.

Jesús añadió esta solemne amonestación: "Si la sal hubiere perdido su sabor ¿con qué será ella misma salada? No sirve ya para nada, sino para ser echada fuera, y hollada de los hombres" (VM).

Al escuchar las palabras de Cristo, la gente podía ver la sal, blanca y reluciente, arrojada en los senderos porque había perdido el sabor y resultaba, por lo tanto, inútil. Simbolizaba muy bien la condición de los fariseos y el efecto de su religión en la sociedad. Representa la vida de toda alma de la cual se ha separado el poder de la gracia de Dios, dejándola fría y sin Cristo. No importa lo que esa alma profese, es considerada insípida y desagradable por los ángeles y por los hombres. A tales personas dice Cristo: "¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca".*

Sin una fe viva en Cristo como Salvador personal, nos es imposible ejercer influencia eficaz sobre un mundo escéptico. No podemos dar a nuestros prójimos lo que nosotros mismos no poseemos. La influencia que ejercemos para bendecir y elevar a los seres humanos se mide por la 35 devoción y la consagración a Cristo que nosotros mismos tenemos. Si no prestamos un servicio verdadero, y no tenemos amor sincero, ni hay realidad en nuestra experiencia, tampoco tenemos poder para ayudar ni relación con el cielo, ni hay sabor de Cristo en nuestra vida. A menos que el Espíritu Santo pueda emplearnos como agentes para comunicar la verdad de Jesús al mundo, somos como la sal que ha perdido el sabor y quedado totalmente inútil. Por faltarnos la gracia de Cristo, atestiguamos ante el mundo que la verdad en la cual aseguramos confiar no tiene poder santificador; y así, en la medida de nuestra propia influencia, anulamos el poder de la Palabra de Dios. "Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe... Y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy. Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve".*

Cuando el amor llena el corazón, fluye hacia los demás, no por los favores recibidos de ellos, sino porque el amor es el principio de la acción. El amor cambia el carácter, domina los impulsos, vence la enemistad y ennoblece los afectos. Tal amor es tan ancho como el universo y está en armonía con el amor de los ángeles que obran. Cuando se lo alberga en el corazón, este amor endulza la vida entera y vierte sus bendiciones en derredor. Esto, y únicamente esto, puede convertirnos en la sal de la tierra.

"Vosotros sois la luz del mundo".

Al enseñar al pueblo, Jesús creaba interés en sus lecciones y retenía la atención de sus oyentes mediante frecuentes ilustraciones sacadas de las escenas de la naturaleza que los rodeaba. Se había congregado la gente por la mañana. El sol glorioso, que ascendía en el cielo azul, disipaba las sombras en los valles y en los angostos desfiladeros de las montañas. El resplandor del sol inundaba la tierra; el agua tranquila del lago reflejaba la dorada luz y servía de espejo a las rosadas nubes matutinas. Cada capullo, cada flor y 36 cada rama frondosa centelleaban con su carga de rocío. La naturaleza sonreía bajo la bendición de un nuevo día, y de los árboles brotaban los melodiosos trinos de los pájaros. El Salvador miró al grupo que lo acompañaba, luego al sol naciente, y dijo a sus discípulos: "Vosotros sois la luz del mundo". Así como sale el sol en su misión de amor para disipar las sombras de la noche y despertar el mundo, los seguidores de Cristo también han de salir para derramar la luz del cielo sobre los que se encuentran en las tinieblas del error y el pecado.

En la luz radiante de la mañana se destacaban claramente las aldeas y los pueblos en los cerros circundantes, Y eran detalles atractivos de la escena. Señalándolos, Jesús dijo: "Una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder". Luego añadió: "Ni se enciende una lámpara y se pone debajo de un almud, sino sobre el candelero, Y alumbra a todos los que están en casa". La mayoría de los oyentes de Cristo eran campesinos o pescadores, en cuyas humildes moradas había un solo cuarto, en el que una sola lámpara, desde su sitio, alumbraba a toda la casa. "Así -dijo Jesús- alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos".

Nunca ha brillado, ni brillará jamás, otra luz para el hombre caído, fuera de la que procede de Cristo. Jesús, el Salvador, es la única luz que puede disipar las tinieblas de un mundo caído en el pecado. De Cristo está escrito: "En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres".* Sólo al recibir vida podían sus discípulos hacerse portaluces. La vida de Cristo en el alma y su amor revelado en el carácter los convertiría en la luz del mundo.

La humanidad por sí misma no tiene luz. Aparte de Cristo somos un cirio que todavía no se ha encendido, como la luna cuando su cara no mira hacia el sol; no tenemos un solo rayo de luz para disipar la oscuridad del mundo. Pero cuando nos volvemos hacia el Sol de justicia, cuando nos relacionamos con Cristo, el alma entera fulgura con el brillo de la presencia divina. 37

Los seguidores de Cristo han de ser más que una luz entre los hombres. Son la luz del mundo. A todos los que han aceptado su nombre, Jesús dice: Os habéis entregado a mí, y os doy al mundo como mis representantes. Así como el Padre lo había enviado al mundo, Cristo declara: "Los he enviado al mundo".* Como Cristo era el medio de revelar al Padre, hemos de ser los medios de revelar a Cristo. Aunque el Salvador es la gran fuente de luz, no olvidéis, cristianos, que se revela mediante la humanidad. Las bendiciones de Dios se otorgan por medio de instrumentos humanos. Cristo mismo vino a la tierra como Hijo del hombre. La humanidad, unida con la naturaleza divina, debe relacionarse con la humanidad. La iglesia de Cristo, cada individuo que sea discípulo del Maestro, es un conducto designado por el cielo para que Dios sea revelado a los hombres. Los ángeles de gloria están listos para comunicar por vuestro intermedio la luz y el poder del cielo a las almas que perecen. ¿Dejará el agente humano de cumplir, la obra que le es asignado? En la medida de su negligencia, priva al mundo de la prometida influencia del Espíritu Santo.

Jesús no dijo a sus discípulos: Esforzaos por hacer que brille la luz; sino: "Alumbre vuestra luz". Si Cristo mora en el corazón, es imposible ocultar la luz de su presencia. Si los que profesan ser seguidores de Cristo no son la luz del mundo es porque han perdido el poder vital; si no tienen luz para difundir, es prueba de que no tienen relación con la Fuente de luz.

A través de toda la historia "el Espíritu de Cristo que estaba en ellos"* hizo de los hijos fieles de Dios la luz de los hombres de su generación. José fue portaluz en Egipto. Por su pureza, bondad y amor filial, representó a Cristo en medio de una nación idólatra. Mientras los israelitas iban desde Egipto a la tierra prometida, los que eran sinceros entre ellos fueron luces para las naciones circundantes. Por su medio Dios se reveló al mundo. De Daniel y sus compañeros en Babilonia, de Mardoqueo en Persia, brotaron vívidos rayos de luz en medio de las tinieblas de las cortes reales. De igual manera han sido puestos los discípulos 38 de Cristo como Portaluces en el camino al cielo. Por su medio, la misericordia y la bondad del Padre se manifiestan a un mundo sumido en la oscuridad de una concepción errónea de Dios. Al ver sus obras buenas, otros se sienten inducidos a dar gloria al Padre celestial; porque resulta manifiesto que hay en el trono del universo un Dios cuyo carácter es digno de alabanza e imitación. El amor divino que arde en el corazón y la armonía cristiana revelada en la vida son como una vislumbre del cielo, concedida a los hombres para que se den cuenta de la excelencia celestial.

Así es como los hombres son inducidos a creer en "el amor que Dios tiene para con nosotros". Así los corazones que antes eran pecaminosos y corrompidos son purificados y transformados para presentarse "sin mancha delante de su gloria con grande alegría".*

Las palabras del Salvador "Vosotros sois la luz del mundo" indican que confió a sus seguidores una misión de alcance mundial. En los tiempos de Cristo, el orgullo, el egoísmo y el prejuicio habían levantado una muralla de separación sólida y alta entre los que habían sido designados custodios de los oráculos sagrados y las demás naciones del mundo. Cristo vino a cambiar todo esto. Las palabras que el pueblo oía de sus labios eran distintas de cuantas había escuchado de sacerdotes o rabinos. Cristo derribó la muralla de separación, el amor propio, y el prejuicio divisor del nacionalismo egoísta; enseñó a amar a toda la familia humana. Elevó al hombre por encima del círculo limitado que les prescribía su propio egoísmo; anuló toda frontera territorial y toda distinción artificial de las capas sociales. Para él no había diferencia entre vecinos y extranjeros ni entre amigos y enemigos. Nos enseña a considerar a cada alma necesitada como nuestro prójimo y al mundo como nuestro campo.

Así como los rayos del sol penetran hasta las partes más remotas del mundo, Dios quiere que el Evangelio llegue a toda alma en la tierra. Si la iglesia de Cristo cumpliera el propósito del Señor, se derramaría luz sobre todos los 39 que moran en las tinieblas y en regiones de sombra de muerte. En vez de agruparse y rehuir la responsabilidad y el peso de la cruz, los miembros de la iglesia deberían dispersarse por todos los países para irradiar la luz de Cristo y trabajar como él por la salvación de las almas. Así este "Evangelio del reino" sería pronto llevado a todo el mundo.

De esta manera ha de cumplirse el propósito de Dios al llamar a su pueblo, desde Abrahán en los llanos de Mesopotamia hasta nosotros en el siglo actual. Dice: "Haré de ti una nación grande, y te bendeciré... y serás bendición". Para nosotros, en esta postrera generación, son esas palabras de Cristo, que fueron pronunciadas primeramente por el profeta evangélico y después repercutieron en el Sermón del Monte: "Levántate, resplandece; porque ha venido tu luz, y la gloria de Jehová ha nacido sobre ti".* Si sobre nuestro espíritu nació la gloria del Señor, si hemos visto la hermosura del que es "señalado entre diez mil" y "todo él codiciable", si nuestra alma se llenó de resplandor en presencia de sus gloria, entonces estas palabras del Maestro fueron dirigidas a nosotros. ¿Hemos estado con Cristo en el monte de la transfiguración? Abajo, en la llanura, hay almas esclavizadas por Satanás que esperan las palabra de fe y las oraciones que las pongan en libertad.

No sólo hemos de contemplar la gloria de Cristo, sino también hablar de su excelencia. Isaías no se limitó a contemplar la gloria de Cristo, sino que también habló de él. Mientras David meditaba, el fuego ardía; y luego habló con su lengua. Cuando pensaba en el amor maravilloso de Dios, no podía menos que hablar de los que veía y sentía. ¿Quién puede mirar, por la fe en el plan maravilloso de la salvación, la gloria del Hijo unigénito de Dios, sin hablar de ella? El amor insondable que se manifestó en la cruz del Calvario por la muerte de Cristo para que no nos perdiésemos mas tuviésemos vida eterna, ¿quién lo puede contemplar y no hallar palabras para ensalzar la gloria del Señor?

"En su templo todos los suyos le dicen gloria". El dulce cantor de Israel lo alabó con su arpa, diciendo: "En la 40 hermosura de la gloria de tu magnificencia, y en tus hechos maravillosos meditaré. Del poder de tus hechos estupendos hablarán los hombres; y yo publicaré tu grandeza".*

La cruz del Calvario debe levantarse en alto delante de la gente para que absorba sus espíritus y concentre sus pensamientos. Entonces todas las facultades espirituales se vivificarán con le poder divino que viene directamente de Dios. Se concentrarán entonces las energías en una actividad genuina por el Maestro. Los que obren enviarán al mundo rayos de luz, como agentes vivos que iluminan la tierra.

Cristo acepta con verdadero gozo todo agente humano que se entrega a él. Une lo humano con lo divino, para comunicar al mundo los misterios del amor encarnado. Hablemos de ellos; oremos al respecto; cantémoslos. Proclamemos por todas partes el mensaje de su gloria, y sigamos avanzando hacia las regiones lejanas.

Las pruebas soportadas con paciencia, las bendiciones recibidas con gratitud, las tentaciones resistidas valerosamente, la mansedumbre, la bondad, la compasión y el amor revelados constantemente son las luces que brillan en el carácter, en contraste con la oscuridad del corazón egoísta, en el cual jamás penetró la luz de la vida.41,42,43

 

LA ESPIRITUALIDAD DE LA LEY*.

 

"No he venido para abrogar, sino para cumplir".

Fue Cristo quién, en medio del trueno y el fuego, proclamó la ley en el monte Sinaí. Como llama devoradora, la gloria de Dios descendió sobre la cumbre y la montaña tembló por la presencia del Señor. Las huestes de Israel, prosternadas sobre la tierra, habían escuchado, presas de pavor, los preceptos sagrados de la ley. ¡Qué contraste con la escena en el monte de las bienaventuranzas! Bajo el cielo estival, cuyo silencio se veía turbado solamente por el gorjear de los pajarillos, presentó Jesús los principios de su reino. Empero Aquel que habló al pueblo ese día en palabras de amor les explicó los principios de la ley proclamada en el Sinaí.

Cuando se dictó la ley, Israel, degradado por los muchos años de servidumbre en Egipto, necesitaba ser impresionado por el poder y la majestad de Dios. No obstante, él se le reveló también como Dios amoroso.

"Jehová vino de Sinaí,

y de Seir les esclareció;

resplandeció desde el monte de Parán,

y vino de entre diez millares de santos,

con la ley de fuego a su mano derecha.

Aun amó a su pueblo;

todos los consagrados a él estaban en su mano;

por tanto, ellos siguieron en tus pasos,

recibiendo dirección de ti".* 44

Fue a Moisés a quien Dios reveló su gloria en estas palabras maravillosas que han sido el legado precioso de los siglos: "¡Jehová ! ¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad; que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado".*

La ley dada en el Sinaí era la enunciación del principio de amor, una revelación hecha a la tierra de la ley de los cielos. Fue decretada por la mano de un Mediador, y promulgada por Aquel cuyo poder haría posible que los corazones de los hombres armonizaran con sus principios. Dios había revelado el propósito de la ley al declarar al Israel: "Y me seréis varones santos".*

Pero Israel no había percibido la espiritualidad de la ley, y demasiadas veces su obediencia profesa era tan sólo una sumisión a ritos y ceremonias, más bien que una entrega del corazón a la soberanía del amor. Cuando en su carácter y obra Jesús representó ante los hombres los atributos santos, benévolos y paternales de Dios y les hizo ver cuán inútil era la mera obediencia minuciosa a las ceremonias, los dirigentes judíos no recibieron ni comprendieron sus palabras. Creyeron que no recalcaba lo suficiente los requerimientos de la ley; y cuando les presentó las mismas verdades que eran la esencia del servicio que Dios les asignara, ellos, que miraban solamente a lo exterior, lo acusaron de querer derrocar la ley.

Las palabras de Cristo, aunque pronunciadas sosegadamente, se distinguían por una gravedad y un poder que conmovían los corazones del pueblo. Escuchaban para oír si repetía las tradiciones inertes y las exigencias de los rabinos, pero escuchaban en vano. "La gente se admiraba de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas".* Los fariseos notaban la gran diferencia entre su propio método de enseñanza y el de Cristo. Percibían que la majestad, la pureza y la belleza de la verdad, con su influencia profunda suave, echaba hondas raíces en muchas mentes. El amor divino y la ternura del Salvador atraían hacia él los corazones de los hombres 45 Los rabinos comprendían que la enseñanza. de él anularía todo el tenor de la instrucción que habían impartido al pueblo. Estaba derribando la muralla de separación que tanto había lisonjeado su orgullo y exclusivismo, y temieron que, si se lo permitían, alejaría completamente de ellos al pueblo. Por eso lo seguían con resuelta hostilidad, al acecho de alguna ocasión para malquistarlo con la muchedumbre, lo cual permitiría al Sanedrín obtener su condenación y muerte.

En el monte había espías que atisbaban a Jesús; y mientras él presentaba los principios de la justicia, los fariseos fomentaban el rumor de que su enseñanza se oponía a los preceptos que Dios les había dado en el monte Sinaí. El Salvador no dijo una sola palabra que pudiera turbar la fe en la religión ni en las instituciones establecidas por medio de Moisés; porque todo rayo de luz divina que el gran caudillo de Israel comunicó a su pueblo lo había recibido de Cristo. Mientras muchos murmuraban en sus corazones que él había venido para destruir la ley, Jesús, en términos inequívocos, reveló su actitud hacia los estatutos divinos: "No penséis -dijo- que he venido para abrogar la ley o los profetas".

Fue el Creador de los hombres, el Dador de la ley, quien declaró que no albergaba el propósito de anular sus preceptos. Todo en la naturaleza, desde la diminuta partícula que baila en un rayo de sol hasta los astros en los cielos, está sometido a leyes. De la obediencia a estas leyes dependen el orden y la armonía del mundo natural. Es decir que grandes principios de justicia gobiernan la vida de todos los seres inteligentes, y de la conformidad a estos principios depende el bienestar del universo. Antes que se creara la tierra existía la ley de Dios. Los ángeles se rigen por sus principios y, para que este mundo esté en armonía con el cielo, el hombre también debe obedecer los estatutos divinos. Cristo dio a conocer al hombre en el Edén los preceptos de la ley, "cuando alababan todas las estrellas del alba, y se regocijaban todos los hijos de Dios".*La misión de Cristo en la tierra no fue abrogar la ley, sino hacer volver 46 a los hombres por su gracia a la obediencia de sus preceptos.

El discípulo amado, que escuchó las palabras de Jesús en el monte, al escribir mucho tiempo después, bajo la inspiración del Espíritu Santo, se refirió a la ley como a una norma de vigencia perpetua. Dice que "el pecado es infracción de la ley". y que "todo aquel que comete pecado, infringe también la ley".* Expresa claramente que la ley a la cual se refiere es "el mandamiento antiguo que habéis tenido desde el principio".* Habla de la ley que existía en la creación y que se reiteró en el Sinaí.

Al hablar de la ley, dijo Jesús: "No he venido para abrogar, sino para cumplir". Aquí usó la palabra "cumplir" en el mismo sentido que cuando declaró a Juan el Bautista su propósito de "cumplir toda justicia",* es decir, llenar la medida de lo requerido por la ley, dar un ejemplo de conformidad perfecta con la voluntad de Dios.

Su misión era "magnificar la ley y engrandecerla".* Debía enseñar la espiritualidad de la ley, presentar sus principios de vasto alcance y explicar claramente su vigencia perpetua. La belleza divina del carácter de Cristo, de quien los hombres más nobles y más amables son tan sólo un pálido reflejo; de quien escribió Salomón, por el Espíritu de inspiración, que es el "señalado entre diez mil... y todo él codiciable";* de quien David, viéndolo en visión profética, dijo: "Más hermoso eres que los hijos de los hombres";* Jesús, la imagen de la persona del Padre, el esplendor de su gloria; el que fue abnegado Redentor en toda su peregrinación de amor en el mundo, era una representación viva del carácter de la ley de Dios. En su vida se manifestó el hecho de que el amor nacido en el cielo, los principios fundamentales de Cristo, sirven de base a las leyes de rectitud eterna.

"Hasta que pasen el cielo y la tierra -dijo Jesús-, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido". Por: su propia obediencia a la ley, Jesús atestiguó su carácter inalterable y demostró que con su gracia puede obedecerla perfectamente todo hijo e hija de Adán.

47 En el monte declaró que ni la jota más insignificante* desaparecería de la ley hasta que todo se hubiera cumplido, a saber: todas las cosas que afectan a la raza humana, todo lo que se refiere al plan de redención. No enseña que la ley haya de ser abrogada alguna vez, sino que, a fin de que nadie suponga que era su misión abrogar los preceptos de la ley, dirige el ojo al más lejano confín del horizonte del hombre y nos asegura que hasta que se llegue a ese punto, la ley conservará su autoridad. Mientras perduren los cielos y la tierra, los principios sagrados de la ley de Dios permanecerán. Su justicia, "como los montes de Dios",* continuará, cual una fuente de bendición que envía arroyos para refrescar la tierra.

Dado que la ley del Señor es perfecta y, por lo tanto, inmutable, es imposible que los hombres pecaminosos satisfagan por sí mismos la medida de lo que requiere. Por eso vino Jesús como nuestro Redentor. Era su misión, al hacer a los hombres partícipes de la naturaleza divina, ponerlos en armonía con los principios de la ley del cielo. Cuando renunciamos a nuestros pecados y recibimos a Cristo como nuestro Salvador, la ley es ensalzada. Pregunta el apóstol Pablo: "¿Luego por la fe invalidamos la ley? En ninguna manera, sino que confirmamos la ley".*

La promesa del nuevo pacto es: "Pondré mis leyes en sus corazones, y en sus mentes las escribiré".*

Mientras que con la muerte de Cristo iba a desaparecer el sistema de los símbolos que señalaban a Cristo como Cordero de Dios que iba a quitar el pecado del mundo, los principios de justicia expuestos en el Decálogo son tan inmutables como el trono eterno. No se ha suprimido un mandamiento, ni una jota o un tilde se ha cambiado. Estos principios que se comunicaron a los hombres en el paraíso como la ley suprema de la vida existirán sin sombra de cambio en el paraíso restaurado. Cuando el Edén vuelva a florecer en la tierra, la ley de amor dada por Dios será obedecida por todos debajo del sol. 48

"Para siempre, oh Jehová, permanece tu palabra, en los cielos". "Fieles son todos sus mandamientos afirmados eternamente y para siempre, hechos en verdad y en rectitud". "Hace ya mucho que he entendido tus testimonios, que para siempre los has establecido".*

"Cualquiera que quebrante uno de estos mandamientos muy pequeños, y así enseñe a los hombres, muy pequeño será llamado en el reino de los cielos".

Eso significa que no tendrá lugar en el reino, pues el que deliberadamente quebranta un mandamiento no guarda ninguno de ellos en espíritu ni en verdad. "Porque cualquiera que guardare toda la ley, pero ofendiere en un punto, se hace culpable de todos".*

No es la magnitud del acto de desobediencia lo que constituye el pecado sino el desacuerdo con la voluntad expresa de Dios en el detalle más mínimo, porque demuestra que todavía hay comunión entre el alma y el pecado. El corazón está dividido en su servicio. Niega realmente a Dios, y se rebela contra las leyes de su gobierno.

Si los hombres estuviesen en libertad para apartarse de lo que requiere el Señor y pudieran fijarse una norma de deberes, habría una variedad de normas que se ajustarían a las diversas mentes y se quitaría el gobierno de las manos de Dios. La voluntad de los hombres se haría suprema, y la voluntad santa y altísima de Dios, sus fines de amor hacia sus criaturas, no serían honrados ni respetados.

Siempre que los hombres escogen su propia senda, se oponen a Dios. No tendrán lugar en el reino de los cielos, porque guerrean contra los mismos principios del cielo. Al despreciar la voluntad de Dios, se sitúan en el partido de Satanás, el enemigo de Dios y de los hombres. No por una palabra, ni por muchas palabras, sino por toda palabra que ha hablado Dios, vivirá el hombre. No podemos despreciar una sola palabra, por pequeña que nos parezca, y estar libres de peligro. No hay en la ley un mandamiento que no sea para el bienestar y la felicidad de los hombres, tanto en esta vida como en la venidera. Al obedecer la ley 49 de Dios, el hombre queda rodeado de un muro que lo protege del mal. Quien derriba en un punto esta muralla edificada por Dios destruye la fuerza de ella para protegerlo porque abre un camino por donde puede entrar el enemigo para destruir y arruinar.

Al osar despreciar la voluntad de Dios en un punto, nuestros primeros padres abrieron las puertas a las desgracias que inundaron el mundo. Toda persona que siga su ejemplo cosechará resultados parecidos. El amor de Dios es la base de todo precepto de su ley, y el que se aparte del mandamiento labra su propia desdicha y su ruina.

"Si vuestra justicia no fuere, mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos."

Los escribas y los fariseos habían acusado de pecado no solamente a Cristo sino también a sus discípulos, porque no respetaban los ritos y las ceremonias rabínicas. A menudo los discípulos se habían sentido perplejos y confusos ante la censura y la acusación de aquellos a quienes se habían acostumbrado a venerar como maestros religiosos. Mas Jesús desenmascaró ese engaño. Declaró que la justicia, a la cual los fariseos daban tanta importancia, era inútil. La nación judaica aseveraba ser el pueblo especial y leal que Dios favorecía; pero Cristo representó su religión Como privada de fe salvadora. Todos sus asertos de piedad, sus ficciones y ceremonias de origen humano, y aun su jactancioso obediencia a los requerimientos exteriores de la ley, no lograban hacerlos santos. No eran limpios de corazón, ni nobles ni parecidos a Cristo en carácter.

Una religión formalista no basta para poner el alma en armonía con Dios. La ortodoxia rígida e inflexible de los fariseos, sin contrición, ni ternura ni amor, no era más que un tropiezo para los pecadores. Se asemejaban ellos a sal que hubiera perdido su sabor; porque su influencia no tenía poder para proteger al mundo contra la corrupción. La única fe verdadera es la que "obra por el amor"* para Purificar el alma. Es como una levadura que transforma el carácter.

50 Los judíos debían haber aprendido todo esto de las enseñanzas de los profetas. Siglos atrás, la súplica del alma por la justificación en Dios había hallado expresión y respuesta en las palabras del profeta Miqueas: "¿Con qué me presentaré ante Jehová, y adoraré al Dios Altísimo? ¿Me presentaré ante él con holocaustos, con becerros de un año? ¿Se agradará Jehová de millares de: carneros, o de diez mil arroyos de aceite?. . . Oh hombre, él te ha declarado lo que es bueno, y qué pide Jehová de ti: solamente hacer justicia, y amar misericordia y humillarte ante tu Dios".* El profeta Oseas había señalado lo que constituye la esencia del farisaísmo, en las siguientes palabras: "Israel es una frondosa viña, que da abundante fruto para sí misma".* En el servicio que profesaban prestar a Dios, los judíos trabajaban en realidad para sí mismos. Su justicia era fruto de sus propios esfuerzos para observar la ley, conforme a sus propias ideas y para su propio bien egoísta. Por lo tanto, no podía ser mejor que ellos. En sus esfuerzos para hacerse santos, procuraban sacar cosa limpia de algo inmundo. La ley de Dios es tan santa como él, tan perfecta como él. Presenta a los hombres la justicia de Dios. Es imposible que los seres humanos por sus propias fuerzas, observen esta ley; porque la naturaleza del hombre es depravada, deforme y enteramente distinta del carácter de Dios. Las obras del corazón egoísta son "como suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de inmundicia".*

Aunque la ley es santa, los judíos no podían alcanzar la justicia por sus propio esfuerzos para guardarla. Los discípulos de Cristo debían buscar una justicia diferente de la justicia de los fariseos, si querían entrar en el reino de los cielos. Dios les ofreció, en su Hijo, la justicia perfecta de la ley. Si querían abrir sus corazones para recibir plenamente a Cristo, entonces la vida misma de Dios, su amor, moraría en ellos, transformándolos a su semejanza; así, por el don generoso, de Dios, poseerían la justicia exigida por la ley. Pero los fariseos rechazaron a Cristo; "ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia",* no querían someterse a la justicia de Dios. 51

Jesús procedió entonces a mostrar a sus oyentes lo que significa observar los mandamientos de Dios, que son en sí mismos una reproducción del carácter de Cristo. Porque en él, Dios se manifestaba diariamente ante ellos.

"Cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio".

Mediante Moisés, Jehová había dicho: "No aborrecerás a tu hermano en tu corazón.. . No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo, sino amarás a tu prójimo como a ti mismo".* Las verdades que Cristo presentaba eran las mismas que habían enseñado los profetas, pero se habían oscurecido a causa de la dureza de los corazones y del amor al pecado.

Las palabras del Salvador revelaban a sus oyentes que, al condenar a otros como transgresores, ellos eran igualmente culpables, porque abrigaban malicia y odio.

Al otro lado del mar, frente al lugar en que estaban congregados, se extendía la tierra de Basán, una región solitaria cuyos empinados desfiladeros y colinas boscosas eran desde mucho tiempo antes el escondite favorito de toda clase de criminales. La gente recordaba vívidamente las noticias de robos y asesinatos cometidos allí, y muchos denunciaban severamente a esos malhechores. Al mismo tiempo ellos mismos eran arrebatados y contenciosos; albergaban el odio más ciego hacia sus opresores romanos y se creían autorizados para aborrecer y despreciar a todos los demás pueblos, aun a sus compatriotas que no se conformaban a sus ideas en todas las cosas. En todo esto violaban la ley que ordena: "No matarás".

El espíritu de odio y de venganza tuvo origen en Satanás, y lo llevó a dar muerte al Hijo de Dios. Quienquiera que abrigue malicia u odio, abriga el mismo espíritu; y su fruto será la muerte. En el pensamiento vengativo yace latente la mala acción, así como la planta yace en la semilla. "Todo aquel que aborrece a su hermano es homicida; y sabéis que ningún homicida tiene vida eterna permanente en él".*

"Cualquiera que diga: Necio, a su hermano, será culpable 52 ante el concilio". En la dádiva de su Hijo para nuestra redención, Dios demostró cuánto valor atribuye a toda alma humana, y a nadie autoriza para hablar desdeñosamente de su semejante. Veremos defectos y debilidades en los que nos rodean, pero Dios reclama cada alma como su propiedad, por derecho de creación, y dos veces suya por haberla comprado con la sangre preciosa de Cristo. Todos fueron creados a su imagen, y debemos tratar aun a los más degradados con respeto y ternura. Dios nos hará responsables hasta de una sola palabra despectiva hacia un alma por la cual Cristo dio su vida.

"¿Quién te distingue? ¿O qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿Por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?" "¿Tú quién eres, que juzgas al criado ajeno? Para su propio Señor está en pie, o cae".*

"Cualquiera que le diga [a su hermano]: Fatuo, quedará expuesto al infierno de fuego". En el Antiguo Testamento la palabra fatuo se usa para describir a un apóstata o al que se entregó a la iniquidad. Dice Jesús que quienquiera que considere a su hermano como apóstata, o como despreciador de Dios, muestra que él mismo merece semejante condenación.

El mismo Cristo, cuando contendía con Satanás sobre el cuerpo de Moisés, "no se atrevió a proferir juicio de maldición contra él". Si lo hubiera hecho, le habría dado una ventaja a Satanás, porque las acusaciones son armas del diablo. En las Sagradas Escrituras se lo llama "el acusador de nuestros hermanos". Jesús no empleó ninguno de los métodos de Satanás. L e respondió con. las palabras:

"El Señor te reprenda".*

Su ejemplo es para nosotros. Cuando nos vemos en conflicto con los enemigos de Cristo, no debemos hablar con espíritu de desquite, ni deben nuestras palabras asemejarse a una acusación burlona. El que vive como vocero de Dios no debe decir palabras que aun la Majestad de los cielos se negó a usar cuando contendía con Satanás. Debemos dejar a Dios la obra de juzgar y condenar.53

 

"Reconcíliate primero con tu hermano".

 

El amor de Dios es algo más que una simple negación; es un principio positivo y eficaz, una fuente viva que corre eternamente para beneficiar a otros. Si el amor de Cristo mora en nosotros, no sólo no abrigaremos odio alguno hacia nuestros semejantes, sino que trataremos de manifestarles nuestro amor de toda manera posible.

Dice Jesús: "Si traes tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda", Las ofrendas de sacrificio expresaban que el dador creía que por Cristo había llegado a participar de la gracia del amor de Dios. Pero el que expresara fe en el amor perdonador de Dios y al mismo tiempo cultivase un espíritu de animosidad, estaría tan sólo representando una farsa.

 

Cuando alguien que profesa servir a Dios perjudica a un hermano suyo, calumnia el carácter de Dios ante ese hermano, y para reconciliarse con Dios debe confesar el daño causado y reconocer su pecado. Puede ser que nuestro hermano nos haya causado un perjuicio aún más grave que el que nosotros le produjimos, pero esto no disminuye nuestra responsabilidad. Si cuando nos presentamos ante Dios recordamos que otra persona tiene algo contra nosotros, debemos dejar nuestra ofrenda de oración, gratitud o buena voluntad, e ir al hermano con quien discrepamos y confesar humildemente nuestro pecado y pedir perdón.

Si hemos defraudado o perjudicado en algo a nuestro hermano, debemos repararlo. Si hemos dado falso testimonio sin saberlo, si hemos repetido equivocadamente sus palabras, si hemos afectado su influencia de cualquier manera que sea, debemos ir a las personas con quienes hemos hablado de él, y retractarnos de todos nuestros dichos perjudiciales.

Si las dificultades entre hermanos no se manifestaran a otros, sino que se resolvieran francamente entre ellos mismos, 54 con espíritu de amor cristiano, ¡cuánto mal se evitaría! ¡Cuántas raíces de amargura que contaminan a muchos quedarían destruidas, y con cuánta fuerza y ternura se unirían los seguidores de Cristo en su amor!

"Cualquiera que mira a una mujer para codiciara ya adulteró con ella en su corazón".

Los judíos se enorgullecían de su moralidad y se horrorizaban de las costumbres sensuales de los paganos. La presencia de los jefes romanos, enviados a Palestina por causa del gobierno imperial, era una ofensa continua para el pueblo; porque con estos gentiles habían venido muchas costumbres paganas, lascivia y disipación. En Capernaum, los jefes romanos asistían a los paseos y desfiles con sus frívolas mancebas, y a menudo el ruido de sus orgías interrumpía la quietud del lago cuando sus naves de placer se deslizaban sobre las tranquilas aguas. La gente esperaba que Jesús denunciase ásperamente a esa clase; pero con asombro escuchó palabras que revelaban el mal de sus propios corazones.

Cuando se aman y acarician malos pensamientos, por muy en secreto que sea, dijo Jesús, se demuestra que el mal reina todavía en el corazón. El alma sigue sumida en hiel de amargura y sometida a la iniquidad. El que halla placer espaciándose en escenas impuras, cultiva malos pensamientos y echa miradas sensuales, puede contemplar en el pecado visible, con su carga de vergüenza y aflicción desconsoladora, la verdadera naturaleza del mal que lleva oculto en su alma. El momento de tentación en que posiblemente se caiga en pecado gravoso no crea el mal que se manifiesta; sólo desarrolla o revela lo que estaba latente y oculto en el corazón. "Porque cual es su pensamiento en su corazón, tal es él", ya que del corazón "mana la vida".*

 

"Si tu mano derecha te es ocasión de caer, córtala, y échala de ti".

 

Para evitar que la enfermedad se extienda por el cuerpo y destruya la vida, el hombre permite que se le ampute 55 hasta la mano derecha. Debería estar aún más dispuesto a renunciar a lo que pone en peligro la vida del alma.

Las almas degradadas y esclavizadas por Satanás han de ser redimidas por el Evangelio para participar de la libertad gloriosa de los hijos de Dios. El propósito de Dios no es únicamente librarnos del sufrimiento que es consecuencia inevitable del pecado, sino salvarnos del pecado mismo. El alma corrompida y deformada debe ser limpiada y transformada para ser vestida, con "la luz de Jehová nuestro Dios". Debemos ser "hechos conformes a la imagen de su Hijo". "Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman".* Sólo la eternidad podrá revelar el destino glorioso del hombre en quien se restaure la imagen de Dios.

Para que podamos alcanzar este alto ideal, debe sacrificarse todo lo que le causa tropiezo al alma. Por medio de la voluntad, el pecado retiene su dominio sobre nosotros. La rendición de la voluntad se representa como la extracción del ojo o la amputación de la mano. A menudo nos parece que entregar la voluntad a Dios es aceptar una vida contrahecha y coja; pero es mejor, dice Cristo, que el yo esté contrahecho, herido y cojo, si por este medio puede el individuo entrar en la vida. Lo que le parece desastre es la puerta de entrada al beneficio supremo.

Dios es la fuente de la vida, y sólo podemos tener vida cuando estamos en comunión con él. Separados de Dios, podemos existir por corto tiempo, pero no poseemos la vida. "La que se entrega a los placeres, viviendo está muerta".* Únicamente cuando entregamos nuestra voluntad a Dios, él puede impartirnos vida. Sólo al recibir su vida por la entrega del yo es posible, dijo Jesús, que se venzan estos pecados ocultos que he señalado. Podéis encerrarlos en el corazón y esconderlos a los ojos humanos, pero ¿Cómo compareceréis ante la presencia de Dios?

Si os aferráis al yo y rehusáis entregar la voluntad a Dios, elegís la muerte. Dondequiera que esté el pecado, Dios es para él un fuego devorador. Si elegís el pecado y rehusáis 56 separamos de él, la presencia de Dios que consume el pecado también os consumirá a vosotros.

Requiere sacrificio entregarnos a Dios, pero es sacrificio de lo inferior por lo superior, de lo terreno por lo espiritual, de lo perecedero por lo eterno. No desea Dios que se anule nuestra voluntad, porque solamente mediante su ejercicio podemos hacer lo que Dios quiere. Debernos entregar nuestra voluntad a él para que podamos recibirla de vuelta purificada y refinada, y tan unida en simpatía con el Ser divino que él pueda derramar, por nuestro medio los raudales de su amor y su poder. Por amarga y dolorosa que parezca esta entrega al corazón voluntarioso y extraviado, aun así nos dice: "Mejor te es".

 

Hasta que Jacob no cayó desvalido y sin fuerzas sobre el pecho del Ángel del pacto, no conoció la victoria de la fe vencedora ni recibió el título de príncipe con Dios. Sólo cuando "cojeaba de su cadera" se detuvieron las huestes armadas de Esaú, y el Faraón, heredero soberbio de un linaje real, se inclinó para pedir su bendición. Así el autor de nuestra salvación se hizo ""perfecto... por ¡medio de los padecimientos". y los hijos de fe "sacaron fuerzas de debilidad" y "pusieron en fuga ejércitos extranjeros". Así "los cojos arrebatarán presa", el débil "será como David" y "la casa de David como... el ángel de Jehová".*

 

¿Es lícito al hombre repudiar a su mujer por cualquier causa?"

 

Entre los judíos se permitía que un hombre repudiase a su mujer por las ofensas más insignificantes, y ella quedaba en libertad para casarse otra vez. Esta costumbre era causa de mucha desgracia y pecado. En el Sermón del Monte, Jesús indicó claramente que el casamiento no podía disolverse, excepto por infidelidad a los votos matrimoniales. "El que repudia a su mujer -dijo él-, a no ser por causa de fornicación, hace que ella adultere; y el que se casa con la repudiada, comete adulterio".

Después, cuando los fariseos lo interrogaron acerca de la legalidad del divorcio, Jesús dirigió la atención de sus 57 oyentes hacia a institución del matrimonio conforme se ordenó en la creación del mundo. "Por la dureza de vuestro corazón -dijo, él- Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres: mas al principio no fue así". Se refirió a los días bienaventurados del Edén, cuando Dios declaró que todo "era bueno en gran manera". Entonces tuvieron su origen dos instituciones gemelas, para la gloria de Dios y en beneficio de la humanidad: el matrimonio y el sábado. Al unir Dios en matrimonio las manos de la santa pareja diciendo:

"Dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne",* dictó a ley del matrimonio para todos los hijos de Adán hasta el fin del tiempo. Lo que el mismo Padre eterno había considerado bueno era una ley que reportaba la más elevada bendición y progreso para los hombres.

Como todas las demás excelentes dádivas que Dios confió a la custodia de la humanidad, el matrimonio fue pervertido por el pecado; pero el propósito del Evangelio es restablecer su pureza, y hermosura. Tanto en el Antiguo como en él Nuevo Testamento, se emplea el matrimonio para representar la unión tierna y sagrada que existe entre Cristo y su pueblo, los redimidos a quienes él adquirió al precio del Calvario. Dice: "No temas... porque tu marido tu Hacedor; Jehová de los ejércitos es su nombre; y tu Redentor, el Santo de Israel; Dios de toda la tierra será llamado". "Convertíos, hijos rebelde , dice Jehová, porque yo soy vuestro esposo". En el Cantar de los Cantares oímos decir a la voz de la novia: "Mi amado es mío, y yo suya". Y el "señalado entre diez mil" dice a su escogida: "Tú eres hermosa, amiga mía, y en ti no hay mancha".*

Mucho después, Pablo, el apóstol, al escribir a los cristianos de Efeso, declara que el Señor constituyó al marido cabeza de la mujer, como su protector y vínculo que une a los miembros de la familia, así como Cristo es la cabeza de la iglesia y el Salvador del cuerpo místico. Por eso dice: "Como la iglesia, está sujeta a Cristo, así también las casadas lo estén a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí 58 mismo por ella, para santificarla, habiéndole purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a si mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha. Así también los maridos deben amar a sus mujeres" .*

La gracia de Cristo, y sólo ella, puede hacer de esta institución lo que Dios deseaba que fuese: un medio de beneficiar y elevar a la humanidad. Así las familias de la tierra, en su unidad, paz y amor, pueden representar a la familia de los cielos.

Ahora, como en el tiempo de Cristo, la condición de la sociedad merece un triste comentario, en contraste con el ideal del cielo para esta relación sagrada. Sin embargo, aun a los que encontraron amargura y desengaño donde habían esperado compañerismo y gozo, el Evangelio de Cristo ofrece consuelo. La paciencia y ternura que su Espíritu puede impartir endulzará la suerte más amarga. El corazón en el cual mora Cristo estará tan henchido, tan satisfecho de su amor que no se consumirá con el deseo de atraer simpatía y atención a sí mismo. Si el alma se entrega a Dios, la sabiduría de él puede llevar a cabo lo que la capacidad humana no logra hacer. Por la revelación de su gracia, los corazones que eran antes indiferentes o se habían enemistado pueden unirse con vínculos más fuertes y más duraderos que los de la tierra, los lazos de oro de un amor que resistirá cualquier prueba.

 

"No perjurarás".

 

Se nos indica por qué se dio este mandamiento: No hemos de jurar "ni por el cielo, porque es el trono de Dios; ni por la tierra, porque es el estrado de sus pies; ni por Jerusalén, porque es la ciudad del gran Rey. Ni por tu cabeza jurarás, porque no puedes hacer blanco o negro un sólo cabello".

Todo proviene de Dios. No tenemos nada que no hayamos recibido; además, no tenemos nada que no haya sido comprado para nosotros por la sangre de Cristo. Todo lo 59 que poseemos nos llega con el sello de la cruz, y ha sido comprado con la sangre que es más preciosa que cuanto puede imaginarse, porque es la vida de Dios. De ahí que no tengamos derecho de empeñar cosa alguna en juramento, como si fuera nuestra, para garantizar el cumplimiento de nuestra palabra.

Los judíos entendían que el tercer mandamiento prohibía el uso profano del nombre de Dios; pero se creían libres para pronunciar otros juramentos. Prestar juramento era común entre ellos. Por medio de Moisés se les prohibió jurar en falso; pero tenían muchos artificios para librarse de la obligación que entraña un juramento. No temían incurrir en lo que era realmente blasfemia ni les atemorizaba el perjurio, siempre que estuviera disfrazado por algún subterfugio técnico que les permitiera eludir la ley.

Jesús condenó sus prácticas, y declaró que su costumbre de jurar era una transgresión del mandamiento de Dios. Pero el Salvador no prohibió el juramento judicial o legal en el cual se pide solemnemente a Dios que sea testigo de que cuanto se dice es la verdad, y nada más que la verdad. El mismo Jesús, durante su juicio ante el Sanedrín, no se negó a dar testimonio bajo juramento. Dijo el sumo sacerdote: "Te conjuro por el Dios viviente, que nos digas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios". Contestó Jesús: "Tú lo has dicho".* Si Cristo hubiera condenado en el Sermón del Monte el juramento judicial, en su juicio habría reprobado al sumo sacerdote y así, para provecho de sus seguidores, habría corroborado su propia enseñanza.

A muchos que no temen engañar a sus semejantes se les ha enseñado que es una cosa terrible mentir a su Hacedor, y el Espíritu Santo les ha hecho sentir que es así. Cuando están bajo juramento, se les recuerda que no declaran sólo ante los hombres, sino también ante Dios; que si mienten, ofenden a Aquel que lee el corazón y conoce la verdad. El conocimiento de los castigos terribles que recibió a veces este pecado tiene sobre ellos una influencia restrictiva. 60

Si hay alguien que puede declarar en forma consecuente bajo juramento, es el cristiano. Vive continuamente como en la presencia de Dios, seguro de que todo pensamiento es visible a los ojos del Ángel con quien tenemos que ver; y cuando ello le es requerido legalmente, le es lícito pedir que Dios sea testigo de que lo que dice es la verdad, y nada más que la verdad.

Jesús enunció un principio que haría inútil todo juramento. Enseña que la verdad exacta debe ser la ley del hablar. "Sea vuestro hablar: Sí, sí; no, no; porque lo que es más de esto, de mal procede".

Estas palabras condenan todas las frases e interjecciones insensatas que rayan en profanidad. Condenan los cumplidos engañosos, el disimulo de la verdad, las frases lisonjeras, las exageraciones, las falsedades en el comercio que prevalecen en la sociedad y en el mundo de los negocios. Enseñan que nadie puede llamarse veraz si trata de aparentar lo que no es o si sus palabras no expresan el verdadero sentimiento de su corazón.

Si se prestara atención a estas palabras de Cristo, se refrenaría la expresión de malas sospechas y ásperas censuras; porque al comentar las acciones y los motivos ajenos, ¿quién puede estar seguro de decir la verdad exacta? ¡Cuántas veces influyen sobre la impresión dada el orgullo, el enojo, el resentimiento personal Una mirada, una palabra, aun una modulación de la voz, pueden rebosar mentiras. Hasta los hechos ciertos pueden presentarse de manera que produzcan una impresión falsa. "Lo que es más" que la verdad, "de mal procede".

Todo cuanto hacen los cristianos debe ser transparente como la luz del sol. La verdad es de Dios; el engaño, en cada tina de sus muchas formas, es de Satanás; el que en algo se aparte de la verdad exacta, se somete al poder del diablo. Pero no es fácil ni sencillo decir la verdad exacta. No podemos decirla a menos que la sepamos; y ¡cuántas veces las opiniones preconcebidas, el prejuicio mental, el conocimiento imperfecto, los errores de juicio impiden que tengamos una comprensión correcta de los asuntos que nos 61 atañen! No podemos hablar la verdad a menos que nuestra mente esté bajo la dirección constante de Aquel que es verdad.

Por medio del apóstol Pablo, Cristo nos ruega: "Sea vuestra palabra siempre con gracia". "Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca, sino la que sea buena para la necesaria edificación, a fin de dar gracia a los oyentes".* A la luz de estos pasajes vemos que las palabras pronunciadas por Cristo en el monte condenan la burla, la frivolidad y la conversación impúdica. Exigen que nuestras palabras sean no solamente verdaderas sino también puras.

Quienes hayan aprendido de Cristo no tendrán participación "en las obras infructuosas de las tinieblas". En su manera de hablar, tanto como en su vida, serán sencillos, sinceros y veraces porque se preparan para la comunión con los santos en cuyas "bocas no fue hallada mentira".*

 

"No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra".

 

Constantemente surgían ocasiones de provocación para los judíos en su trato con la soldadesca romana. Había tropas acantonadas en diferentes sitios de Judea y Galilea, y su presencia recordaba al pueblo su propia decadencia nacional. Con amargura íntima oían el toque del clarín y veían cómo las tropas se alineaban alrededor del estandarte de Roma para rendir homenaje a este símbolo de su poder.

 

Las fricciones entre el pueblo y los soldados eran frecuentes, lo que acrecentaba el odio popular. A menudo, cuando algún jefe romano con su escolta de soldados iba de un lugar a otro, se apoderaba de los labriegos judíos que trabajaban en el campo y los obligaba a transportar su carga trepando la ladera de la montaña o a prestar cualquier otro servicio que pudiera necesitar. Esto estaba de acuerdo con las leyes y costumbres romanas, y la resistencia a esas exigencias sólo traía vituperios y crueldad. Cada día aumentaba en el corazón del pueblo el anhelo de libertarse del yugo romano. Especialmente entre los 62 osados y bruscos galileos, cundía el espíritu de rebelión. Por ser Capernaum una ciudad fronteriza, era la base de una guarnición romana, y aun mientras Jesús enseñaba, una compañía de soldados romanos que se hallaba a la vista recordó a sus oyentes cuán amarga era la humillación de Israel. El pueblo miraba ansiosamente a Cristo, esperando que él fuese quien humillaría el orgullo de Roma.

 

Miró Jesús con tristeza los rostros vueltos hacia él. Notó el espíritu de venganza que había dejado su impresión maligna sobre ellos, y reconoció con cuánta amargura el pueblo ansiaba poder para aplastar a sus opresores. Tristemente, les aconsejó: "No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en tu mejilla derecha, vuélvele también la otra".

 

Estas palabras eran una repetición de la enseñanza del Antiguo Testamento. Es verdad que la regla "ojo por ojo, diente por diente", se hallaba entre las leyes dictadas por Moisés; pero era un estatuto civil. Nadie estaba justificado para vengarse, porque el Señor había dicho: "No digas: Yo me vengaré". "Ño digas: Como me hizo, así le haré". "Cuando cayere tu enemigo, no te regocijes". "Si el que te aborrece tuviere hambre, dale de comer pan, y si tuviere sed, dale de beber agua".*

 

Toda la vida terrenal de Jesús fue una manifestación de este principio. Para traer el pan de vida a sus enemigas nuestro Salvador dejó su hogar en los cielos. Aunque desde la cuna hasta el sepulcro lo abrumaron las calumnias y la persecución, Jesús no les hizo frente sino expresando su amor perdonador. Por medio del profeta Isaías, dice: "Di mi cuerpo a los heridores, y mis mejillas a los que me mesaban la barba; no escondí mi rostro de injurias y de esputos". "Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca".* Desde la cruz del Calvario, resuenan a través de los siglos su oración en favor de sus asesinos y el mensaje de esperanza al ladrón moribundo.

 

Cristo vivía rodeado de la presencia del Padre, y nada 63 le aconteció que no fuese permitido por el Amor infinito para bien del mundo. Esto era su fuente de consuelo, y lo es también para nosotros. El que está lleno del Espíritu de Cristo mora en Cristo. El golpe que se le dirige a él, cae sobre el Salvador, que lo rodea con su presencia. Todo cuanto le suceda viene de Cristo. No tiene que resistir el mal, porque Cristo es su defensor. Nada puede tocarlo sin el permiso de nuestro Señor; y "todas las cosas" cuya ocurrencia es permitida "a los que aman a Dios. les ayudan a bien".*

 

"Y al que quiera ponerte a pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa; y a cualquiera que te obligue a llevar carga por una milla, ve con él dos".

 

Mandó Jesús a sus discípulos que, en vez de oponerse a las órdenes de las autoridades, hicieran aún más de lo que se requería de ellos. En lo posible, debían cumplir toda obligación, aun más allá de lo que exigía la ley del país. La ley dada por Moisés ordenaba que se tratase con tierna consideración a los pobres. Cuando uno de éstos daba su ropa como prenda o como garantía de una deuda, no se permitía al acreedor entrar en la casa para obtenerla; tenía que esperar en la calle hasta que le trajeran la prenda. Cualesquiera fuesen las circunstancias, era necesario que la prenda a su dueño antes de la puesta fuera devuelta del sol.* En los días de Cristo se daba poca importancia a estas reglas misericordiosas, pero Jesús enseñó a sus discípulos que se sometieran a la decisión del tribunal, aunque éste exigiese más de lo autorizado por la ley de Moisés. Aunque demandase una prenda de ropa, debían entregarla. Todavía más: debían dar al acreedor lo que le adeudaban y, si fuera necesario, entregar aún más de lo que el tribunal le autorizaba tomar. "Y al que quisiere ponerte a pleito -dijo- y quitarte la túnica, déjale también la capa". Y si los correos exigen que vayáis una milla con ellos, debéis ir dos millas.

Añadió Jesús: "Al que te pida, dale: y al que quiera tomar de ti prestado, no se lo rehuses". La misma lección se había enseñado mediante Moisés: "No endurecerás tu 64 corazón, ni cerrarás tu mano contra tu hermano pobre, sino abrirás a él tu mano liberalmente, y en efecto prestarás lo que necesite".* Este pasaje bíblico aclara significado de las palabras del Salvador. Cristo no nos enseña a dar indistintamente a todos los que piden limosna, pero dice: "En efecto le prestarás lo que necesite", y esto ha de ser un regalo, antes que un préstamo, porque hemos de prestar, "no esperando de ello nada".*

 

"Amad a vuestros enemigos".

 

La lección del Salvador: "No resistáis al que es malo", era inaceptable para los judíos vengativos, quienes murmuraban contra ella entre sí; pero ahora Jesús pronunció una declaración aún más categórica:

"Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos".

Tal era el espíritu de la ley que los rabinos habían interpretado erróneamente como un código frío de demandas rígidas. Se creían mejores que los demás hombres y se consideraban con derecho al favor especial de Dios por haber nacido israelitas; pero Jesús señaló que únicamente un espíritu de amor misericordioso podría dar evidencia de que estaban animados por motivos más elevados que los publicanos y los pecadores, a quienes aborrecían.

Señaló Jesús a sus oyentes al Gobernante del universo bajo un nuevo nombre: "Padre nuestro". Quería que entendieran con cuánta ternura el corazón de Dios anhelaba recibirlos. Enseñó que Dios se interesa por cada alma perdida; que "como el padre se compadece de los hijos, se compadece Jehová de los que le temen".* Ninguna otra religión que la de la Biblia presentó jamás al mundo tal concepto de Dios. El paganismo enseña a los hombres a mirar al Ser Supremo como objeto de temor antes que de amor, como una deidad maligna a la que es preciso aplacar 65 con sacrificios, en vez de un Padre que vierte sobre sus hijos el don de su amor. Aun el pueblo de Israel había llegado a estar tan ciego a la enseñanza preciosa de los profetas con referencia a Dios, que esta revelación de su amor paternal parecía un tema original, un nuevo don al mundo.

Los judíos creían que Dios amaba a los que le servían -los cuales eran, en su opinión, quienes cumplían las exigencias de los rabinos- y que todo el resto del mundo vivía bajo su desaprobación y maldición. Pero no es así, dijo Jesús; el mundo entero, los malos y los buenos, reciben el sol de su amor. Esta verdad debierais haberla aprendido de la misma naturaleza, porque Dios "hace salir su sol sobre malos y buenos, y. . . hace llover sobre justos e injustos".

No es por un poder inherente por lo que año tras año produce la tierra sus frutos y sigue en su derrotero alrededor del sol. La mano de Dios guía a los planetas y los mantiene en posición en su marcha ordenada a través de los cielos. Es su poder el que hace que el verano y el invierno, el tiempo de sembrar y de recoger, el día y la noche se sigan uno a otro en sucesión regular. Es por su palabra como florece la vegetación, y como aparecen las hojas y las flores llenas de lozanía. Todo lo bueno que tenemos, cada rayo del sol y cada lluvia, cada bocado de alimento, cada momento de la vida, es un regalo de amor.

Cuando nuestro carácter no conocía el amor y éramos "aborrecibles" y nos aborrecíamos "unos a otros", nuestro Padre celestial tuvo compasión de nosotros. "Cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres, nos salvó, no por obras de justicia que nosotros habíamos hecho, sino por su misericordia".* Si recibimos su amor, nos hará igualmente tiernos y bondadosos, no sólo con quienes nos agradan, sino también con los más defectuosos, errantes y pecaminosos.

Los hijos de Dios son aquellos que participan de su naturaleza. No es la posición mundanal, ni el nacimiento, ni la nacionalidad, ni los privilegios religiosos, lo que prueba 66 que somos miembros de la familia de Dios; es el amor, un amor que abarca a toda la humanidad. Aun los pecadores cuyos corazones no estén herméticamente cerrados al Espíritu de Dios responden a la bondad. Así como pueden responder al odio con el odio, también corresponderán al amor con el amor. Solamente el Espíritu de Dios devuelve el amor por odio. El ser bondadoso con los ingratos y los malos, el hacer lo bueno sin esperar recompensa, es la insignia de la realeza del cielo, la señal segura mediante la cual los hijos del Altísimo revelan su elevada vocación.

 

"Sed, pues, vosotros Perfecto, como vuestro Padre que está en los cielos es Perfecto".

 

La palabra "pues" implica una conclusión, una deducción que surge de lo que ha precedido. Jesús acaba de describir a sus oyentes la misericordia y el amor inagotables de Dios, y por lo tanto les ordena ser perfectos. Porque vuestro Padre celestial "es benigno para con los ingratos y malos",* pues se ha inclinado para elevarnos; por eso, dice Jesús, podéis llegar a ser semejantes a él en carácter y estar en pie sin defecto en la presencia de los hombres y los ángeles.

 

Las condiciones para obtener la vida eterna, bajo la gracia, son exactamente las mismas que existían en Edén: una justicia perfecta, armonía con Dios y completa conformidad con los principios de su ley. La norma de carácter presentada en el Antiguo Testamento es la misma que se presenta en el Nuevo Testamento. No es una medida o norma que no podamos alcanzar. Cada mandato o precepto que Dios da tiene como base la promesa más positiva. Dios ha provisto los elementos para que podamos llegar a ser semejantes a él, y lo realizará en favor de todos aquellos que no interpongan una voluntad perversa y frustren así su gracia.

 

Dios nos amó con amor indecible, y nuestro amor hacia él aumenta a medida que comprendemos algo de la largura, la anchura, la profundidad y la altura de este amor que excede todo conocimiento. Por la revelación del 67 encanto atractivo de Cristo, por el conocimiento de su amor expresado hacia nosotros cuando aún éramos pecadores, el corazón obstinado se ablanda y se somete, y el pecador se transforma y llega a ser hijo del cielo. Dios no utiliza medidas coercitivas; el agente que emplea para expulsar el pecado del corazón es el amor. Mediante él, convierte el orgullo en humildad, y la enemistad y la incredulidad, en amor y fe.

 

Los judíos habían luchado afanosamente para alcanzar la perfección por sus propios esfuerzos, y habían fracasado Ya les había dicho Cristo que la justicia de ellos no podría entrar en el reino de los cielos. Ahora les señala el carácter de la justicia que deberán poseer todos los que entren en el cielo. En todo el Sermón del Monte describe los frutos de esta justicia, y ahora en una breve expresión señala su origen y su naturaleza: Sed perfectos como Dios es perfecto. La ley no es más que una transcripción del carácter de Dios. Contemplad en vuestro Padre celestial una manifestación perfecta de los principios que constituyen el fundamento de su gobierno.

 

Dios es amor. Como los rayos de la luz del sol, el amor, la luz y el gozo fluyen de él hacia todas sus criaturas. Su naturaleza es dar. La misma vida de Dios es la manifestación del amor abnegado. Nos pide que seamos perfectos como él, es decir, de igual manera. Debemos ser centros de luz y bendición para nuestro reducido círculo así como él lo es para el universo. No poseemos nade por nosotros mismo, pero la luz del amor brilla sobre nosotros y hemos de reflejar su resplandor. Buenos gracias al bien proveniente de Dios, podemos ser perfectos en nuestra esfera, así como él es perfecto en la suya.

 

Dijo Jesús: Sed perfectos como vuestro Padre es perfecto. Si sois hijos de Dios, sois participantes de su naturaleza y no podéis menos que asemejaras a él. Todo hijo vive gracias a la vida de su padre. Si sois hijos de Dios, engendrados por su Espíritu, vivís por la vida de Dios. En Cristo "habita corporalmente toda la plenitud de la Divinidad"; y la vida de Jesús se manifiesta "en nuestra carne 68 mortal". Esa vida producirá en nosotros el mismo carácter y manifestará las mismas obras que manifestó en él. Así estaremos en armonía con cada precepto de su ley, porque

"la ley de Jehová es perfecta, que convierte el alma". Mediante el amor, "la justicia de la ley" se cumplirá "en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu" .* 69

 

EL VERDADERO MOTIVO DEL SERVICIO*

 

"Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres, .para ser vistos de ellos"

Las palabras de Cristo en el monte fueron expresión de lo que había sido la enseñanza silenciosa de su vida pero que el pueblo no había llegado a comprender. Al ver que él tenía tanto poder, no podían explicarse por qué no lo empleaba para alcanzar lo que, según pensaban ellos, era el bien supremo. El espíritu, los motivos y los métodos que seguían eran opuestos a los de él. Aunque aseveraban defender con minucioso celo el honor de la ley, lo que en verdad buscaban era la gloria personal y egoísta. Cristo quería enseñarles que la persona que se ama a si misma quebranta la ley.

Sin embargo, los principios sostenidos por los fariseos han caracterizado a la humanidad en todos los siglos. El espíritu del farisaísmo es el espíritu de la naturaleza humana; y mientras el Salvador contrastaba su propio espíritu y sus métodos con los de los rabinos, enseñó algo que puede aplicarse igualmente a la gente de todas las épocas.

En los tiempos de Cristo los fariseos procuraban constantemente ganar el favor del cielo para disfrutar de prosperidad y honores mundanos, que para ellos constituían la recompensa de la virtud. Al mismo tiempo hacían alarde de sus actos de caridad para atraer la atención del público y ganar así renombre de santidad.

Jesús censuró esta ostentación, declarando que Dios no 70 reconoce un servicio tal, y que la adulación y admiración populares que ellos buscaban con tanta avidez eran la única recompensa que recibirían.

"Cuando tú des limosna, no sepa tu izquierda lo que hace tu derecha, para que sea tu limosna en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público".

Con estas palabras, Jesús no quiso enseñar que los actos benévolos deben guardarse siempre en secreto. El apóstol Pablo, inspirado por el Espíritu Santo, no ocultó el sacrificio personal de los generosos cristianos de Macedonia, sino que se refirió a la gracia que Cristo había manifestado en ellos, y así otros se sintieron movidos por el mismo espíritu. Escribió también a la iglesia de Corinto: "Vuestro ejemplo ha estimulado a muchos".*

Las propias palabras de Cristo expresan claramente lo que quería decir, a saber, que en la realización de actos de caridad no se deben buscar las alabanzas ni los honores de los hombres. La piedad verdadera no impulsa a la ostentación. Los que desean palabras de alabanza y adulación, y las saborean como delicioso manjar, son meramente cristianos de nombre.

Por sus obras buenas, los seguidores de Cristo deben dar gloria, no a sí mismos, sino al que les ha dado gracia y poder para obrar. Toda obra buena se cumple solamente por el Espíritu Santo, y éste es dado para glorificar, no al que lo recibe, sino al Dador. Cuando la luz de Cristo brille en el alma, los labios pronunciarán alabanzas y agradecimiento a Dios. Nuestras oraciones, nuestro cumplimiento del deber, nuestra benevolencia, nuestro sacrificio personal, no serán el tema de nuestros pensamientos ni de nuestra conversación. Jesús será magnificado, el yo se esconderá y se verá que Cristo reina supremo en nuestra vida.

Hemos de dar sinceramente, mas no con el fin de alardear de nuestras buenas acciones, sino por amor y simpatía hacia los que sufren. La sinceridad del propósito y la bondad genuina del corazón son los motivos apreciados por el cielo. Dios considera más preciosa que el oro de Ofir el alma que lo ama sinceramente y de todo corazón. 71

No hemos de pensar en el galardón, sino en el servicio; sin embargo, la bondad que se muestra en tal espíritu no dejará de tener recompensa. "Tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público". Aunque es verdad que Dios mismo es el gran Galardón, que abarca todo lo demás, el alma lo recibe y se goza en él solamente en la medida en que se asemeja a él en carácter. Sólo podemos apreciar lo que es parecido a nosotros. Sólo cuando nos entregamos a Dios para que nos emplee en el servicio de la humanidad, nos hacemos partícipes de su gloria y carácter.

Nadie puede dejar que por su vida y su corazón fluya hacia los demás el río de bendiciones celestiales sin recibir para sí mismo una rica recompensa. Las laderas de los collados y los llanos no sufren porque por ellos corren ríos que se dirigen al mar. Lo que dan se les retribuye cien veces, porque el arroyo que pasa cantando deja tras sí regalos de vegetación y fertilidad. En sus orillas la hierba es más verde; los árboles, más lozanos; las flores, más abundantes. Cuando los campos se ven yermos y agostados por el calor abrasador del verano, la corriente del río se destaca por su línea de verdor, y el llano que facilitó el transporte de los tesoros de las montañas hasta el mar se viste de frescura y belleza, atestiguando así la recompensa que la gracia de Dios da a cuantos sirven de conductos para las bendiciones del cielo.

Tal es la bendición para quienes son misericordiosos con los pobres. El profeta Isaías dice: ¿No es que partas tu pan con el hambriento, y a los pobres errantes albergues en casa; que cuando veas al desnudo, lo cubras, y no te escondas de tu hermano? Entonces nacerá tu luz como el alba, y tu salvación se dejará ver pronto... Jehová te pastoreará siempre, y en las sequías saciará tu alma.... y serás como huerto de riego, y como manantial de aguas, cuyas aguas nunca faltan".*

La obra de beneficencia es dos veces bendita. Mientras el que da a los menesterosos los beneficia, él mismo se beneficia en grado aún mayor. La gracia de Cristo en el alma desarrolla atributos del carácter que son opuestos al egoísmo 72 atributos que han de refinar, ennoblecer y enriquecer la vida. Los actos de bondad hechos en secreto ligarán los corazones y los acercarán al corazón de Aquel de quien mana todo impulso generoso. Las pequeñas atenciones y los actos insignificantes de amor y de sacrificio, que manan de la vida tan quedamente como la fragancia de una flor, constituyen una gran parte de las bendiciones y felicidades de la vida. Al fin se verá que la abnegación para bien y dicha de los demás, por humilde e inadvertida que sea en la tierra, se reconoce en el cielo como muestra de nuestra unión con el Rey de gloria, quien, siendo, rico, se hizo pobre por nosotros.

Aunque los actos de bondad sean realizados en secreto, no se puede esconder su resultado sobre el carácter del que los realiza. Si trabajamos sin reserva como seguidores de Cristo, el corazón se unirá en estrecha simpatía con el de Dios, y su Espíritu, al influir sobre el nuestro, hará que el alma responda con armonías sagradas al toque divino.

El que multiplica los talentos de los que emplearon con prudencia los dones que les confió reconocerá con agrado el servicio de sus creyentes en el Amado, por cuya gracia y fuerza obraron. Los que procuraron desarrollar y perfeccionar un carácter cristiano por el ejercicio de sus facultades en obras buenas, segarán en el mundo venidero lo que aquí sembraron. La obra empezada en la tierra llegará a su consumación en aquella vida más elevada y más santa que perdurará por toda la eternidad.

"Y cuando ores, no seas como los hipócritas".

Los fariseos tenían horas fijas para orar, y cuando, como sucedía a menudo, en el momento designado se encontraban ausentes de casa, fuese en la calle, en el mercado o entre las multitudes apresuradas, allí mismo se detenían y recitaban en alta voz sus oraciones formales. Un culto tal, ofrecido simplemente para glorificación del yo, mereció la reprensión más severa de Jesús. Sin embargo, no desaprobó la oración pública; él mismo oraba con sus discípulos, y en presencia de la multitud. Lo que enseña es que la oración 73 acerca de la vida íntima no debe hacerse en público. En la devoción secreta nuestras oraciones no deben alcanzar sino el oído de Dios, que siempre las escucha. Ningún oído curioso debe asumir el peso de tales peticiones.

"Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento". Tengamos un lugar especial para la oración secreta. Debemos escoger, como lo hizo Cristo, lugares selectos para comunicarnos con Dios. Muchas veces necesitamos apartarnos en algún lugar, aunque sea humilde, donde estemos a solas con Dios.

"Ora a tu Padre que está en secreto". En el nombre de Jesús podemos llegar a la presencia de Dios con la confianza de un niño. No hace falta que algún hombre nos sirva de mediador. Por medio de Jesús, podemos abrir nuestro corazón a Dios como a quien nos conoce y nos ama.

En el lugar secreto de oración, donde ningún ojo puede ver ni oído oír sino únicamente Dios, podemos expresar nuestros deseos y anhelos más íntimos al Padre de compasión infinita; y en la tranquilidad y el silencio del alma, esa voz que jamás deja de responder al clamor de la necesidad humana, hablará a nuestro corazón.

"El Señor es muy misericordioso y compasivo".* Espera con amor infatigable para oír las confesiones de los desviados del buen camino y para aceptar su arrepentimiento. Busca en nosotros alguna expresión de gratitud, así como la madre busca una sonrisa de reconocimiento de su niño amado. Quiere que sepamos con cuánto fervor y ternura se conmueve su corazón por nosotros. Nos convida a llevar nuestras pruebas a su simpatía, nuestras penas a su amor, nuestras heridas a su poder curativo, nuestra debilidad a su fuerza, nuestro vacío a su plenitud. jamás dejó frustrado al que se allegó a él. "Los que miraron a él fueron alumbrados, y sus rostros no fueron avergonzados".*

No será vana la petición de los que buscan a Dios en secreto, confiándole sus necesidades y pidiéndole ayuda. "Tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público". Si nos asociamos diariamente con Cristo, sentiremos en nuestro derredor los poderes de un mundo invisible; y mirando a Cristo, nos asemejaremos a él. Contemplándolo, seremos 74 transformados. Nuestro carácter se suavizará, se refinará y ennoblecerá para el reino celestial. El resultado seguro de nuestra comunión con Dios será un aumento d piedad, pureza y celo. Oraremos con inteligencia cada vez: mayor. Estamos recibiendo una educación divina, la cual se revela en tina vida diligente y fervorosa.

El alma que se vuelve a Dios en ferviente oración diaria para pedir ayuda, apoyo y poder, tendrá aspiraciones nobles, conceptos claros de la verdad y del deber, propósito elevados, así como sed y hambre insaciable de justicia. Al mantenernos en relación con Dios, podremos derramar sobre las personas que nos rodean la luz, la paz y la serenidad que imperan en nuestro corazón. La fuerza obtenida al orar a Dios, sumada a los esfuerzos infatigables para acostumbrar la mente a ser más considerada y atenta, nos prepara para los deberes diarios, y preserva la paz del espíritu, bajo todas las circunstancias.

Si nos acercamos a Dios, él nos dará palabras para hablar, por él y para alabar su nombre. Nos enseñará una melodía de la canción angelical, así como alabanzas de gratitud nuestro Padre celestial. En todo acto de la vida se revelarán la luz y el amor del Salvador que mora en nosotros. Las dificultades exteriores no pueden afectar la vida se vive por la fe en el Hijo de Dios.

"¿Y orando, no uséis vanas repeticiones, como los gentiles".

Los paganos pensaban que sus oraciones tenían en si méritos para expiar el pecado. Por lo tanto, cuanto más larga fuera la oración, mayor mérito tenía. Si por sus propios esfuerzos podían hacerse santos, tendrían entonces algo en que regocijarse y de lo cual hacer alarde. Esta idea de la oración resulta de la creencia en la expiación por propio mérito en que se basa toda religión falsa. Los fariseos habían adoptado este concepto pagano de la oración que existe todavía hasta entre los que profesan ser cristianos. La repetición de expresiones prescritas y formales mientras el corazón no siente la necesidad de Dios, es comparable con las "vanas repeticiones" de los gentiles. 75

La oración no es expiación del pecado, y de por sí no tiene mérito ni virtud. Todas las palabras floridas que tengamos a nuestra disposición no equivalen a un solo deseo santo. Las oraciones más elocuentes son palabrería vana si no expresan los sentimientos sinceros del corazón. La oración que brota del corazón ferviente, que expresa con sencillez las necesidades del alma así como pediríamos un favor a un amigo terrenal esperando que lo hará, ésa es la oración de fe. Dios no quiere nuestras frases de simple ceremonia; pero el clamor inaudible de quien se siente quebrantado por la convicción de sus pecados y su debilidad llega al oído del Padre misericordioso.

"Cuando ayunéis, no seáis... como los hipócritas".

El ayuno que la Palabra de Dios ordena es algo más que una formalidad. No consiste meramente en rechazar el alimento, vestirse de cilicio, o echarse cenizas sobre la cabeza. El que ayuna verdaderamente entristecido por el pecado no buscará la oportunidad de exhibirse.

El propósito del ayuno que Dios nos manda observar no es afligir el cuerpo a causa de los pecados del alma, sino ayudarnos a percibir el carácter grave del pecado, a humillar el corazón ante Dios y a recibir su gracia perdonadora. Mandó a Israel: "Rasgad vuestro corazón, y no vuestros vestidos, y convertíos a Jehová vuestro Dios".*

A nada conducirá el hacer penitencia ni el pensar que por nuestras propias obras mereceremos o compraremos una heredad con los santos. Cuando se le preguntó a Cristo: "¿Qué debemos hacer para poner en práctica las obras de Dios?", él respondió: "Esta es la obra de Dios, que creáis en el que él ha enviado".* Arrepentirse es alejarse del yo y dirigirse a Cristo; y cuando recibamos a Cristo, para que por la fe él pueda vivir en nosotros, las obras buenas se manifestarán.

Dijo Jesús: "Pero tú, cuando ayunes, unge tu cabeza y lava tu rostro, para no mostrar a los hombres que ayunas, sino a tu Padre que está en secreto". Todo lo que se hace para gloria de Dios tiene que hacerse con alegría, no 76 con tristeza o dolor. No hay nada lóbrego en la religión de Cristo. Si por su actitud de congoja los cristianos dan la impresión de haberse chasqueado en el Señor, presentaran una concepción falsa de su carácter, y proporcionan argumentos a sus enemigos. Aunque de palabra llamen a Dios, su Padre, su pesadumbre y tristeza los hace parecer huérfanos ante todo el mundo.

Cristo desea que su servicio parezca atractivo, como lo es en verdad. Revélense al Salvador compasivo los actos de abnegación y las pruebas secretas del corazón. Dejemos las cargas al pie de la cruz, y sigamos adelante regocijándonos en el amor del que primeramente nos amó. Los hombres no conocerán tal vez la obra que se hace secretamente, entre el alma y Dios, pero se manifestará a todos el resultado de la actuación del Espíritu sobre el corazón, porque él, "que ve en lo secreto, te recompensará en publico".

"No os hagáis tesoros en la tierra".

Los tesoros acumulados en la tierra no perduran: los ladrones entran y los roban; los arruinan el orín y la polilla; el incendio Y la tempestad pueden barrer nuestros bienes. Y "donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón". Lo que se atesora en el mundo absorberás la mente y excluirá aun las cosas del cielo.

El amor al dinero era la pasión dominante en la época de los judíos. La mundanalidad usurpaba en el alma el lugar de Dios y de la religión. Así ocurre ahora. La ambición avarienta de acumular riquezas tiene tal ensalmo sobre la vida, que termina por pervertir la nobleza y corromper toda consideración de los hombres para sus semejantes hasta ahogarlos en la perdición. La servidumbre bajo Satanás rebosa de cuidados, perplejidades y trabajo agotador; los tesoros que los hombres acumular en la tierra son tan sólo temporales.

Dijo Jesús: "Haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque dónde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón". 77 La instrucción que dio fue: "Haceos tesoros en el cielo".

Es de nuestro interés obtener los tesoros celestiales. Es lo único, de todo lo que poseemos, que sea verdaderamente nuestro. El tesoro acumulado en el cielo es imperecedero. Ni el fuego ni la inundación pueden destruirlo, ni ladrón robarlo, ni polilla ni orín corromperlo, porque Dios lo custodia.

Estos tesoros, que Cristo considera inestimables, son "las riquezas de la gloria de su herencia en los santos". A los discípulos de Cristo se los llama sus joyas, su tesoro precioso y particular. Dice él: "Como piedras de diadema serán enaltecidos en su tierra". "Haré más precioso que el oro fino al varón, y más que el oro de Ofir al hombre".* Cristo, el gran centro de quien se desprende toda gloria, considera a su pueblo purificado y perfeccionado como la recompensa de todas sus aflicciones, su humillación y su amor; lo estima como el complemento de su gloria.

Se nos permite unirnos con él en la gran obra de redención y participar con él de las riquezas que ganó por las aflicciones y la muerte. El apóstol Pablo escribió de esta manera a los cristianos tesalonicenses: "¿Cuál es nuestra esperanza, o gozo, o corona de que me gloríe? ¿No lo sois vosotros, delante de nuestro Señor Jesucristo, en su venida? Vosotros sois nuestra gloria y gozo".* Tal es el tesoro por el cual Cristo nos manda trabajar. El carácter es la gran cosecha de la vida. Cada palabra y acto que mediante la gracia de Cristo encienda en algún alma el impulso de elevarse hacia el cielo, cada esfuerzo que tienda a la formación de un carácter como el de Cristo, equivale a acumular tesoros en los cielos.

Donde esté el tesoro, allí estará el corazón. Nos beneficiamos con cada esfuerzo que ejercemos en pro de los demás. El que da de su dinero o de su trabajo para la difusión del Evangelio dedica su interés y sus oraciones a la obra y a las almas a las cuales alcanzará; sus afectos se dirigen hacia otros, y se ve estimulado para consagrarse más completamente a Dios, a fin de poder hacerles el mayor bien posible. 78

En el día final, cuando desaparezcan las riquezas del mundo, el que haya guardado tesoros en el cielo verá lo que su vida ganó. Si hemos prestado atención a las palabras de Cristo, al congregarnos alrededor del gran trono blanco veremos almas que se habrán salvado como consecuencia de nuestro ministerio; sabremos que uno salvó a otros, y éstos, a otros aún. Esta muchedumbre, traída al puerto, de descanso como fruto de nuestros esfuerzos, depositará sus coronas a los pies de Jesús y lo alabará por los siglo interminables de la eternidad. ¡Con qué alegría verá el obrero de Cristo aquellos redimidos, participantes de la gloria del Redentor! ¡Cuán precioso será el cielo para quienes hayan trabajado fielmente por la salvación de las almas!

"Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios".*

"Si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz".

Lo que el Señor señala en estas palabras es la sinceridad, de propósito, la devoción indivisa a Dios. Si existe esta sinceridad de propósito, y no hay vacilación para percibir y obedecer la verdad a cualquier costo, se recibirá luz divina. La piedad verdadera comienza cuando cesa la transigencia con el pecado. Entonces la expresión del corazón será la, del apóstol Pablo: "Una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de, Dios en Cristo Jesús". "Aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo".*

Cuando la vista está cegada por el amor propio, hay solamente oscuridad. "Pero si tu ojo es maligno, todo tu cuerpo estará en tinieblas". Era ésta la oscuridad que envolvió a los judíos en obstinada incredulidad y los imposibilitó para comprender el carácter y la misión del que vino a salvarlos de sus pecados.

El ceder a la tentación empieza cuando se permite a la 79 mente vacilar y ser inconstante en la confianza en Dios. Si no decidimos entregarnos por completo a Dios, quedamos en tinieblas. Cuando hacemos cualquier reserva, abrimos la puerta por la cual Satanás puede entrar para extraviarnos con sus tentaciones. El sabe que sí puede oscurecer nuestra visión para que el ojo de la fe no vea a Dios, no tendremos protección contra el pecado.

El predominio de un deseo pecaminoso revela que el alma está engañada. Cada vez que se cede a dicho deseo se refuerza la aversión del alma contra Dios. Al seguir el sendero elegido por Satanás, nos vemos envueltos por las sombras del mal; cada paso nos lleva a tinieblas más densas y agrava la ceguera del corazón.

En el mundo espiritual rige la misma ley que en el natural. Quien more en tinieblas perderá al fin el sentido de la vista. Estará rodeado por una oscuridad más densa que la de medianoche, y no le puede traer luz el mediodía más brillante. "Anda en tinieblas, y no sabe a dónde va, porque las tinieblas le han cegado los ojos".* Por abrigar el mal con persistencia, por despreciar con obstinación las súplicas del amor divino, el pecador pierde el amor a lo bueno, el deseo de Dios y aun la capacidad misma de recibir la luz del cielo. La invitación de la misericordia sigue rebosando amor, la luz brilla con tanto resplandor como cuando iluminó por vez primera el alma; pero la voz cae en oídos sordos; la luz, en ojos cegados.

Ninguna alma se encuentra desamparada definitivamente por Dios ni abandonada para seguir sus propios pasos, mientras haya esperanza de salvarla. "Dios no se aparta del hombre, sino el hombre de Dios". Nuestro Padre celestial nos sigue con amonestaciones, súplicas y promesas de compasión hasta que las nuevas oportunidades y privilegios resultan totalmente inútiles. La responsabilidad es del pecador. Al resistir hoy al Espíritu de Dios, apareja el camino para la segunda oposición a la luz cuando venga con mayor poder. Así va de oposición en oposición, hasta que la luz no lo conmueve más, y él no responde ya de ninguna manera al Espíritu de Dios. Entonces aun la luz que 80 está en él se ha convertido en tinieblas. La verdad misma que conocía se ha pervertido de tal manera que intensifica la ceguera del alma.

"Ninguno puede servir a dos señores".

Cristo no dice que el hombre no querrá servir a dos señores ni que no deberá servirlos, sino que no puede hacerlo. Los intereses de Dios y los de Mamón* no pueden armonizar en forma alguna. Donde la conciencia del cristiano le aconseja abstenerse, negarse a sí mismo, detenerse, allí mismo el hombre del mundo avanza para gratificar sus tendencias egoístas. A un lado de la línea divisoria se encuentra el abnegado seguidor de Cristo, al otro lado se halla el amante del mundo, dedicado a satisfacerse a sí mismo, siervo de la moda, embebido en frivolidades, regodeándose con placeres prohibidos. A ese lado de la línea no puede pasar el cristiano.

Nadie puede ocupar una posición neutral; no existe una posición intermedia, en la que no se ame a Dios y tampoco se sirva al enemigo de la justicia. Cristo ha de vivir en sus agentes humanos, obrar por medio de sus facultades y actuar por sus habilidades. Ellos deben someter su voluntad a la de Cristo y obrar con su Espíritu. Entonces, ya no son ellos los que viven, sino que Cristo vive en ellos. Quien no se entrega por entero a Dios se ve gobernado por otro poder y escucha otra voz, cuyas sugestiones revisten un carácter completamente distinto. El servicio a medias coloca al agente humano del lado del enemigo, como aliado eficaz de los ejércitos de las tinieblas. Cuándo los que profesan ser soldados de Cristo se unen a la confederación de Satanás y colaboran con él, se revelan como enemigos de Cristo. Traicionan cometidos sagrados. Constituyen un eslabón entre Satanás y los soldados fieles; y por medio de dichos agentes el enemigo trabaja constantemente para seducir los corazones de los soldados de Cristo. 81

El baluarte más fuerte del vicio en nuestro mundo no es la vida perversa del pecador abandonado ni del renegado envilecido; es la vida que en otros aspectos parece virtuosa y noble, pero en la cual se alberga un pecado, se consciente un vicio. Para el alma que lucha secretamente contra alguna tentación gigantesca, que tiembla al borde del precipicio, tal ejemplo es uno de los alicientes más poderosos para pecar. Aquel que, a pesar de estar dotado de un alto concepto de la vida, de la verdad y del honor, quebranta voluntariamente un solo precepto de la santa ley de Dios, pervierte sus nobles dones en señuelos del pecado. El genio, el talento, la simpatía y aun los actos generosos y amables pueden llegar a ser lazos de Satanás para arrastrar a otras almas hasta hacerlas, caer en el precipicio de la ruina, para esta vida y para la venidera.

"No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está, en él. Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo".*

"No os afanéis por vuestra vida".

Quien nos dio la vida sabe que nos hace falta el alimento para conservarla. El que, creó el cuerpo no olvida nuestra necesidad de ropa. El que concedió la dádiva mayor no otorgará también lo necesario para hacerla completa?

Jesús dirigió la atención de sus oyentes a las aves que modulaban sus alegres cantos, libres de congojas, porque, si bien "no siembran, ni siegan", el gran Padre las provee de todo lo necesario. Luego preguntó: "¿No valéis vosotros mucho más que ellas?"

Las laderas de las colinas y los campos estaban esmaltados de flores. Señalándolos en la frescura del rocío matinal, Jesús dijo: "Considerad los lirios del campo, cómo crecen". La habilidad humana puede copiar las formas graciosas y elegantes de las plantas y las flores; mas ¿qué toque puede dar vida siquiera a una florecilla o a una 82 brizna de hierba? Cada flor que abre sus pétalos a la vera del camino debe su existencia al mismo poder que colocó los mundos y estrellas en el cielo. Por toda la creación se siente palpitar la vida del gran corazón de Dios. Sus manos engalanan las flores del campo con atavíos más primorosos que cuantos hayan ornado jamás a los reyes terrenales. "Y si la hierba del campo que hoy es, y mañana se echa en el horno, Dios la viste así no hará mucho más a vosotros, hombres de poca fe?"

El que formó las flores y dio cantos a los pajarillos dice: "Considerad los lirios". "Mirad las aves del cielo". En la belleza de las cosas de la naturaleza podemos aprender acerca de la sabiduría divina más de lo que saben los eruditos. En los pétalos del lirio Dios escribió un mensaje para nosotros, en un idioma que el corazón puede leer sólo cuando desaprende las lecciones de desconfianza, egoísmo y congoja corrosiva. ¿Por qué nos dio él las aves canoras y las delicadas flores si no por la superabundancia del amor paternal, para llenar de luz y alegría el sendero de nuestra vida? Sin las flores y los pájaros tendríamos todo lo necesario para vivir, pero Dios no se contentó con facilitar únicamente lo que bastaba para mantener la vida. Llenó la tierra, el aire y el cielo con vislumbres de belleza para expresarnos su amante solicitud por nosotros. La hermosura de todas las cosas creadas no es nada más que un reflejo del esplendor de su gloria. Si para contribuir a nuestra dicha y alegría prodigó tan infinita belleza en las cosas naturales, ¿podemos dudar de que nos dará toda bendición que necesitamos?

"Considerad los lirios". Cada flor que abre sus pétalos al sol obedece las mismas grandes leyes que rigen las estrella; y ¡cuán sencilla, dulce y hermosa es su vida! Por medio de las flores, Dios quiere llamarnos la atención a la belleza del carácter cristiano. El que dotó de tal belleza a las flores desea, muchísimo más, que el alma se vista con la hermosura del carácter de Cristo.

"Considerad cómo crecen los lirios", dijo Cristo; cómo, al brotar del suelo frío y oscuro, o del fango en el cauce de un 83 río, las plantas se desarrollan bellas y fragantes. ¿Quién imaginaría las posibilidades de belleza que se esconden en el bulbo áspero y oscuro del lirio? Pero cuando la vida de Dios, oculta en su interior, se desarrolla en respuesta a su llamamiento mediante la lluvia y el sol, maravilla a los hombres por su visión de gracia y belleza. Así también se desarrollará la vida de Dios en toda alma humana que se entregue al ministerio de su gracia, la que tan gratuitamente como la lluvia y el sol llega con su bendición para todos. Es la palabra de Dios la que crea las flores; y la misma palabra producirá en nosotros las gracias de su Espíritu.

La ley de Dios es una ley de amor. El nos rodeó de hermosura para enseñarnos que no estamos en la tierra únicamente para mirar por nosotros mismos, para cavar y construir, para trabajar e hilar, sino para hacer la vida esplendoroso, alegre y bella por el amor de Cristo. Así como las flores, hemos de alegrar otras vidas con, el ministerio del amor.

Padres, dejad a vuestros hijos que aprendan de las flores. Llevadlos al jardín, a la huerta, al campo, bajo los árboles frondosos ,y enseñadles a leer en la naturaleza el mensaje del amor de Dios. Vinculad su recuerdo con el espectáculo de los pájaros, las flores y los árboles. Inducidlos a considerar en cada cosa agradable y hermosa una expresión del amor que Dios siente por ellos. Hacedles apreciar vuestra religión por su índole agradable. Rija vuestros labios la ley de la bondad.

Enseñad a los niños la lección de que mediante el gran amor de Dios su naturaleza puede transformarse y ponerse en armonía con la suya. Enseñadles que él quiere que sus vidas tengan la hermosura y la gracia de las flores. Mientras recogen las flores fragantes, hacedles saber que quien las creó es más bello que ellas. Así los zarcillos de sus corazones se aferrarán a él. El que es "todo. . . codiciable" llegará a ser para ellos un compañero constante y un amigo íntimo, y sus vidas se transformarán a la imagen de su pureza. 84

"Buscad primeramente el reino de Dios".

Los oyentes de las palabras de Cristo seguían aguardando ansiosamente algún anuncio del reino terrenal. Mientras Jesús les ofrecía los tesoros del cielo, la pregunta que preocupaba a muchos era: ¿Cómo podrá mejorar nuestra perspectiva en el mundo una relación con él? Jesús les mostró que al hacer de las cosas mundanales su anhelo supremo, se parecían a las naciones paganas que los rodeaban, pues vivían como si no hubiera Dios que cuidase tiernamente a sus criaturas.

"Porque todas estas cosas buscan las gentes del mundo",* dice Jesús. "Vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas. Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas". He venido para abriros el reino de amor, de justicia y de paz. Abrid el corazón para recibir este reino, y dedicad a su servicio vuestro más alto interés. Aunque es un reino espiritual, no temáis que vuestras necesidades temporales sean desatendidas. Si os entregáis al servicio de Dios, el que es todopoderoso en el cielo y en la tierra proveerá todo cuanto necesitéis.

Cristo no nos exime de la necesidad de esforzarnos, pero nos enseña que en todo le hemos de dar a él el primer lugar, el último y el mejor. No debemos ocuparnos en ningún negocio ni buscar placer alguno que pueda impedir el desarrollo de su justicia en nuestro carácter y en nuestra vida. Cuanto hagamos debe hacerse sinceramente, como para el Señor.

Mientras vivió en la tierra, Jesús dignificó la vida en todos sus detalles al recordar a los hombres la gloria de Dios y someterlo todo a la voluntad de su Padre. Si seguimos su ejemplo, nos asegura que todas las cosas necesarias: nos "serán añadidas". Pobreza o riqueza, enfermedad o salud, simpleza o sabiduría, todo queda atendido en la promesa de su gracia.

El brazo eterno de Dios rodea al alma que, por débil que sea, se vuelve a él buscando ayuda. Las cosas preciosas de los collados perecerán; pero el alma que vive para Dios 85 permanecerá con él. "El mundo pasa, y sus deseos, pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre". La ciudad de Dios abrirá sus puertas de oro para recibir a aquel que durante su permanencia en la tierra aprendió a confiar en Dios para obtener dirección y sabiduría, consuelo y esperanza, en medio de las pérdidas y las penas. Los cantos de los ángeles le darán la bienvenida allá, y para él dará frutos el árbol de la vida. "Los montes se moverán, y los collados temblarán, pero no se apartará de ti mi misericordia, ni el pacto de mi paz se quebrantará, dijo Jehová, el que tiene misericordia de ti".*

"No os afanéis por el día de mañana. . . Basta a cada día su propio mal."

Si os habéis entregado a Dios, para hacer su obra -dice Jesús-, no os preocupéis por el día de mañana. Aquel a quien servís percibe el fin desde el principio. Lo que sucederá mañana, aunque esté oculto a vuestros ojos, es claro para el ojo del Omnipotente.

Cuando nosotros mismos nos encargamos de manejar las cosas que nos conciernen, confiando en nuestra propia sabiduría para salir airosos, asumimos una carga que él no nos ha dado, y tratamos de llevarla en su ayuda. Nos imponemos la responsabilidad que pertenece a Dios y así nos colocamos en su lugar. Con razón podemos entonces sentir ansiedad y esperar peligros y pérdidas, que seguramente nos sobrevendrán. Cuando creamos realmente que Dios nos ama y quiere ayudarnos, dejaremos de acongojarnos por el futuro. Confiaremos en Dios así como un niño confía en un padre amante. Entonces desaparecerán todos nuestros tormentos y dificultades; porque nuestra voluntad quedará absorbida por la voluntad de Dios.

Cristo no nos ha prometido ayuda para llevar hoy las cargas de mañana. Ha dicho: "Bástate mi gracia";* pero su gracia se da diariamente, así como el maná en el desierto, para la necesidad cotidiana. Como los millares de Israel en su peregrinación, podemos hallar el pan celestial para la necesidad del día. 86

Solamente un día es nuestro, y en él hemos de vivir para Dios. Por ese solo día, mediante el servicio consagrado, hemos, de confiar en la mano de Cristo todos nuestros planes y propósitos, depositando en él todas las cuitas, porque él cuida de nosotros. "Yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice Jehová, pensamientos de paz, y no de mal, para daros el fin que esperáis". "En descanso y en reposo seréis salvos; en quietud y en confianza será vuestra fortaleza".*

Si buscamos a Dios y nos convertimos cada día; si voluntariamente escogemos ser libres y felices en Dios; si con alegría en el corazón respondemos a su llamamiento y llevamos el yugo de Cristo que es yugo de obediencia y de servicio, todas nuestras murmuraciones serán acalladas, todas las dificultades se alejarán, y quedarán resueltos todos los problemas complejos que ahora nos acongojan. 87

 

EL PADRENUESTRO *

 

NUESTRO Salvador dio dos veces el Padrenuestro: la primera vez, a la multitud, en el Sermón del Monte; y la segunda, algunos meses más tarde, a los discípulos solos. Estos habían estado alejados por corto tiempo de su Señor y, al volver, lo encontraron absorto en comunión con Dios. Como si no percibiese la presencia de ellos, él continuó orando en voz alta. Su rostro irradiaba un resplandor celestial. Parecía estar en la misma presencia del Invisible; había un poder viviente en sus palabras, como si hablara con Dios.

Los corazones de los atentos discípulos quedaron profundamente conmovidos. Habían notado cuán a menudo dedicaba él largas horas a la soledad, en comunión con su Padre. Pasaba los días socorriendo a las multitudes que se aglomeraban en derredor suyo y revelando los arteros sofismas de los rabinos. Esta labor incesante lo dejaba a menudo tan exhausto que su madre y sus hermanos, y aun sus discípulos, temían que perdiera la vida. Pero cuando regresaba de las horas de oración con que clausuraba el día de labor, notaban la expresión de paz en su rostro, la sensación de refrigerio que parecía irradiar de su presencia. Salía mañana tras mañana, después de las horas pasadas con Dios, a llevar la luz de los cielos a los hombres. Al fin habían comprendido los discípulos que había una relación íntima entre sus horas de oración y el poder de sus palabras 89 y hechos. Ahora, mientras escuchaban sus súplicas, sus corazones se llenaron de reverencia y humildad. Cuando Jesús cesó de orar, exclamaron con una profunda convicción de su inmensa necesidad personal: "Señor, enséñanos a orar".

Jesús no les dio una forma nueva de oración. Repitió la que les había enseñado antes, como queriendo decir: Necesitáis comprender lo que ya os di; tiene una profundidad de significado que no habéis apreciado aún.

El Salvador no nos limita, sin embargo, al uso de estas palabras exactas. Como ligado a la humanidad, presenta su propio ideal de la oración en palabras tan sencillas que aun un niñito puede adoptarlas pero, al mismo tiempo, tan amplias que ni las mentes más privilegiadas podrán comprender alguna vez su significado completo. Nos enseña a allegarnos a Dios con nuestro tributo de agradecimiento, expresarle nuestras necesidades, confesar nuestros pecados y pedir su misericordia conforme a su promesa.

"Cuando oréis, decid: Padre nuestro".

Jesús nos enseña a llamar a su Padre, nuestro Padre. No se avergüenza de llamarnos hermanos.* Tan dispuesto, y ansioso, está el corazón del Salvador a recibirnos como miembros de la familia de Dios, que desde las primeras palabras que debemos emplear para acercarnos a Dios él expresa la seguridad de nuestra relación divina: "Padre nuestro".

Aquí se enuncia la verdad maravillosa, tan alentadora y consoladora de que Dios nos ama como ama a su Hijo. Es lo que dijo Jesús en su postrera oración en favor de sus discípulos: "Los has amado a ellos como también a mí me has amado".*

El Hijo de Dios circundó de amor este mundo que Satanás reclamaba como suyo y gobernaba con tiranía cruel, y lo ligó de nuevo al trono de Jehová mediante una proeza inmensa. Los querubines, serafines y las huestes innumerables de todos los mundos no caídos entonaron himnos de loor a Dios y al Cordero cuando su victoria quedó 90 asegurada. Se alegraron de que el camino a la salvación se hubiera abierto al género humano pecaminoso y porque la tierra iba a ser redimida de la maldición del pecado. ¡Cuánto más deben regocijarse aquellos que son objeto de tan asombroso amor!

¿Cómo podemos quedar en duda e incertidumbre y sentirnos huérfanos? Por amor a quienes habían transgredido la ley, Jesús tomó sobre sí la naturaleza humana; se hizo semejante a nosotros, para que tuviéramos la paz y la seguridad eternas. Tenemos un Abogado en los cielos, y quienquiera que lo acepte como Salvador personal, no queda huérfano ni ha de llevar el peso de sus propios pecados.

"Amados, ahora somos hijos de Dios". "Y si hijos de Dios, también herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados". "Y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos como él es".*

El primer paso para acercarse a Dios consiste en conocer y creer en el amor que siente por nosotros;* solamente por la atracción de su amor nos sentimos impulsados a ir a él.

La comprensión del amor de Dios induce a renunciar al egoísmo. Al llamar a Dios nuestro Padre, reconocemos a todos sus hijos como nuestros hermanos. Todos formamos parte del gran tejido de la humanidad; todos somos miembros de una sola familia. En nuestras peticiones hemos de incluir a nuestros prójimos tanto como a nosotros mismos. Nadie ora como es debido sí solamente pide bendiciones para sí mismo.

El Dios infinito, dijo Jesús, os da el privilegio de acercaros a él y llamarlo Padre. Comprended todo lo que implica esto. Ningún padre de este mundo ha llamado jamás a un hijo errante con el fervor con el cual nuestro Creador suplica al transgresor. Ningún amante interés humano siguió al impenitente con tantas tiernas invitaciones. Mora 91 Dios en cada hogar; oye cada palabra que se pronuncia, escucha toda oración que se eleva, siente los pesares y los desengaños de cada alma, ve el trato que recibe cada padre, madre, hermana, amigo y vecino. Cuida de nuestras necesidades, y para satisfacerlas, su amor y misericordia fluyen continuamente.

Si llamáis a Dios vuestro Padre, continué, os reconocéis hijos suyos, para ser guiados por su sabiduría y para darle obediencia en todas las cosas, sabiendo que su amor es inmutable. Aceptaréis su plan para vuestra vida. Como hijos de Dios, consideraréis como objeto de vuestro mayor interés, su honor, su carácter, su familia y su obra. Vuestro gozo consistirá en reconocer y honrar vuestra relación con vuestro Padre y con todo miembro de su familia. Os gozaréis en realizar cualquier acción, por humilde que sea, que contribuya a su gloria o al bienestar de vuestros semejantes.

"Que estás en los cielos"

Aquel a quien Cristo pide que miremos como "Padre nuestro", "está en los cielos; todo lo que quiso, ha hecho". En su custodia podemos descansar seguros diciendo: "En el día que temo, yo en ti confío."*

"Santificado sea tu nombre."

Para santificar el nombre del Señor se requiere que las palabras que empleamos al hablar del Ser Supremo sean pronunciadas con reverencia. "Santo y temible es su nombre"." Nunca debemos mencionar con liviandad los títulos ni los apelativos de la Deidad." Por la oración entramos en la sala de audiencia del Altísimo y debemos comparecer ante él con pavor sagrado. Los ángeles velan sus rostros en su presencia. Los querubines y los esplendorosos y santos serafines se acercan a su trono con reverencia solemne. ¡Cuánto más debemos nosotros, seres finitos y pecadores, presentamos en forma reverente delante del Señor, nuestro Creador!

Pero santificar el nombre del Señor significa mucho más que esto. Podemos manifestar, como los judíos contemporáneos 92 de Cristo, la mayor reverencia externa hacía Dios y, no obstante, profanar su nombre continuamente. "El nombre de Jehová" es: "Fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad. . . ; que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado". Se dijo de la iglesia de Cristo: "Se la llamará: Jehová, justicia nuestra". Este nombre se da a todo discípulo de Cristo. Es la herencia del hijo de Dios. La familia se conoce por el nombre del Padre. El profeta Jeremías, en tiempo de tribulación y gran dolor oró: "Sobre nosotros es invocado tu nombre; no nos desampares".*

Este nombre es santificado por los ángeles del cielo y por los habitantes de los mundos sin pecado. Cuando oramos "Santificado sea tu nombre", pedimos que lo sea en este mundo, en nosotros mismos. Dios nos ha reconocido delante de hombres y ángeles como sus hijos; pidámosle ayuda para no deshonrar el "buen nombre que fue invocado sobre" nosotros.* Dios nos envía al mundo como sus representantes. En todo acto de la vida, debemos manifestar el nombre de Dios. Esta petición exige que poseamos su carácter. No podemos santificar su nombre ni representarlo ante el mundo, a menos que en nuestra vida y carácter representemos la vida y el carácter de Dios. Esto podrá hacerse únicamente cuando aceptemos la gracia y la justicia de Cristo.

"Venga tu reino".

Dios es nuestro Padre, que nos ama y nos cuida como hijos suyos; es también el gran Rey del universo. Los intereses de su reino son los nuestros; hemos de obrar para su progreso.

Los discípulos de Cristo esperaban el advenimiento inmediato del reino de su gloria; pero al darles esta oración Jesús les enseñó que el reino no había de establecerse entonces. Habían de orar por su venida como un suceso todavía futuro. Pero esta petición era también una promesa para ellos. Aunque no verían el advenimiento del reino en su tiempo, el hecho de que Jesús les dijera que oraran por él 93 es prueba de que vendrá seguramente cuando Dios quiera.

El reino de la gracia de Dios se está estableciendo, a medida que ahora, día tras día, los corazones que estaban llenos de pecado y rebelión se someten a la soberanía de su amor. Pero el establecimiento completo del reino de su gloria no se producirá hasta la segunda venida de Cristo a este mundo. "El reino y el dominio y la majestad de los reinos debajo de todo el cielo" serán dados "al pueblo de los santos del Altísimo". Heredarán el reino preparado para ellos "desde la fundación del mundo".* Cristo asumirá entonces su gran poder y reinará.

Las puertas del cielo se abrirán otra vez y nuestro Salvador, acompañado de millones de santos, saldrá como Rey de reyes y Señor de señores. Jehová Emmanuel "será rey sobre toda la tierra. En aquel día Jehová será uno, y uno su nombre". "El tabernáculo de Dios" estará con los hombres y Dios "morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios".*

Jesús dijo, sin embargo, que antes de aquella venida "será predicado este Evangelio del reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones". Su reino no vendrá hasta que las buenas nuevas de su gracia se hayan proclamado a toda la tierra. De ahí que, al entregarnos a Dios y ganar a otras almas para él, apresuramos la venida de su reino. Únicamente aquellos que se dedican a servirle diciendo: "Heme aquí, envíame a mí", para abrir los ojos de los ciegos, para apartar a los hombres "de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios; para que reciban, por la fe. . . perdón de pecados y herencia entre los santificados";* solamente éstos oran con sinceridad: "Venga tu reino".

"Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra".

La voluntad de Dios se expresa en los preceptos de su sagrada ley, y los principios de esta ley son los principios del cielo. Los ángeles que allí residen no alcanzan conocimiento más alto que el saber la voluntad de Dios, y el hacer 94 esa voluntad es el servicio más alto en que puedan ocupar sus facultades.

En el cielo no se sirve con espíritu legalista. Cuando Satanás se rebeló contra la ley de Jehová, la noción de que había una ley sorprendió a los ángeles casi como algo en que no habían soñado antes. En su ministerio, los ángeles no son como siervos, sino como hijos. Hay perfecta unidad entre ellos y su Creador. La obediencia no es trabajo penoso para ellos. El amor a Dios hace de su servicio un gozo. Así sucede también con toda alma en la cual mora Cristo, la esperanza de gloria. Ella repite lo que dijo él: "Me complazco en hacer tu voluntad, oh Dios mío, y tu ley está en medio de mi corazón".*

Al orar: "Sea hecha tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra", se pide que el reino del mal en este mundo termine, que el pecado sea destruido para siempre, y que se establezca el reino de la justicia. Entonces, así como en el cielo, se cumplirá en la tierra "todo su bondadoso beneplácito".*

"El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy"

La primera mitad de la oración que Jesús nos enseñó tiene que ver con el nombre, el reino y la voluntad de Dios: que sea honrado su nombre, establecido su reino y hecha su voluntad. Y así, cuando hayamos hecho del servicio de Dios nuestro primer interés, podremos pedir que nuestras propias necesidades sean suplidas y tener la confianza de que lo serán. Si hemos renunciado al yo y nos hemos entregado a Cristo, somos miembros de la familia de Dios, y todo cuanto hay en la casa del Padre es nuestro. Se nos ofrecen todos los tesoros de Dios, tanto en el mundo actual como en el venidero. El ministerio de los ángeles, el don del Espíritu, las labores de los siervos, todas estas cosas son para nosotros. El mundo, con cuanto contiene, es nuestro en la medida en que pueda beneficiamos. Aun la enemistad de los malos resultará una bendición, porque nos disciplinará para entrar en los cielos. Si somos "de Cristo", "todo" es nuestro.* Por ahora somos como hijos que aún no disfrutan de su 95 herencia. Dios no nos confía nuestro precioso legado, no sea que Satanás nos engañe con sus artificios astutos, como engañó a la primera pareja en el Edén. Cristo lo guarda seguro para nosotros fuera del alcance del despojador. Como hijos, recibiremos día tras día lo que necesitamos para el presente. Diariamente debemos pedir: "El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy". No nos desalentemos si no tenemos bastante para mañana. Su promesa es segura: "Vivirás en la tierra, y en verdad serás alimentado". Dice David: "Joven fui, y he envejecido, y no he visto justo desamparado, ni su descendencia que mendigue pan". El mismo Dios que envió los cuervos para dar pan a Elías, cerca del arroyo de Querit, no descuidará a ninguno de sus hijos fieles y abnegados. Del que anda en la justicia se ha escrito: "Se le dará su pan, y sus aguas serán seguras". "No serán avergonzados en el mal tiempo, y en los días de hambre serán saciados". "El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿ cómo no nos dará también con él todas las cosas?" El que alivió los cuidados y ansiedades de su madre viuda y lo ayudó a sostener la familia en Nazaret, simpatiza con toda madre en la lucha para proveer alimento a sus hijos. Quien se compadeció de las multitudes porque "estaban desamparadas y dispersas",* sigue teniendo compasión de los pobres que sufren. Les extiende la mano para bendecirlos, y en la misma plegaria que dio a sus discípulos nos enseña a acordarnos de los pobres.

Al orar: "El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy", pedimos para los demás tanto como para nosotros mismos. Reconocemos que lo que Dios nos da no es para nosotros solos. Dios nos lo confía para que alimentemos a los hambrientos. De su bondad ha hecho provisión para el pobre. Dice: "Cuando hagas comida o cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a vecinos ricos. . . Mas cuando hagas banquete, llama a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos; y serás bienaventurado; porque ellos no te pueden recompensar, pero te será recompensado en la resurrección de los justos".* 96 "Y poderoso es Dios para hacer que abunde en vosotros toda gracia, a fin de que, teniendo siempre en todas las cosas todo lo suficiente, abundéis para toda buena obra". "El que siembra escasamente, también segará escasamente; y el que siembra generosamente, generosamente también segará".*

La oración por el pan cotidiano incluye no solamente el alimento para sostener el cuerpo, sino también el pan espiritual que nutrirá el alma para vida eterna. Nos dice Jesús: "Trabajad, no por la comida que perece, sino por la comida que a vida eterna permanece". "Yo soy el pan vivo que descendió del cielo; si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre".* Nuestro Salvador es el pan de vida; cuando miramos su amor y lo recibimos en el alma, comemos el pan que desciende del cielo.

Recibimos a Cristo por su Palabra, y se nos da el Espíritu Santo para abrir la Palabra de Dios a nuestro entendimiento y hacer penetrar sus verdades en nuestro corazón. Hemos de orar día tras día para que, mientras leemos su Palabra, Dios nos envíe su Espíritu con el fin de revelarnos la verdad que fortalecerá nuestras almas para las necesidades del día.

Al enseñarnos a pedir cada día lo que necesitamos, tanto las bendiciones temporales como las espirituales, Dios desea alcanzar un propósito para beneficio nuestro. Quiere que sintamos cuánto dependemos de su cuidado constante, porque procura atraernos a una comunión íntima con él. En esta comunión con Cristo, mediante la oración y el estudio de las verdades grandes y preciosas de su Palabra, seremos alimentados como almas con hambre; como almas sedientas seremos refrescados en la fuente de la vida.

"Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores".

Jesús enseña que podemos recibir el perdón de Dios solamente en la medida en que nosotros mismos perdonamos a los demás. El amor de Dios es lo que nos atrae a él. Ese amor no puede afectar nuestros corazones sin despertar amor hacia nuestros hermanos. 97

Al terminar el Padrenuestro, añadió Jesús: "Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; mas si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas". El que no perdona suprime el único conducto por el cual puede recibir la misericordia de Dios. No debemos pensar que, a menos que confiesen su culpa los que nos han hecho daño, tenemos razón para no perdonarlos. Sin duda, es su deber humillar sus corazones por el arrepentimiento y la confesión; pero hemos de tener un espíritu compasivo hacia los que han pecado contra nosotros, confiesen o no sus faltas. Por mucho que nos hayan ofendido, no debemos pensar de continuo en los agravios que hemos sufrido ni compadecernos de nosotros mismos por los daños. Así como esperamos que Dios nos perdone nuestras ofensas, debemos perdonar a todos los que nos han hecho mal.

Pero el perdón tiene un significado más abarcante del que muchos suponen. Cuando Dios promete que "será amplio en perdonar", añade, como si el alcance de esa promesa fuera más de lo que pudiéramos entender: "Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, dijo Jehová. Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos".* El perdón de Dios no es solamente un acto judicial por el cual libra de la condenación. No es sólo el perdón por el pecado. Es también una redención del pecado. Es la efusión del amor redentor que transforma el corazón. David tenía el verdadero concepto del perdón cuando oró "Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio y renueva un espíritu recto dentro de mí". También dijo: "Cuanto está lejos el oriente del occidente, hizo alejar de nosotros nuestras rebeliones".*

Dios se dio a sí mismo en Cristo por nuestros pecados. Sufrió la muerte cruel de la cruz; llevó por nosotros el peso del pecado, "el justo por los injustos", para revelarnos su amor y atraernos hacia él. "Antes -dice- sed benignos 98 unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo".* Dejad que more en vosotros Cristo, la Vida divina, y que por medio de vosotros revele el amor nacido en el cielo, el cual inspirará esperanza a los desesperados y traerá la paz de los cielos al corazón afligido por el pecado. Cuando vamos a Dios, la primera condición que se nos impone es que, al recibir de él misericordia, nos prestemos a revelar su gracia a otros.

Un requisito esencial para recibir e impartir el amor perdonador de Dios es conocer ese amor que nos profesa y creer en él.* Satanás obra mediante todo engaño a su alcance para que no discernamos ese amor. Nos inducirá a pensar que nuestras faltas y transgresiones han sido tan graves que el Señor no oirá nuestras oraciones y que no nos bendecirá ni nos salvará. No podemos ver en nosotros mismos sino flaqueza, ni cosa alguna que nos recomiende a Dios. Satanás nos dice que todo esfuerzo es inútil y que no podemos remediar nuestros defectos de carácter. Cuando tratemos de acercarnos a Dios, sugerirá el enemigo: De nada vale que ores; ¿acaso no hiciste esa maldad? ¿Acaso no has pecado contra Dios y contra tu propia conciencia? Pero podemos decir al enemigo que "la sangre de Jesucristo. . . nos limpia de todo pecado". Cuando sentimos que hemos pecado y no podemos orar, ése es el momento de orar. Podemos estar avergonzados y profundamente humillados, pero debemos orar y creer. "Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero".* El perdón, la reconciliación con Dios, no nos llegan como recompensa de nuestras obras, ni se otorgan por méritos de hombres pecaminosos, sino que son una dádiva que se nos concede a causa de la justicia inmaculada de Cristo.

No debemos procurar reducir nuestra culpa hallándole excusas al pecado. Debemos aceptar el concepto que Dios tiene de pecado, algo muy grave en su estimación. Solamente el Calvario puede revelar la terrible enormidad del pecado. Nuestra culpabilidad nos aplastaría si tuviésemos 99 que cargarla; pero el que no cometió pecado tomó nuestro lugar; aunque no lo merecía, llevó nuestra iniquidad. "Si confesamos nuestros pecados", Dios "es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad". ¡Verdad gloriosa! El es justo con su propia ley, y es a la vez el justificador de todos los que creen en Jesús. "¿Qué Dios como tú, que perdona la maldad, y olvida el pecado del remanente de su heredad? No retuvo para siempre su enojo, porque se deleita en misericordia".*

"No nos dejes caer en tentación, mas líbranos del mal".*

La tentación es incitación al pecado, cosa que no procede de Dios, sino de Satanás y del mal que hay en nuestros propios corazones. "Dios no puede ser tentado por el mal, ni él tienta a nadie".*

Satanás trata de arrastrarnos a la tentación, para que el mal de nuestros caracteres pueda revelarse ante los hombres y los ángeles, y él pueda reclamarnos como suyos. En la profecía simbólica de Zacarías, se ve a Satanás de pie a la diestra del Ángel del Señor, acusando a Josué, el sumo sacerdote, que aparece vestido con ropas sucias y resistiendo la obra que el Ángel desea hacer por él. Así se representa la actitud de Satanás hacia cada alma que Cristo trata de atraer. El enemigo nos induce a pecar, y luego nos acusa ante el universo celestial como indignos del amor de Dios. Pero "dijo Jehová a Satanás: Jehová te reprenda, oh Satanás; Jehová que ha escogido a Jerusalén te reprenda. ¿No es éste un tizón arrebatado del incendio?" Y a Josué dijo: "Mira que he quitado de ti tu pecado, y te he hecho vestir de ropas de gala".*

En su gran amor, Dios procura desarrollar en nosotros las gracias preciosas de su Espíritu. Permite que hallemos obstáculos, persecución y opresiones, pero no como una maldición, sino como la bendición más grande de nuestra vida. Cada tentación resistida, cada aflicción sobrellevada valientemente, nos da nueva experiencia y nos hace progresar en la tarea de edificar nuestro carácter. El alma que 100 resiste la tentación mediante el poder divino revela al mundo y al universo celestial la eficacia de la gracia de Cristo.

Aunque la prueba no debe desalentarnos por amarga que sea, hemos de orar que Dios no permita que seamos puestos en situación de ser seducidos por los deseos de nuestros propios corazones malos. Al elevar la oración que nos enseñó Cristo, nos entregamos a la dirección de Dios y le pedimos que nos guíe por sendas seguras. No podemos orar así con sinceridad y decidir luego que andaremos en cualquier camino que elijamos. Aguardaremos que su mano nos guíe y escucharemos su voz que dice: "Este es el camino, andad por él".*

Es peligroso detenerse para contemplar las ventajas de ceder a las sugestiones de Satanás. El pecado significa deshonra y ruina para toda alma que se entrega a él; pero es de naturaleza tal que ciega y engaña, y nos tentará con presentaciones lisonjeras. Si nos aventuramos en el terreno de Satanás, no hay seguridad de que seremos protegidos contra su poder. En cuanto sea posible debemos cerrar todas las puertas por las cuales el tentador podría llegar hasta nosotros.

El ruego "no nos dejes caer en tentación" es una promesa en sí mismo. Si nos entregamos a Dios, se nos promete: "No os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar".*

La única salvaguardia contra el mal consiste en que mediante la fe en su justicia Cristo more en el corazón. La tentación tiene poder sobre nosotros porque existe egoísmo en nuestros corazones. Pero cuando contemplamos el gran amor de Dios, vemos el egoísmo en su carácter horrible y repugnante, y deseamos que sea expulsado del alma. A medida que el Espíritu Santo glorifica a Cristo, nuestro corazón se ablanda y se somete, la tentación pierde su poder y la gracia de Cristo transforma el carácter.

Cristo no abandonará al alma por la cual murió. Ella puede dejarlo a él y ser vencida por la tentación; pero 101 nunca puede apartarse Cristo de uno a quien compró con su propia vida. Si pudiera agudizarse nuestra visión espiritual, veríamos almas oprimidas y sobrecargadas de tristeza, a punto de morir de desaliento. Veríamos ángeles volando rápidamente para socorrer a estos tentados, quienes se hallan como al borde de un precipicio. Los ángeles del cielo rechazan las huestes del mal que rodean a estas almas, y las guían hasta que pisen un fundamento seguro. Las batallas entre los dos ejércitos son tan reales como las que sostienen los ejércitos del mundo, y del resultado del conflicto espiritual dependen los destinos eternos.

A nosotros, como a Pedro, se nos dice: "Satanás os ha pedido para zarandearas como a trigo; pero yo he rogado por ti, que tu fe no falte". Gracias a Dios, no se nos deja solos. El que "de tal manera amó. . . al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna", no nos abandonará en la lucha contra el enemigo de Dios v de los hombres. "He aquí -dice- os doy potestad de hollar serpientes y escorpiones, y sobre toda fuerza del enemigo, y nada os dañará".*

Vivamos en contacto con el Cristo vivo, y él nos asirá firmemente con una mano que nos guardará para siempre. Creamos en el amor con que Dios nos ama, y estaremos seguros; este amor es una fortaleza inexpugnable contra todos los engaños y ataques de Satanás. "Torre fuerte es el nombre de Jehová; a él correrá el justo, y será levantado".*

"Porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria".

La última frase del Padrenuestro, así como la primera, señala a nuestro Padre como superior a todo poder y autoridad y a todo nombre que se mencione. El Salvador contemplaba los años que esperaban a los discípulos, no con el esplendor de la prosperidad y el honor mundanos con que habían soñado, sino en la oscuridad de las tempestades del odio humano y de la ira satánica. En medio de la lucha y la ruina de la nación, los discípulos estarían acosados de peligros, y a menudo el miedo oprimiría sus 102 corazones. Habrían de ver a Jerusalén desolada, el templo arrasado, su culto suprimido para siempre, e Israel esparcido por todas las tierras como náufragos en una playa desierta. Dijo Jesús: "Oiréis de guerras y rumores de guerras". "Se levantará nación contra nación, y reino contra reino; y habrá pestes, y hambres, y terremotos en diferentes lugares. Y todo esto será principio de dolores".* A pesar de ello, los discípulos de Cristo no debían pensar que su esperanza era vana ni que Dios había abandonado al mundo. El poder y la gloria pertenecen a Aquel cuyos grandes propósitos se irán cumpliendo sin impedimento hasta su consumación. En aquella oración, que expresaba sus necesidades diarias, la atención de los discípulos de Cristo fue dirigida, por encima de todo el poder y el dominio de¡ mal, hacia el Señor su Dios, cuyo reino gobierna a todos, y quien es Padre y Amigo eterno.

La ruina de Jerusalén sería símbolo de la ruina final que abrumará al mundo. Las profecías que se cumplieron en parte en la destrucción de Jerusalén, se aplican más directamente a los días finales. Estamos ahora en el umbral de acontecimientos grandes y solemnes. Nos espera una crisis como jamás ha presenciado el mundo. Tal como a los primeros discípulos, nos resulta dulce la segura promesa de que el reino de Dios se levanta sobre todo. El programa de los acontecimientos venideros está en manos de nuestro Hacedor. La Majestad del cielo tiene a su cargo el destino de las naciones, así como también lo que atañe a la iglesia. El Instructor divino dice a todo instrumento en el desarrollo de sus planes, como dijo a Ciro: "Yo te ceñiré, aunque tú no me conociste".*

En la visión del profeta Ezequiel se veía como una mano debajo de las alas de los querubines. Era para enseñar a sus siervos que el poder divino es lo que les da éxito. Aquellos a quienes Dios emplea como mensajeros suyos no deben pensar que su obra depende de ellos. No se deja a los seres finitos la tarea de asumir esta carga de responsabilidad. El que no duerme, sino que obra incesantemente por el cumplimiento de sus propósitos, hará progresar su 103 causa. Estorbará los planes de los impíos y confundirá los proyectos de quienes intenten perjudicar a su pueblo. El que es el Rey, Jehová de los ejércitos, está sentado entre los querubines, y en medio de la guerra y el tumulto de las naciones guarda aún a sus hijos. El que gobierna en los cielos es nuestro Salvador. Mide cada aflicción, vigila el fuego del horno que debe probar a cada alma. Cuando las fortificaciones de los reyes caigan derribadas, cuando las flechas de la ira atraviesen los corazones de sus enemigos, su pueblo permanecerá seguro en sus manos.

"Tuya es, oh Jehová, la magnificencia y el poder, la gloria, la victoria y el honor; porque todas las cosas que están en los cielos y en la tierra son tuyas ... En tu mano está la fuerza y el poder, y en tu mano el hacer grande y el dar poder a todos".* 105

 

LAS CRÍTICAS Y LA REGLA DE ORO

 

"No juzguéis, para que no seáis juzgados".

 

EL ESFUERZO para ganar la salvación por medio de las obras propias induce inevitablemente a los hombres a amontonar las exigencias humanas como barrera contra el pecado. Al ver que no observan la ley, idean normas y reglamentos propios para compelerse a obedecerla. Todo esto desvía la mente desde Dios hacia el yo. El amor a Dios se extingue en el corazón; con él desaparece también el amor hacia el prójimo. Los defensores de tal sistema humano, con sus múltiples reglas, se sentirán impulsados a juzgar a todos los que no logran alcanzar la norma prescrita en él. El ambiente de críticas egoístas y estrechas ahoga las emociones nobles y generosas, y hace de los hombres espías despreciables y jueces ególatras.

A esta clase pertenecían los fariseos. No salían de sus servicios religiosos humillados por la convicción de lo débiles que eran ni agradecidos por los grandes privilegios que Dios les había dado. Salían llenos de orgullo espiritual, para pensar tan sólo en sí mismos, en sus sentimientos, su sabiduría, sus caminos. De lo que ellos habían alcanzado hacían normas por las cuales juzgaban a los demás. Cubriéndose con las togas de su propia dignidad exagerada, subían al tribunal para criticar y condenar.

 

El pueblo participaba en extenso grado del mismo espíritu, invadía la esfera de la conciencia, y se juzgaban unos a otros en asuntos que tocaban únicamente al alma 106 y a Dios. Refiriéndose a este espíritu y práctica, dijo Jesús: "No juzguéis, para que no seáis juzgados". Quería decir: No os consideréis como normas. No hagáis de vuestras opiniones y vuestros conceptos del deber, de vuestras interpretaciones de las Escrituras, un criterio para los demás, ni los condenéis si no alcanzan a vuestro ideal. No censuréis a los demás; no hagáis suposiciones acerca de sus motivos ni los juzguéis.

 

"No juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor, el cual aclarará también lo oculto de las tinieblas, y manifestará las intenciones de los corazones".* No podemos leer el corazón. Por ser imperfectos, no somos competentes para juzgar a otros.* A causa de sus limitaciones, el hombre sólo puede juzgar por las apariencias. Únicamente a Dios, quien conoce los motivos secretos de los actos y trata a cada uno con amor y compasión, le corresponde decidir el caso de cada alma.

 

"Eres inexcusable, oh hombre, quien quiera que seas tú que juzgas; pues en lo que juzgas a otro, te condenas a ti mismo; porque tú que juzgas haces lo mismo" .* Los que juzgan o critican a los demás se proclaman culpables; porque hacen las mismas cosas que censuran en otros. Al condenar a los demás, se sentencian a sí mismos, y Dios declara que el dictamen es justo. Acepta el veredicto que ellos mismos se aplican.

"¿Por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano?

 

La frase "Tú que juzgas haces lo mismo"; no alcanza a describir la magnitud del pecado del que, se atreve a censurar y a condenar a su hermano. Dijo Jesús: "¿Por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo?"

 

Sus palabras describen al que está pronto para buscar faltas en sus prójimos. Cuando él cree haber descubierto una falla en el carácter o en la vida, se apresura celosamente 107 a señalarla; pero Jesús declara que el rasgo de carácter que se fomenta por aquella obra tan opuesta a su ejemplo resulta, al compararse con la imperfección que se crítica, como, una viga al lado de una paja. La falta de longanimidad y de amor mueve a esa persona a convertir un átomo en un mundo. Los que no han experimentado la contrición de una entrega completa a Dios no manifiestan en la vida el influjo enternecedor del amor de Cristo. Desfiguran el espíritu amable y cortés del Evangelio y hieren las almas preciosas por las cuales murió Cristo. Según la figura empleada por el Salvador, el que se complace en un espíritu de crítica es más culpable que aquel a quien acusa; porque no solamente comete el mismo pecado, sino que le añade engreimiento y murmuración.

 

Cristo es el único verdadero modelo de carácter, y usurpa su lugar quien se constituye en dechado para los demás. Puesto que el Padre "todo el juicio dio al Hijo" ,* quienquiera que se atreva a juzgar los motivos ajenos usurpa también el derecho del Hijo de Dios. Los que se dan por jueces y críticos se alían con el anticristo, "el cual se opone y se levanta contra todo lo que se llama Dios o es objeto de culto; tanto que se sienta en el templo de Dios como Dios, haciéndose pasar por Dios".*

 

El pecado que conduce a los resultados más desastrosos es el espíritu frío de crítica inexorable, que caracteriza al farisaísmo. Cuando no hay amor en la experiencia religiosa, no está en ella Jesús ni el sol de su presencia. Ninguna actividad diligente, ni el celo desprovisto de Cristo, puede suplir la falta. Puede haber una agudeza maravillosa para descubrir los defectos de los demás; pero a toda persona que manifiesta tal espíritu, Jesús le dice: "¡Hipócrita! saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la paja del ojo de tu hermano". El culpable del mal es el primero que lo sospecha. Trata de ocultar o disculpar el mal de su propio corazón condenando a otro. Por medio del pecado fue como los hombres llegaron al conocimiento del mal; apenas Adán y Eva incurrieron en pecado, empezaron a recriminarse mutuamente. Esta 108 será la actitud inevitable de la naturaleza humana, siempre que no sea gobernada por la gracia de Cristo.

 

Cuando los hombres alientan ese espíritu acusador no se contentan con señalarlo que suponen es un defecto de su hermano. Si no logran por medios moderados inducirlo a hacer lo que ellos consideran necesario, recurrirán a la fuerza. En cuanto les sea posible, obligarán a los hombres a conformarse a su concepto de lo justo. Esto es lo que hicieron los judíos en los tiempos de Cristo y lo que ha hecho la iglesia cada vez que se apartó de la gracia de Cristo. Al verse desprovista del poder del amor, buscó el brazo fuerte del estado para imponer sus dogmas y ejecutar sus decretos. En esto estriba el secreto de todas las leyes religiosas que se hayan dictado y de toda persecución, desde los tiempos de Abel hasta nuestros días.

 

Cristo no obliga a los hombres; los atrae. La única fuerza que emplea es el amor. Siempre que la iglesia procure la ayuda del poder del mundo, es evidente que le falta el poder de Cristo y que no la constriñe el amor divino.

 

La dificultad radica en los miembros de la iglesia como individuos, y en ellos debe realizarse la curación. Jesús ordena que antes de intentar corregir a los otros, el acusador eche la viga de su propio ojo, renuncie al espíritu de crítica, confiese su propio pecado y lo abandone. "No es buen árbol el que da malos frutos, ni árbol malo el que da buen fruto".* El espíritu acusador que abrigáis es fruto malo; demuestra que el árbol es malo. Es inútil que os establezcáis en vuestra propia justicia. Lo que necesitáis es un cambio de corazón. Debéis pasar por esta experiencia antes de poder corregir a otros; "porque de la abundancia del corazón habla la boca".*

 

Cuando tratemos de aconsejar o amonestar a cualquier alma en cuya experiencia haya sobrevenido una crisis, nuestras palabras tendrán únicamente el peso de la influencia que nos hayan ganado nuestro propio ejemplo y espíritu. Debemos ser buenos antes que podamos obrar el bien. No podemos ejercer una influencia transformadora sobre otros hasta que nuestro propio corazón haya sido 109 humillado, refinado y enternecido por la gracia de Cristo. Cuando se actúe ese cambio en nosotros, nos resultará natural vivir para beneficiar a otros, así como es natural para el rosal producir sus flores fragantes o para la vid sus racimos morados.

Si Cristo es en nosotros "la esperanza de gloria", no nos sentiremos inclinados a observar a los demás para revelar sus errores. En vez de procurar acusarlos y condenarlos, nuestro objeto será ayudarlos, beneficiarlos y salvarlos. Al tratar con los que están en error, observaremos el mandato: "Considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado".* Nos acordaremos de las muchas veces que erramos y de cuán difícil era hallar el camino recto después de haberlo abandonado. No empujaremos a nuestro hermano a una oscuridad más densa, sino que con el corazón lleno de compasión le mostraremos el peligro.

 

El que mire a menudo la cruz del Calvario, acordándose de que sus pecados llevaron al Salvador allí, no tratará de determinar el grado de culpabilidad en comparación con el de los demás. No se constituirá en juez para acusar a otros. No puede haber espíritu de crítica ni de exaltación en los que andan a la sombra de la cruz del Calvario.

 

Mientras no nos sintamos en condiciones de sacrificar nuestro orgullo, y aún de dar la vida para salvar a un hermano desviado, no habremos echado la viga de nuestro propio ojo ni estaremos preparados para ayudar a nuestro hermano. Pero cuando lo hayamos hecho, podremos acercarnos a él y conmover su corazón. La censura y el oprobio no rescataron jamás a nadie de una posición errónea; pero ahuyentaron de Cristo a muchos y los indujeron a cerrar sus corazones para no dejarse convencer. Un espíritu bondadoso y un trato benigno y persuasivo pueden salvar a los perdidos y cubrir multitud de pecados. La revelación de Cristo en nuestro propio carácter tendrá un poder transformador sobre aquellos con quienes nos relacionemos.

Permitamos que Cristo se manifieste diariamente en nosotros, y él revelará por medio de nosotros la energía creadora de su palabra, una influencia amable, persuasiva y a la vez 110 poderosa para restaurar en otras almas la perfección del Señor nuestro Dios.

 

"No deis lo santo a los perros".

 

Jesús se refiere aquí a una clase de personas que no tiene ningún deseo de escapar de la esclavitud del pecado. Por haberse entregado a lo corrupto y vil, su naturaleza se ha degradado de tal manera que se aferran al mal y no quieren separarse de él. Los siervos de Cristo no deben permitir que los estorben quienes sólo consideran el Evangelio como tema de contención e ironía.

 

El Salvador jamás pasó por alto a una sola alma, por hundida que estuviera en el pecado, si estaba dispuesta a recibir las verdades preciosas del cielo. Para los publicanos y rameras, sus palabras eran el comienzo de una vida nueva. María Magdalena, de quien él echó siete demonios, fue la última en alejarse de su sepulcro y la primera a quien él saludó en la mañana de la resurrección. Saulo de Tarso, uno de los enemigos acérrimos del Evangelio, fue el que se transformó en Pablo, el ministro consagrado de Cristo. Bajo una apariencia de odio y desprecio, aun de crimen y de degradación, puede ocultarse un alma a la que la misericordia de Cristo rescatará y que relucirá como gema en la corona del Redentor.

 

"Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá".

 

Para que no haya motivo de incredulidad, incomprensión o mala interpretación de sus palabras, el Señor repite la promesa tres veces. Anhela que los que buscan a Dios crean que él puede hacer todas las cosas. Por tanto agrega: "Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá". El Señor no especifica otras condiciones fuera de éstas: que sintamos hambre de su misericordia, deseemos su consejo y anhelemos su amor.

 

"Pedid". El pedir demuestra que sentimos nuestra necesidad; y, si pedimos con fe, recibiremos. El Señor ha comprometido su palabra, y ésta no puede faltar. Si nos 111 presentamos sinceramente contritos, no debemos pensar qué somos presuntuosos al pedir lo que el Señor ha prometido. El Señor nos asegura que cuando pedimos las bendiciones que necesitamos con el fin de perfeccionar un carácter semejante al de Cristo, solicitamos de acuerdo con una promesa que se cumplirá. El que sintamos y sepamos que somos pecadores, es base suficiente para pedir su misericordia y compasión. La condición para que podamos acercamos a Dios no es que seamos santos, sino que deseemos que él nos simple de nuestros pecados y nos purifique de toda iniquidad. La razón que podemos presentar ahora y siempre es nuestra gran necesidad, nuestro estado de extrema impotencia, que hace de él y de su poder redentor una necesidad.

 

"Buscad". No deseemos su bendición, sino también a él mismo. "Vuelve ahora en amistad con él, y tendrás paz".* Busquemos, y hallaremos. Dios nos busca, y el mismo deseo que sentimos de ir a él no es más que la atracción de su Espíritu. Cedamos a esta atracción. Cristo intercede en favor de los tentados, los errantes y aquellos a quienes falta la fe. Trata de elevarnos a su compañerismo. "Si tú le buscares, lo hallarás".*

"Llamad". Nos acercamos a Dios por invitación especial, y él nos espera para damos la bienvenida a su sala de audiencia. Los primeros discípulos que siguieron a Jesús no se satisfacieron con una conversación apresurada en el camino; dijeron:

 

"Rabí. . . ¿dónde moras? . . . Fueron, y vieron dónde moraba, y se quedaron con él aquel día".* De la misma manera, también nosotros podemos ser admitidos a la intimidad y comunión más estrecha con Dios. "El que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente".* Llamen los que desean la bendición de Dios, y esperen a la puerta de la misericordia con firme seguridad, diciendo: Tú, Señor, has dicho que cualquiera que pide, recibe; y el qué busca halla; y al que llama, se abrirá.

 

Mirando Jesús a los que se habían reunido para escuchar sus palabras, deseó fervorosamente que la muchedumbre 112 apreciarse la misericordia y bondad de Dios. Como ilustración de su necesidad y de la voluntad de Dios, para dar, les presentó el caso de un niño hambriento que pide pan a su padre carnal. "¿Qué hombre hay de vosotros -dijo-, que si su hijo le pide pan, le dará una, piedra?". Apela a la afección tierna y, natural de un padre para con su hijo, y luego dice: "Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos, dará buenas cosas a los que le pidan?" Ningún hombre con corazón de padre abandonaría a su hijo que; tuviera hambre y le pidiese pan. ¿Lo creerían capaz de burlarse de su hijo, de atormentarlo con promesas, para luego defraudar sus esperanzas? ¿Prometería darle alimento bueno y nutritivo, para darle luego una piedra? ¿Nos atreveremos a deshonrar a Dios imaginando que no responderá a las súplicas de sus hijos?

 

Si vosotros, pues, siendo humanos y malos, "sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?"* El Espíritu Santo, su representante, es la mayor de todas sus dádivas. Todas las "buenas dádivas" quedan abarcadas en ésta. El Creador mismo no puede darnos cosa alguna que sea mejor ni mayor. Cuando suplicamos al Señor que se compadezca de nosotros en nuestras aflicciones y que nos guíe mediante su Espíritu Santo, no desoirá nuestra petición. Es posible que aun un padre se aleje de su hijo hambriento, pero Dios no podrá nunca rechazar el clamor del corazón menesteroso y anhelante. ¡Con qué ternura maravillosa describió su amor!. A los que en días de tinieblas sientan que Dios no cuida de ellos, éste es el mensaje del corazón del Padre: "Sión empero ha dicho: ¡Me ha abandonado Jehová, y el Señor se ha olvidado de mí! ¿Se olvidará acaso la mujer de su niño mamante, de modo que no tenga compasión del hijo de sus entrañas? ¡Aun las tales le pueden olvidar; mas no me olvidaré yo de ti! He aquí que sobre las palmas de mis manos te traigo esculpida".*

 

Toda promesa de la Palabra de, Dios viene a ser un motivo para orar, pues su cumplimiento nos es garantizado 113 por la palabra empleada por Jehová. Tenemos el privilegio de pedir por medio de Jesús cualquier bendición espiritual que necesitemos. Podemos decir al Señor exactamente lo que necesitamos, con la sencillez de un niño. Podemos exponerle nuestros asuntos temporales, y suplicarle pan y ropa, así como el pan de vida y el manto de la justicia de Cristo. Nuestro Padre celestial sabe que necesitamos todas estas cosas, y nos invita a pedírselas. En el nombre de Jesús es como se recibe todo favor. Dios honrará ese nombre y suplirá nuestras necesidades con las riquezas de su liberalidad.

 

No nos olvidemos, sin embargo, que al allegarnos a Dios como a un Padre, reconocemos nuestra relación con él como hijos. No solamente nos fiamos en su bondad, sino que nos sometemos a su voluntad en todas las cosas, sabiendo que su amor no cambia. Nos consagramos para hacer su obra. A quienes había invitado a buscar primero el reino de Dios y su justicia, Jesús les prometió: "Pedid, y recibiréis".

 

Los dones de Aquel que tiene todo poder en el cielo y en la tierra esperan a los hijos de Dios. Todos los que acudan a Dios como niñitos recibirán y gozarán dádivas preciosísimas pues fueron provistas por el costoso sacrificio de la sangre del Redentor, dones que satisfarán el anhelo más profundo del corazón, regalos permanentes como la eternidad. Aceptemos como dirigidas a nosotros las promesas de Dios. Presentémoslas ante él como sus propias palabras, y recibiremos la plenitud del gozo.

 

"Así que, todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos".

 

En la seguridad del amor de Dios hacia nosotros, Jesús ordena en un abarcante principio que incluye todas las relaciones humanas, que nos amemos unos a otros.

Los judíos se preocupaban por lo que habían de recibir; su ansia principal era lo que, creían merecer en cuanto a poder, respeto y servicio. Cristo enseña que nuestro motivo de ansiedad no debe ser ¿cuánto podemos recibir?, sino ¿cuánto podemos dar? La medida de lo que debemos a los 114 demás es lo que estimaríamos que ellos nos deben a nosotros.

 

En nuestro trato con otros, pongámonos en su lugar. Comprendamos sus sentimientos, sus dificultades, sus chascos, sus gozos y sus pesares. Identifiquémonos con ellos, luego tratémoslos como quisiéramos que nos trataran a nosotros si cambiásemos de lugar con ellos. Esta es la regla de la verdadera honradez. Es otra manera de expresar esta ley: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo".* Es la médula de la enseñanza de los profetas, un principio de] cielo. Se desarrollará en todos los que se preparan para el sagrado compañerismo con él.

 

La regla de oro es el principio de la cortesía verdadera, cuya ilustración más exacta se ve en la vida y el carácter de Jesús. ¡Oh! ¡qué rayos de amabilidad y belleza se desprendían de la vida diaria de nuestro Salvador ¡Qué dulzura emanaba de su misma presencia! El mismo espíritu se revelará en sus hijos. Aquellos con quienes mora Cristo serán rodeados de una atmósfera divina. Sus blancas vestiduras de pureza difundirán la fragancia del jardín del Señor. Sus rostros reflejarán la luz de su semblante, que iluminará la senda para los pies cansados e inseguros.

 

Nadie que tenga el ideal verdadero de lo que constituye un carácter perfecto dejará de manifestar la simpatía y la ternura de Cristo. La influencia de la gracia debe ablandar el corazón, refinar y purificar los sentimientos, impartir delicadeza celestial y un sentido de lo correcto.

 

Todavía hay un significado mucho más profundo en la regla de oro. Todo aquel que haya sido hecho mayordomo de la gracia múltiple de Dios está en la obligación de impartirla a las almas sumidas en la ignorancia y la oscuridad, así como, si él estuviera en su lugar, desearía que se la impartiesen. Dijo el apóstol Pablo: "A griegos y a no griegos, a sabios y a no sabios soy deudor".* Por todo lo que hemos conocido del amor de Dios y recibido de los ricos dones de su gracia por encima del alma más entenebrecido y degradada del mundo, estamos en deuda con ella para comunicarle esos dones. 115 Así sucede también con las dádivas y las bendiciones de esta vida: cuanto más poseáis que vuestro prójimos, tanto más sois deudores para con los menos favorecidos. Si tenemos riquezas, o aun las comodidades de la vida, entonces estamos bajo la obligación más solemne de cuidar de los enfermos que sufren, de la viuda y los huérfanos, así como desearíamos que ellos nos cuidaran si nuestra condición y la suya se invirtieran.

 

Enseña la regla de oro, por implicación la misma verdad que se enseña en otra parte del Sermón del Monte, que, "con la medida con que medís, os será medido". Lo que hacemos a los demás, sea bueno o malo, ciertamente reaccionará sobre nosotros mismos, ya sea en bendición, ya sea en maldición. Todo lo que demos, lo volveremos a recibir. Las bendiciones terrenales que impartimos a los, demás pueden ser recompensadas con algo semejante, como ocurre a menudo. Con frecuencia lo que damos se nos devuelve en tiempo de necesidad, cuadruplicado, en moneda real. Además de esto, todas las dádivas se recompensan, aun en esta vida, con el influjo más pleno del amor de Cristo, que es la suma de toda la gloria y el tesoro del cielo. El mal impartido también vuelve. Todo aquel que haya condenado o desalentado a otros será llevado en su propia experiencia a la senda en que hizo andar a los demás; sentirá lo que sufrieron ellos por la falta de simpatía y ternura que les manifestó.

 

El amor de Dios para con nosotros es lo que ha decretado esto. El quiere inducirnos a aborrecer nuestra propia dureza de corazón y a abrir nuestros corazones para que Jesús more, en ellos. Así, del mal surge el bien, y lo que parecía maldición llega a ser bendición.

 

La medida de la regla de oro es la verdadera norma del cristianismo, y todo lo que no llega a su altura es un engaño. Una religión que induce a los hombres a tener en poca estima a los seres humanos, a quienes Cristo consideró de tanto valor que dio su vida por ellos; una religión que nos haga indiferentes a las necesidades, los sufrimientos o los derechos humanos, es una religión espuria. Al despreciar 116 los derechos de los pobres, los dolientes y los pecadores, nos demostramos traidores a Cristo. El cristianismo tiene tan poco poder en el mundo porque los hombres aceptan el nombre de Cristo, pero niegan su carácter en sus vidas. Por estas cosas el nombre del Señor es motivo de blasfemia.

Acerca de la iglesia apostólica perteneciente a la época maravillosa en que la gloria del Cristo resucitado resplandecía sobre ella, leemos que "ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía", "que no había entre ellos ningún necesitado", que "con gran poder los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús, y abundante gracia era sobre todos ellos". Y, además, que "perseverando unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios, y teniendo favor con todo el pueblo. Y el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos".

 

Podemos buscar por el cielo y por la tierra, y no encontraremos verdad revelada más poderosa que la que se manifiesta en las obras de misericordia hechas en favor de quienes necesiten de nuestra simpatía y ayuda. Tal es la verdad como está en Jesús. Cuando los que profesan el nombre de Cristo practiquen los principios de la regla de oro, acompañará al Evangelio el mismo poder de los tiempos apostólicos.

"Porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida."

 

En los tiempos de Cristo los habitantes de Palestina vivían en ciudades amuralladas, mayormente situadas en colinas o montañas. Se llegaba a las puertas, que se cerraban a la puesta del sol, por caminos empinados y pedregosos, y el viajero que regresaba a casa al fin del día, con frecuencia necesitaba apresurarse ansiosamente en la subida de la cuesta para llegar a la puerta antes de la caída de la noche. El que se retrasaba quedaba afuera.

El estrecho camino ascendente que conducía al hogar 117 y al descanso, dio a Jesús una conmovedora imagen del camino cristiano. La senda que os he trazado, dijo, es estrecha; la entrada a la puerta es difícil; porque la regla de oro excluye, todo orgullo y egoísmo. Hay, en verdad, un camino más ancho, pero su fin es la destrucción. Si queréis seguir la senda de la vida espiritual, debéis subir continuamente; debéis andar con los pocos, porque la muchedumbre escogerá la senda que desciende.

 

Por el camino a la muerte puede marchar todo el género humano, con toda su mundanalidad, todo su egoísmos, todo su orgullo, su falta de honradez y su envilecimiento moral. Hay lugar para las opiniones y doctrinas de cada persona; espacio para que sigan sus propias inclinaciones y para hacer todo cuanto exija su egoísmo. Para andar por la senda que conduce a la destrucción, no es necesario buscar el camino, porque la puerta es ancha; y espacioso el camino, y los pies se dirigen naturalmente a la vía que termina en la muerte.

Por el contrario, el sendero que conduce a la vida, el angosto, y estrecha la entrada. Si nos aferramos a algún pecado predilecto, hallaremos la puerta demasiado estrecha. Si deseamos continuar en el camino de Cristo, debemos renunciar a nuestros propios caminos, a nuestra propia voluntad y a nuestros malos hábitos y prácticas. El que quiere servir a Cristo no puede seguir las opiniones ni las normas del mundo. La senda del cielo es demasiado estrecha para que por ella desfilen pomposamente la jerarquía y las riquezas; demasiado angosta para el juego de la ambición egoísta; demasiado empinada y áspera para el ascenso de los amantes del ocio. A Cristo le tocó la labor, la paciencia, la abnegación, el reproche, la pobreza y la oposición de los pecadores. Lo mismo debe tocarnos a nosotros, si alguna vez hemos de entrar en el paraíso de Dios.

No deduzcamos, sin embargo, que el sendero ascendente es difícil y la ruta que desciende es fácil. A todo lo largo del camino que conduce a la muerte hay penas y castigos, hay pesares y chascos, hay advertencias para que no se continúe.118 El amor de Dios es tal que los desatentos y los obstinados no pueden destruirse fácilmente. Es verdad que el sendero de Satanás; parece atractivo, pero es todo engaño; en el camino del mal hay remordimiento amargo y dolorosa congoja. Pensamos tal vez que es agradable seguir el orgullo y la ambición mundana; mas el fin es dolor y remordimiento. Los propósitos egoístas pueden ofrecer promesas halagadoras y una esperanza de gozo; pero veremos que esa felicidad está envenenada y nuestra vida amargada por las expectativas fincadas en el yo. Ante el camino descendente la entrada puede relucir de flores; pero hay espinas en esa vía. La Luz de la esperanza que brilla en su entrada se esfuma en las tinieblas de la desesperación, y el alma que sigue esa senda desciende hasta las sombras de una noche interminable.

"El camino de los transgresores es duro", pero las sendas de la sabiduría son "caminos deleitosos, y todas sus veredas paz".* Cada acto de obediencia a Cristo, cada acto de abnegación por él, cada prueba bien soportada, cada victoria lograda sobre la tentación, es un paso adelante en la marcha hacia la gloria de la victoria final. Si aceptamos a Cristo por guía, él nos conducirá en forma segura. El mayor de los pecadores no tiene por qué perder el camino. Ni uno solo de los que temblando lo buscan ha de verse privado de andar en luz pura y santa. Aunque la senda es tan estrecha y tan santa que no puede tolerarse pecado en ella, todos pueden alcanzarla y ninguna alma dudosa y vacilante necesita decir: Dios no se interesa en mí.

 

Puede ser áspero el camino, y la cuesta empinada; tal vez haya trampas a la derecha y a la izquierda; quizá tengamos que sufrir penosos trabajos en nuestro viaje; puede ser que cuando estemos cansados y anhelemos descanso, tengamos, que seguir avanzando; que cuando nos consuma la debilidad, tengamos que luchar; o que cuando estemos desalentados, debamos esperar aún; pero con Cristo como guía, no dejaremos de llegar al fin al anhelado puerto de reposo. Cristo mismo recorrió la vía áspera antes que nosotros y allanó el camino para nuestros pies.119

A lo largo del áspero camino que conduce a la vida eterna hay también manantiales de gozo para refrescar a los fatigados. Los que andan en las sendas de la sabiduría se regocijan en gran manera, aun en la tribulación; porque Aquel a quien ama su alma marcha invisible a su lado. A cada paso hacia arriba disciernen con más claridad el toque de su mano; vívidos fulgores de la gloria del Invisible alumbran su senda, y sus himnos de loor, entonados en una nota aún más alta, se elevan para unirse con los cánticos de los ángeles delante del trono. "La senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto".*

"Esforzaos a entrar por la puerta angosta".

 

El viajero, atrasado, en su prisa por llegar a la puerta antes de la puesta del sol, no podía desviarse para ceder a ninguna atracción en el camino. Toda su atención se concentraba en el único propósito de entrar por la puerta. La misma intensidad de propósito, dijo Jesús, se requiere en la vida cristiana. Os he abierto la gloria del carácter, que es la gloria verdadera de mi reino. Ella no os brinda ninguna promesa de dominio mundanal; a pesar de eso, es digna de vuestro deseo y esfuerzo supremos. No os llamo para luchar por la supremacía del gran imperio mundial, mas esto no significa que no hay batallas que librar ni victorias que ganar. Os invito a esforzaros y a luchar para entrar en mi reino espiritual.

 

La vida cristiana es una lucha y una marcha; pero la victoria que hemos de ganar no se obtiene por el poder humano. El terreno del corazón es el campo de conflicto. La batalla que hemos de reñir, la mayor que hayan peleado los hombres, es la rendición del yo a la voluntad de Dios, el sometimiento del corazón a la soberanía del amor. La vieja naturaleza nacida de la sangre y de la voluntad de la carne, no puede heredar el reino de Dios. Es necesario renunciar a las tendencias hereditarias, a las costumbres anteriores.

 

El que decida entrar en el reino espiritual descubrirá 120 que todos los poderes y las pasiones de una naturaleza sin regenerar, sostenidos por las fuerzas del reino de las tinieblas, se despliegan contra él. El egoísmo y el orgullo resistirán todo lo que revelaría su pecaminosidad. No podemos, por nosotros mismos, vencer los deseos y hábitos malos que luchan por el dominio. No podemos vencer al enemigo poderoso que nos retiene cautivos. Únicamente Dios puede darnos la victoria. El desea que disfrutemos del dominio sobre nosotros mismos, sobre nuestra propia voluntad y costumbres. Pero no puede obrar en nosotros sin nuestro consentimiento y cooperación. El Espíritu divino obra por las facultades y los poderes otorgados a los hombres. Nuestras energías han de cooperar con Dios.

 

No se gana la victoria sin mucha oración ferviente, sin humillar el yo a cada paso. Nuestra voluntad no ha de verse forzada a cooperar con los agentes divinos; debe someterse de buen grado. Aunque fuera posible que él nos impusiera la influencia del Espíritu de Dios con una intensidad cien veces mayor, eso no nos haría necesariamente cristianos, personas listas para el cielo. No se destruiría el baluarte de Satanás. La voluntad debe colocarse de parte de la voluntad de Dios. Por nosotros mismos no podemos someter a la voluntad de Dios nuestros propósitos, deseos e inclinaciones; pero si estamos dispuestos a someter nuestra voluntad a la suya, Dios cumplirá la tarea por nosotros, aun "refutando argumentos, y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia de Cristo". Entonces nos ocuparemos de nuestra "salvación con temor y temblor, porque Dios" producirá en nosotros "así el querer, como el hacer, por su buena voluntad".*

 

Muchos son atraídos por la belleza de Cristo y la gloria del cielo y, sin embargo, rehúyen las únicas condiciones; por las cuales pueden obtenerlas. Hay muchos en el camino ancho que no están del todo satisfechos con la senda en que andan. Anhelan escapar de la esclavitud del pecado y tratan de resistir sus costumbres pecaminosas con sus propias fuerzas. Miran el camino angosto y la puerta 121 estrecha; pero el placer egoísta, el amor del mundo, el orgullo y la ambición profana alzan una barrera entre ellos y el Salvador. La renuncia a su propia voluntad y a cuanto escogieron como objeto de su afecto o ambición exige un sacrificio ante el cual vacilan, se estremecen y retroceden. Muchos procurarán entrar, y no podrán".* Desean el bien, hacen algún esfuerzo para obtenerlo, pero no lo escogen; no tienen un propósito firme de procurarlo a toda costa.

 

Nuestra única esperanza, si queremos vencer, radica en unir nuestra voluntad a la de Dios, y trabajar juntamente con él, hora tras hora y día tras día. No podemos retener nuestro espíritu egoísta y entrar en el reino de Dios. Si alcanzamos la santidad, será por el renunciamiento al yo y por la aceptación del sentir de Cristo. El orgullo y el egoísmo deben crucificarse. ¿Estamos dispuestos a pagar lo que se requiere de nosotros? ¿Estamos dispuestos a permitir que nuestra voluntad sea puesta en conformidad perfecta con la de Dios? Mientras no lo estemos, su gracia transformadora no puede manifestarse en nosotros.

 

La guerra que debemos sostener es "la buena batalla de la fe". Por "lo cual también trabajo -dijo el apóstol Pablo-, luchando según la potencia de él, la cual actúa poderosamente en mí".*

En la crisis suprema de su vida, Jacob se apartó para orar. Lo dominaba un solo propósito: buscar la transformación de su carácter. Pero mientras suplicaba a Dios, un enemigo, según le pareció, puso sobre él su mano, y toda la noche luchó por su vida. Pero ni aun el peligro de perder la vida alteró el propósito de su alma. Cuando estaba casi agotada su fuerza, ejerció el Ángel su poder divino, y a su toque supo Jacob con quién había luchado. Herido e impotente, cayó sobre el pecho del Salvador, rogando que lo bendijera. No pudo ser desviado ni interrumpido en su ruego y Cristo concedió el pedido de esta alma débil y penitente, conforme a su promesa: "¿O forzará alguien mi fortaleza? Haga conmigo paz; sí, haga paz conmigo". Jacob alegó con espíritu determinado: "No 122 te dejaré, si no me bendices". Este espíritu de persistencia fue inspirado por Aquel con quien luchaba el patriarca. Fue él también quien le dio la victoria y cambió su nombre, Jacob, por el de Israel, diciendo: "Porque has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido". Por medio de la entrega del yo y la fe imperturbable, Jacob ganó aquello por lo cual había luchado en vano con sus propias fuerzas. "Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe".*

 

"Guardaos de los falsos profetas."

 

Surgirán por doquiera maestros de falsedades para apartaros del camino angosto y de la puerta estrecha. Guardaos de ellos; aunque estén ocultos en ropajes de ovejas, por dentro son lobos feroces. Da Jesús una prueba por la cual pueden distinguirse los maestros falsos de los verdaderos: "Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos, o higos de los abrojos?"

 

"No nos dice que los probemos por sus suaves palabras ni su exaltada profesión de fe. Se los ha de juzgar por la Palabra de Dios. "¡A la ley y al testimonio! Si no dijeren conforme a esto, es porque no les ha amanecido". "Cesa, hijo mío, de oír las enseñanzas que te hacen divagar de las razones de sabiduría".* ¿Qué mensaje traen estos maestros? ¿Nos hace venerar y temer a Dios? ¿Nos hace manifestar amor, hacia él mediante la lealtad a sus mandamientos? Si los hombres no sienten la obligación de observar la ley morales si se burlan de los preceptos de Dios; si traspasan aun el más, pequeño de sus mandamientos y así enseñan a los hombres, no tendrán ningún valor a los ojos del cielo. Podemos saber que sus pretensiones carecen de fundamento. Hacen la misma obra que se originó con el príncipe de las tinieblas, el enemigo de Dios.

 

No todos los que profesan su nombre y llevan su insignia pertenecen a Cristo. Muchos de los que enseñaron en mi nombre, dijo Jesús, al fin serán hallados faltos. "Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les 123 declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad".

 

Hay personas que creen tener razón cuando están equivocadas. Proclaman que Cristo es su Señor y, profesan hacer grandes cosas en su nombre, pero son obradores de iniquidad. "Hacen halagos con sus bocas y el corazón de ellos anda en pos de su avaricia". El que declara la Palabra de Dios es para ellos "como cantor de amores, hermoso de voz y que canta bien; y oirán tus palabras, pero no las pondrán por obra".*

 

De nada vale profesar simplemente ser discípulo. La fe en Cristo que salva al alma no es la que muchos enseñan. "Creed, creed -dicen-, y no tenéis necesidad de guardar la ley". Pero una creencia que no lleva a la obediencia, es presunción. Dice el apóstol Juan: "El que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso, y la verdad no está en él".* Nadie abrigue la idea de que las providencias especiales o las manifestaciones sobrenaturales han de probar la autenticidad de su obra ni de las ideas que proclama. Cuando los hombres dan poca importancia a la Palabra de Dios y ponen sus impresiones, sus sentimientos y sus prácticas por encima de la norma divina, podemos saber que no tienen la luz.

 

La obediencia es la prueba del discipulado. La observancia de los mandamientos es lo que prueba la sinceridad del amor que profesamos. Cuando la doctrina que aceptamos destruye el pecado en el corazón, limpia el alma de contaminación y produce frutos de santidad, entonces podemos saber que es la verdad de Dios. Cuando en nuestra vida se manifiesta benevolencia, bondad, ternura y simpatía; cuando el gozo de realizar el bien anida en nuestro corazón; cuando ensalzamos a Cristo, y no al yo, entonces podemos saber que nuestra fe es correcta. "Y en esto sabemos que nosotros le conocemos, si guardamos sus mandamientos".*

 

"Y no cayó, porque estaba fundada sobre la roca".

 

La gente se había sentido profundamente conmovida 124 por las palabras de Cristo. La belleza divina de los principios de la verdad los atraía, y las amonestaciones solemnes de Cristo llegaban hasta ellos como la voz de Dios que escudriña los corazones. Sus palabras habían herido la raíz de sus ideas y opiniones anteriores; la obediencia a su enseñanza les exigía que cambiasen todos sus hábitos y modos de pensar y obrar. Los pondría en oposición con los maestros de su religión, porque derribaría el edificio entero que durante generaciones habían ido edificando los rabinos. Por eso, aunque sus palabras habían hallado eco en los corazones del pueblo, muy pocos estaban dispuestos a aceptarlas como guía de la vida.

 

Terminó Jesús su enseñanza en el monte con una ilustración que presenta en forma muy vívida cuán importante es practicar las palabras que había pronunciado. Entre la muchedumbre que se aglomeraba alrededor del Salvador, eran muchos los que se habían pasado la vida cerca del mar de Galilea. Mientras escuchaban las palabras de Cristo, sentados en la ladera, podían ver los valles y los barrancos por los cuales corrían hacia el mar los arroyos de las montañas. A menudo estos arroyos desaparecían completamente en el verano y quedaba solamente un canal seco y polvoriento; pero cuando las tempestades del invierno se desencadenaban sobre las colinas, los ríos se convertían en furiosos y bramadores torrentes, que algunas veces inundaban los valles y arrasaban todas las cosas en su riada irresistible. Entonces era frecuente que fuesen arrasadas las chozas levantadas por los labriegos en la verde llanura, donde no parecían correr peligro. Pero en lo alto de las cuestas había casas edificadas sobre la roca. En algunos sectores del país las viviendas se construían enteramente de piedra, y muchas habían resistido mil años de tempestades. Para edificar estas casas había que trabajar en medio de dificultades. Llegar a ellas no era fácil. Su posición parecía menos atractiva que la verde llanura, pero estaban fundadas sobre la roca; y el viento, la riada y la tempestad las atacaban en vano.

 

El que recibe las palabras que os he hablado y las convierte 125 en el cimiento de su carácter y su vida, dijo Jesús, es como los que construyen su casa sobre la roca. Siglos antes, el profeta Isaías había escrito: "La palabra del Dios nuestro permanece para siempre", y Pedro, años después de que se pronunciara el Sermón del Monte, al citar estas palabras de Isaías, añadió "Y esta es la palabra que por el Evangelio os ha sido anunciada". La Palabra de Dios es lo único permanente que nuestro mundo conoce. Es el cimiento seguro. "El cielo y la tierra pasarán -dijo Jesús-, pero mis palabras no pasarán".*

 

Los grandes principios de la ley, que participan de la misma naturaleza de Dios, están entretejidos en las palabras que Cristo pronunció sobre el monte. Quienquiera que edifique sobre esos principios edifica sobre Cristo, la Roca de la eternidad. Al recibir la Palabra, recibimos a Cristo, y únicamente los que reciben así sus palabras edifican sobre él. "Porque nadie puede poner otro fundamento, que el que está puesto, el cual es Jesucristo". "No hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos".* Cristo, el Verbo, revelación de Dios y manifestación de su carácter, su ley, su amor y su vida, es el único fundamento sobre el cual podemos edificar un carácter que permanecerá.

 

Edificamos en Cristo por la obediencia a su palabra. No es justo quien sólo se complace en la justicia, sino quien la ejecuta. La santidad no es arrobamiento; es el resultado de entregarlo todo a Dios; es hacer la voluntad de nuestro Padre celestial. Cuando los hijos de Israel acampaban en los límites de la tierra prometida, no bastaba que tuvieran conocimiento de Canaán ni que entonaran los himnos de Canaán. Esto solo no les daría posesión de los viñedos y olivares de la buena tierra. Tan sólo, podían hacerla suya en verdad ocupándola, cumpliendo las condiciones, ejerciendo una fe viva en Dios, y aplicando las promesas a sí mismos mientras obedecen sus instrucciones.

 

La religión consiste en cumplir las palabras de Cristo; no en obrar para merecer el favor de Dios, sino porque, sin merecerlo, hemos recibido la dádiva de su amor. Cristo no 126 basa la salvación de los hombres sobre lo que profesan solamente, sino sobre la fe que se manifiesta en las obras de justicia. Se espera acción, no meramente palabras, de los seguidores de Cristo. Por medio de la acción es como se edifica el carácter.

 

"Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios".* Los hijos de Dios no son aquellos cuyos corazones conmueve el Espíritu, ni los que de vez en cuando se entregan a su poder, sino los que son guiados por el Espíritu.

 

¿Deseamos llegar a ser discípulos de Cristo, pero no sabemos cómo principiar? ¿Estamos en la oscuridad y no sabemos cómo hallar la luz? Sigamos la luz que poseemos. Dispongamos nuestro corazón para obedecer lo que sabemos de la Palabra de Dios, en la cual reside su poder, su misma vida. A medida que recibamos la Palabra con fe, ella nos dará poder para obedecer. Si prestamos atención a la luz que tenemos, recibiremos más luz. Edificaremos sobre la Palabra de Dios y nuestro carácter se formará a semejanza del carácter de Cristo.

 

Cristo, el verdadero fundamento, es una piedra viva, su vida se imparte a todos los que son edificados sobre él.

 

"Vosotros también como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual". Y "todo el edificio, bien

coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor".* Las piedras se unifican con el fundamento, porque en todo mora una vida común, y ninguna tempestad puede destruir ese edificio.

 

Todo edificio construido sobre otro fundamento que no sea la Palabra de Dios, caerá. Aquel que, a semejanza de los judíos del tiempo de Cristo, edifica sobre el fundamento de ideas y opiniones humanas, de formalidades y ceremonias inventadas por los hombres o sobre cualesquiera obras que se puedan hacer independientemente de la gracia de Cristo, erige la estructura de su carácter sobre arena movediza. Las tempestades violentas de la tentación barrerán el cimiento de arena y dejarán su casa reducida a escombros sobre las orillas del tiempo. "Por tanto, Jehová el Señor dice así. . . : Ajustaré el 127 juicio a cordel, y a nivel la justicia; y granizo barrerá el refugio de la mentira, y aguas arrollarán el escondrijo".*

 

Hoy todavía la misericordia invita al pecador. "Vivo yo, dice Jehová el Señor, que no quiero la muerte del impío, sino que se vuelva el impío de su camino, y que viva. Volveos, volveos de vuestros malos caminos; ¿por qué moriréis?" La voz que habla a los impenitentes es la voz de Aquel que exclamó, con el corazón lleno de angustia, cuando miró la ciudad objeto de su amor: "¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste! e aquí, vuestra casa os es dejada desierta". En Jerusalén vio Jesús un símbolo del mundo que había rechazado y despreciado su gracia. ¡Lloraba, oh corazón endurecido, por ti! Aún mientras Jesús vertía lágrimas sobre el monte, Jerusalén habría podido arrepentirse y escapar a su condenación. Por corto tiempo el Don de los cielos siguió aguardando su aceptación. Así también, oh corazón, Cristo te habla aún con acentos de amor: "He aquí, yo estoy a la puerta y llamo: si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo". "He aquí ahora el tiempo aceptable; he aquí ahora el día de salvación".*

 

Los que cifran sus esperanzas en sí mismos están edificando sobre la arena. Aún no es demasiado tarde para escapar de la ruina inminente. Huyamos en procura de fundamento seguro antes que se desate la tempestad. tanto, Jehová el Señor dice así: He aquí que yo he puesto en Sion por fundamento una piedra, piedra probada, angular, preciosa, de cimiento estable; el que creyere, no se apresure". "Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay más". "No temas, porque yo estoy contigo; no desmayes, porque yo soy tu Dios que te esfuerzo; siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con la diestra de mi justicia". "No os avergonzaréis ni os afrentaréis, por todos los siglos".*

 

 

 

 
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Lecciones y comentarios para la escuela sabática_Segundo trimestre de 2014  
  Cristo y su Ley

Autor: Keith Burton

Lecciones y Comentarios para la escuela sabática-Segundo trimestre_Abril - Junio de 2014

Compilador: Delfino J.
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Cristo y su Ley  
  1. Las leyes en los días de Cristo (Levítico 1:1-9; Deuteronomio 17:2-6; Lucas 2:1-5;Hebreos 10:28; Santiago 2:8-12)
2. Cristo y la Ley de Moisés (Éxodo 13:2,12; Deuteronomio 22:23,24; Mateo 17:24-27; Lucas 2:21-24; 41-52; Juan 8:1-11)
3. Cristo y las tradiciones religiosas (Isaías 29:13; Mateo 5:17-20; 23:1-7; 15:1-6; Romanos 10:13)
4. Cristo y la Ley en el Sermón del Monte (Mateo 5:17-37; Lucas 16:16; Romanos 7:24)
5. Cristo y el sábado (Génesis 2:1-3; Isaías 65:17; Mateo 2:23-28; Juan 5:1-9; Hechos 13:14; Hebreos 1:1-3)
6. La muerte de Cristo y la Ley (Hechos 13:38,39; Romanos 4:15; 7:1-13; 8:5-8; Gálatas 3:10)
7. Cristo, el fin de la ley( Romanos 5:12-21; 6:15-23; 7:13-25; 9:30-10:4; Gálatas 3:19-24)
8. La Ley de Dios y la ley de Cristo
9. Cristo, la Ley y el evangelio
10. Cristo, la Ley y los pactos
11. Los apóstoles y la Ley
12. La iglesia de Cristo y la Ley
13. El reino de Cristo y la Ley
 
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