Cómo arrogárselas ante el peligro y la muerte
Números 18 & 19
El "reactor nuclear" de Dios
Hace muchos años, un granjero del Estado norteamericano de Minnesota llevó su trigo a un silo de cereales. Durante el viaje, fue andando junto al caballo mientras el animal tiraba del carro. Cuando ya llegaban, el lento y cansado caballo levantó la vista y vio el silo. En ese preciso instante un terrible tornado levantó al caballo, junto con el carro y el campesino, y los depositó a una considerable distancia. El pobre animal no quedó herido, pero sí, comprensiblemente, traumatizado. El grano, por supuesto, había desaparecido.
Al año siguiente, el mismo granjero usó el mismo caballo y el mismo carro para transportar otra carga de trigo al mismo silo. Cuando ya casi habían llegado, el caballo levantó la vista y vio el silo. Recordando lo que le había ocurrido la primera vez que había estado allí, se estremeció y se paró en seco, dio media vuelta y se alejó a galope tendido, a la mayor velocidad que sus cascos eran capaces de transportarlo. ¡No había poder humano que lo obligara a pasar por aquella terrible experiencia otra vez!
Los israelitas habían visto la terrible rapidez de la espada del Señor en muchas ocasiones, pero esta última ocasión había estado a punto de alcanzarlos a ellos, y la cuenta de los cadáveres era alta (catorce mil). ¡De ninguna manera querían pasar por aquella experiencia otra vez! "Entonces los hijos de Israel dijeron a Moisés: "¡Nos estamos muriendo! ¡Estamos perdidos! ¡Todos nosotros estamos perdidos! Cualquiera que se acerque, el que se llegue al tabernáculo de Jehová, morirá. ¿Acabaremos por perecer todos?" (Núm. 17:12-13).
La generación adulta de israelitas estaba condenada a morir en el desierto (Núm. 14), pero al menos esa sería una muerte natural. Ahora ellos temían haber ofendido tanto a Dios que no estarían seguros ni siquiera al acercarse al santuario para llevar sus ofrendas. Por supuesto, la razón por la cual habían experimentado tantos problemas no era porque hubiera ejercido su legítimo privilegio de venir al atrio del santuario a presentar sus sacrificios: era a causa de su rebelión.
El Señor comprendió y les proporcionó una nueva regla para calmar los temores del pueblo: "Jehová dijo a Aarón: "Tú, tus hijos y tu casa paterna cargaréis con el pecado del santuario; y tú y tus hijos cargaréis con el pecado vuestro sacerdocio" (Núm. 18:1). Significaba que si uno que no pertenecía al sacerdocio cometía un error en el santuario, los sacerdotes, como mediadores y representantes de los israelitas, llevarían la responsabilidad. Pero esa situación nunca más haría que Dios hiciera recaer la retribución sobre toda la comunidad (cf. Núm. 16:19-21, 41-49).
Como Dios había dicho específicamente antes, los levitas debían asistir a los sacerdotes, como Coré y sus asociados habían intentado (Núm. 16), ellos, y al menos algunos sacerdotes, morirían (Núm. 18:2-7). Para protegerse de la ira de Dios, los sacerdotes que estaban de guardia, bien motivados y bien armados, protegerían el recinto sagrado (véase Núm. 25:7). Recibieron autorización para matar a cualquiera, incluso a un levita, que intentara usurpar la función sacerdotal en el santuario. De modo que nunca más sería necesario tener un duelo de incensarios (Núm. 16). Cualquier rebelión contra el sacerdocio que pudiera poner en peligro la seguridad de la comunidad sería inmediatamente cortada de raíz.
Matar a los transgresores de forma sumaria puede parecer en extremo "anticristiano", hasta que uno recuerda la imponente y terrible gloria del Señor. Él creó a los mundos de la nada, y trajo a la existencia nebulosas y galaxias en el espacio como si fueran juguetes. Dios puede imponer su voluntad a trillones y trillones de toneladas de materia dando sencillamente una orden (Gén. 1). Su gloria es fuego consumidor (Éxo. 24:17; Deut. 4:24; 9:3; Heb. 12:29). De modo que cuando residía en el santuario israelita, el poder concentrado allí lo hacía similar a un reactor nuclear. Debía haber guardias especiales a fin de que la comunidad que rodeaba al santuario pudiera sobrevivir.
Un buen día, Chris, joven de diecisiete años, y sus amigos andaban en busca de aventuras y decidieron explorar las orillas del lago Míchigan. Caminando como a dos kilómetros de la playa Grand Mere, encontraron un anuncio que decía: "Prohibido el paso. Los infractores serán sancionados". Pronto se dieron cuenta de que habían llegado a la central nuclear Cook. Suponiendo que el anuncio solo prohibía el acceso por tierra, decidieron acercarse dando la vuelta por el agua. Tenían una lancha neumática para dos personas, y el tercero disponía de una tabla para deslizarse en el agua.
Después de remar durante media hora, los adolescentes solo habían llegado a mitad de camino de la central nuclear y ya se estaban cansando. De repente el adolescente que iba deslizándose en la tabla saltó alarmado dentro de la lancha, porque el agua bajo sus pies estaba revuelta y agitada, y hacía burbujas como el agua bajo sus pies estaba revuelta y agitada, y hacía burbujas como el agua caliente de una bañera. ¡Comprendieron que debían salir de allí de inmediato! Pronto vieron un guardacostas, que los rescató, salvándolos del agua hirviente.
La tripulación del bote procedió a informar a Chris y a sus amigos que habían estado en una zona restringida, y que era un milagro que no hubieran sido absorbidos por el gran poder de succión del sistema de enfriamiento de la central nuclear cercana. ¡Más tarde los padres supieron que los francotiradores los habían visto desde el principio, pero decidieron que los adolescentes no parecían demasiado peligrosos y no los mataron a balazos!
Es prudente defender una central nuclear de las visitas no autorizadas con el propósito de proteger a la gente que vive cerca (¡incluyendo a mi familia!). ¡Con cuánta más razón debía protegerse el santuario, en el cual residía el poder infinitamente superior de Dios! Él podía controlar su poder, por supuesto, pero deseaba que los israelitas respetaran su grandeza para que pudieran confiar en su capacidad para ayudarlos y librarlos.
En la actualidad no tenemos la presencia de Dios en una shekina ubicada en una iglesia o templo. Por lo tanto, no necesitamos proteger nuestros templos con armas para que la gente se aleje. Sin embargo, todavía es importante proteger reverentemente los límites morales de la santidad de Dios en su iglesia. Cuando un miembro de la iglesia de Corinto estaba viviendo en abierto pecado con su madrastra, lo cual difamaba la santa reputación de Cristo en aquella ciudad (1 Cor. 5:1), San Pablo recomendó que la iglesia lo quitara de la feligresía: "En el nombre de nuestro Señor Jesucristo, reunidos vosotros y mi espíritu, con el poder de nuestro Señor Jesucristo, el tal sea entregado a Satanás para destrucción de la carne, a fin de que el espíritu sea salvo en el día del Señor Jesús" (1 Cor. 5:4, 5).
Bajo la teocracia del Antiguo Testamento, el acto de eliminar a una persona de la comunidad era algo más dramático y permanente. Por ejemplo: "Cualquiera que se acueste con la mujer de su padre, la desnudez de su padre descubrió; ambos han de ser muertos: su sangre caerá sobre ellos" (Lev. 20:11). Ahora tenemos una iglesia, no una nación; por lo tanto, se aplica la desfraternización a los casos en que en las leyes del Antiguo Testamento se aplicaba la pena de muerte.
Muchos cristianos de la actualidad no tienen la más mínima disposición a proteger los límites de la santidad de Dios. En nombre del "amor" cristiano, que es como un indefinido sentimiento de misericordia no complicado con la justicia, todo se admite. Hace varios años un pastor me dijo que cuando comenzó a trabajar en una congregación, halló la necesidad de aplicar la disciplina eclesiástica en un caso muy claro de pecado abierto que exigía la expulsión. Pero hasta donde recordaban los miembros, nunca se había ejecutado una disciplina así. De modo que cuando el pastor presentó el caso en una reunión administrativa de la iglesia, los miembros se negaron a apoyar sus recomendaciones de que la iglesia, los miembros se negaron a apoyar sus recomendaciones de que la iglesia borrara de sus registros a la parte culpable. La misericordia desenfrenada a expensas de la justicia daña la santa causa de Dios en el mundo. Y hiere a la gente también. Cuando no se exigen responsabilidades, la gente piensa que las cosas marchan bien, y que hay paz, cuando no hay paz (Jer. 6:14; 8:11). Una actuación tal pone en peligro su salvación eterna. Pablo dejó bien claro que es mucho mejor, y potencialmente redentor, reconocer una crisis y despertar a una persona culpable entregándola "a Satanás para destrucción de la carne, a fin de que el espíritu sea salvo en el día del Señor Jesús" (1 Cor. 5:5).
La misericordia desenfrenada que permite los comportamientos destructivos daña también a las víctimas inocentes. Entre ellas están los niños de padres que están divorciados debido a una relación extramarital que no habría ocurrido si la iglesia hubiera elevado las normas morales. Otras víctimas sufren de acoso sexual, difamación, abusos económicos, y cosas por el estilo. La lista puede ser interminable. Los infractores conocidos pueden echar el anzuelo de nuevo y atacar otra vez, o sencillamente son transferidos a otras iglesias, donde pueden poner en práctica nuevamente sus malas artes. Puede ser que la iglesia escriba cartas y celebre reuniones para tratar la situación, pero nada cambia. ¿No hay alguien que tenga el valor de poner punto final a esto?
Hemos encontrado que la historia del trato de Dios con el antiguo Israel registrada en el libro de Números ilustra con mucha claridad el hecho de que existe lo que se conoce como responsabilidad colectiva. La comunidad del pueblo de Dios es responsable ante él por el apoyo de los líderes de Dios en la tarea de proteger su santidad en el mundo. Por desgracia, muchas comunidades eclesiales modernas están fracasando miserablemente, y las estadísticas del estilo de vida familiar no son mejores que las de la "civilización" impía que las rodea. Como dijo Pablo a los corintios, ya es tiempo de que los así llamados "santos" de Dios comiencen a vivir de acuerdo con el elevado nombre que portan (1 Cor. 1, etc.).
Compensación por el cumplimiento de deberes peligrosos
El personal de formación muy especializada que cumple deberes peligrosos para beneficiar y proteger a una comunidad entera debiera recibir una justa compensación. Por ello, como acuerdo permanente ("pacto de sal"), Dios asignó a los sacerdotes israelitas una buena fuente de ingresos de las ofrendas que el pueblo ofrecía al Señor (Núm. 18:8-19).
Como asistentes de los sacerdotes, los levitas también participaban en el cumplimiento de deberes peligrosos en beneficio de los israelitas (vers. 22, 23; cf. Núm. 8:19), aunque era menos peligroso que el ministerio sacerdotal. La tribu de Leví en su totalidad, incluyendo los sacerdotes, no tendría ninguna herencia de territorio con la que ganarse la vida. Antes bien, debían sostenerse del servicio a Dios: Los israelitas debían dar sus diezmos (una décima parte de los productos agrícolas; cf. Deut. 14:22) a los levitas, quienes, a su vez, debían entregar una décima parte de todo a los sacerdotes (Deut. 14:20-32).
Al dar a los sacerdotes y a los levitas un ingreso bueno y regular, Dios hizo que fuera innecesaria la preocupación por el sustento. Así podían dedicar todo su tiempo y energía al servicio del Señor.
Cuando Cristo envió a sus setenta discípulos afirmó que aquellos que se dedican al servicio de Dios para beneficiar a otros merecen el sustento material: "Quedaos en aquella misma casa, comiendo y bebiendo lo que os den, porque el obrero es digno de su salario. No os paséis de casa en casa" (Luc. 10:7). Pablo aplicó el mismo principio: "¿No sabéis que los que trabajan en las cosas sagradas, comen del templo, y que los que sirven al altar, del altar participan? Así también ordenó el Señor a los que anuncian el evangelio, que vivan del evangelio" (1 Cor. 9:13, 14).
En la actualidad no tenemos levitas ni sacerdocio ritual. Y tampoco la mayoría de nosotros tiene como medio de vida la agricultura; por lo tanto, no podemos presentar a Dios el diezmo de nuestros productos agrícolas para que se sostengan sus obreros. Sin embargo, un sistema adaptado de diezmos y ofrendas es una forma práctica de sostener a las personas que se dedican exclusivamente a la obra de Dios.
Como descubrió la viuda cuando dio de comer a Elías, el Señor no permite que aquellos que apoyan generosamente a sus ministros pierdan lo que dan (1 Rey. 17:8-16). Más bien, su fe en la capacidad de Dios para proveer para sus necesidades y su dedicación a la misión divina permite que el Señor derrame sus bendiciones generosamente sobre ellos: "Traed todos los diezmos al alfolí y haya alimento en mi Casa: Probadme ahora en esto, dice Jehová de los ejércitos, a ver si no os abro las ventanas de los cielos y derramo sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde" (Mal. 3:10).
¿Y si los ministros de Dios no usan los diezmos sagrados y las ofrendas como debieran? De eso ellos son responsables ante Dios y ante su iglesia. Pero una situación tal no disminuye las bendiciones para el miembro que devuelve fielmente al Señor lo que le pertenece.
Provisión para la purificación futura
Mi esposa Connie enseña arqueología en el Seminario Teológico Adventista del Séptimo Día en la Universidad Andrews. Hace poco sirvió como codirectora de una gira de estudios a Egipto, haciéndose cargo de muchos detalles prácticos. Uno de ellos consistía en mantenernos a los miembros del grupo, tanto maestros como estudiantes (incluyéndome a mí) en buen estado físico. En Egipto, hoy esto sigue suponiendo todo un reto (cf. Éxo. 15:26).
Naturalmente, en cierto momento del viaje varios participantes en la gira contrajeron una variedad de la enfermedad que los turistas llaman, por lo general, "La venganza del rey Tut" (equivalente a "la venganza de Moctezuma", que sufren algunos turistas que visitan México). Además de debilidad, desfallecimientos y náuseas, otro efecto de esta enfermedad la hace sumamente incómoda para viajar por regiones donde escaseen los retretes.
Para remediar la situación, Connie pidió al conductor que detuviera el autobús junto a una farmacia. Entró a la botica y compró los medicamentos que nuestro grupo necesitaba. Cuando salió, cargada de paquetitos, proporcionó a cada uno de los enfermos los medicamentos que necesitaban. Afortunadamente, todos se recuperaron inmediatamente y el viaje prosiguió con éxito y sin nuevas interrupciones.
Cuando uno viaja con mucha gente, necesita mayor provisión de todo. Y si quiere que un lote de provisiones dure mucho tiempo, se aprovisiona bien. Es lo que los israelitas hacían cuando necesitaban limpiar el cuerpo de la impureza ritual por contaminación con un cadáver. Bajo la dirección de un sacerdote hacían un enorme montón de cenizas sacrificiales que pudiera durar mucho tiempo. Más tarde, añadían agua a las cenizas y rociaban la mixtura sobre las personas o cosas contaminadas por contacto o proximidad con cadáveres (Núm. 19).
Cuando estudiamos Números 8 encontramos el "agua de la purificación o expiatoria" que purificaba a los levitas de contaminación con cadáveres (vers. 7). Pero las indicaciones para producir la mixtura de agua y ceniza aparecen en Números 19. Esto tiene sentido a la luz del desarrollo de la historia, la cual había registrado hacía poco la existencia de muchos cadáveres (Núm. 14; 16; 17).
El procedimiento para obtener la ceniza era un tipo especial de ofrenda de purificación (erróneamente llamada "ofrenda por el pecado"; Núm. 19:9) de una vaquilla roja, que tenía el propósito de hacer posible la purificación de personas y objetos de la impureza física ritual. La New Revised Standard Version traduce correctamente "ofrenda de purificación". Pero en español, la NVI la presenta como "sacrificio expiatorio", la RVR 1960, como "es una expiación"; la NBE como; "agua lustral, de expiación"; la NRV 1995 como "un sacrificio de expiación"; la Versión de Juan Straubinger como "es un sacrificio por el pecado"; y la DHH como "todo esto es un sacrificio por el pecado". En todos estos casos, la versión es errónea porque indica que incurrir en impureza ritual por contacto con un cadáver era un acto de pecado, es decir, una violación de un mandamiento divino, lo cual no era así (excepto para los sacerdotes en ciertos casos bien definidos, Lev. 21).
Las impurezas físicas rituales, como la contaminación con un cadáver, enfermedades de la piel, y descarga de semen, ocurría a través de procesos físicos, con frecuencia sin elección humana (véase también Lev. 12-15). De modo que confundir las categorías, haciendo que el pecado sea lo mismo que la impureza física ritual, transmite el mensaje equivocado de que el pecado ocurre automáticamente todo el tiempo y no podemos hacer nada al respecto. Por eso el gran predicador Charles Spurgeon malinterpretó el ritual de la vaca roja. "¿Quién ha vivido durante un solo día en este bajo mundo sin descubrir que en todas sus acciones comete pecado, que en todo aquello en que pone su mano, recibe, y al mismo tiempo imparte, algún grado de contaminación?"
Incluso los pecados inadvertidos implican un grado de elección, aunque aquellos que los cometen no comprendan, sino hasta más tarde, que han violado los mandamientos de Dios (Lev. 4).
Si suponemos que estamos pecando, sencillamente, todo el tiempo, igual que respiramos, perderemos nuestra perspectiva bíblicamente equilibrada. Por una parte, podemos hundirnos en la desesperación y pasar todo el tiempo confesando nuestros pecados, como hacía Martín Lutero antes de comprender el evangelio. Por otra parte, podemos tratar, al menos parcialmente, sacudirnos la responsabilidad de nuestras acciones, esperando que la gracia barata nos declare justos en el cielo a pesar de nuestra condición de pobreza espiritual en la tierra.
Ninguno de los dos extremos es necesario. El pecado no es automático como el proceso físico involuntario, aunque el pecado puede llegar a convertirse en un hábito. Cuando cometemos un error de un tipo que viola un mandamiento divino, somos responsables cuando comprendemos que nuestra elección ha violado la ley de Dios (Lev. 4:27, 28; cf. Sant. 4:17). En ese momento el Señor nos da la oportunidad de confesarlo para recibir el perdón a través de la mediación de Cristo, cuyo sacrificio fue hecho a favor de todos nosotros (1 Juan 1:9-2:2).
Los detalles para sacrificar y quemar la vaca roja (Núm. 19:1-10) eran apropiados para su función. Aunque era una ofrenda de purificación, era realizada fuera del campamento para evitar al santuario la intensidad de la impureza que remediaba. Como era un sacrificio, tenía que realizarlo un sacerdote. Este asperjaba la sangre hacia el santuario (vers. 4) para establecer una conexión con el lugar usual de los sacrificios.
La víctima era una vaca, el animal sacrificial hembra más grande. Las ofrendas de purificación en beneficio de los israelitas individuales eran animales hembras (Lev. 4:28, 32; 5:6; Núm. 15:27). Se requería un animal grande para que hubiera una provisión suficiente de cenizas que podía utilizarse en pequeñas porciones para las personas de toda la comunidad durante un largo período. Los israelitas aumentaban la cantidad de cenizas añadiéndole madera de cedro (Núm. 19:6).
La madera aromática del cedro era apropiada para la purificación, especialmente porque era rojiza, y el rojo es el color de la sangre. El color rojo de la vaca y la tela roja que también se añadían al fuego (vers. 6) reforzaba la asociación con la sangre. Las cenizas podían funcionar como sangre deshidratada, a la cual se añadía agua más tarde para reconstituirla como un líquido que podía asperjarse como si fuese sangre (vers. 12, 13, 17-20).
Un aspecto especial del singular ritual de la vaca roja ha dejado perplejos a los intérpretes de este pasaje: Los participantes (puros) en la quema de la vaca y en el almacenamiento de la ceniza, así como la persona pura que más tarde asperjaba la ceniza disuelta en agua, todos quedaban impuros a causa de estas funciones (vers. 7, 8, 10, 21). A la inversa, la ceniza disuelta en agua purificaba a aquellos que eran impuros (vers. 12, 19). ¿Por qué tenía la misma sustancia efectos tan opuestos sobre las personas?
La respuesta es que los israelitas consideraban a la vaca como una unidad, tanto en espacio como en tiempo. Por ello, lo que les ocurría a partes de ella más tarde, como la aplicación de pequeñas porciones de cenizas sobre personas y cosas impuras, lo consideraban como si hubiese ocurrido ya cuando se realizó la quema de la vaca. Por lo tanto, las cenizas absorbían las impurezas de las personas y los objetos impuros, de modo que cuando una persona pura las tocaba o estaba involucrada en su producción, esa persona recibía la contaminación de las cenizas.
Compare esta situación: Si una persona sucia toma un baño y se vuelve limpia o pura, y luego una persona limpia se mete en el agua que lleva la suciedad de la primera persona, se ensucia. La diferencia es que en el ritual de la vaca roja, una persona limpia se volvía impura incluso antes de purificar la sustancia contactada que era impura. Sería como un individuo limpio que se vuelve impuro por tocar el agua en la cual una persona impura se bañaría más tarde.
Esto parece extraño, pero recordemos que el mundo simbólico de los rituales no depende de limitaciones de causa y efecto físico. Señala a una realidad mayor, y como es un sacrificio, señala al sacrificio de Cristo.
El ritual de la vaca roja destacaba únicamente el hecho de que el sacrificio de Cristo supliría los medios de purificación para muchas personas que lo necesitarían después de la cruz. ¡Eso nos incluye a nosotros! Nosotros hemos nacido muchos siglos después de la muerte de Cristo en la cruz. ¿Cómo podemos recibir la vida eterna a través de lo que hizo entonces?
La respuesta es que en la cruz Jesús hizo amplia provisión para todos, y luego distribuye los beneficios hasta nosotros mediante su ministerio sacerdotal en el santuario celestial. Las cenizas de la vaca roja solo remediaban la impureza física ritual en la vida actual, pero la sangre de Cristo proporciona la purificación moral que necesitamos para la vida eterna.
"Porque si la sangre de los machos cabríos y de los toros, y la ceniza de la becerra rociada sobre los que se ha contaminado, santifican para la purificación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, purificará vuestra conciencia de obras muertas para servir al Dios vivo?" (Heb. 9:13, 14).
El ritual de la vaca roja, que purificaba la impureza a través del servicio de aquellos que se volvían impuros como resultado de administrarlo, revela otro profundo aspecto del sacrificio de Cristo. "Al que no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros, para que fuéramos hechos justicia de Dios en él" (2 Cor. 5:21).