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Lección No. 05 Revelación

Capitulo 5

 

REVELACION

 

«La revelación es… una manifestación de la gracia de Dios. Implica una enorme condescendencia de parte de Dios quien se rebaja al nivel donde los seres humanos, finitos y rebeldes, puedan escuchar su mensaje. Podríamos decir que Dios cecea cuando nos habla, del mismo modo que un padre afectuoso usa un lenguaje infantil para comunicarse con su bebé». [1][1][1]

 

Al entrar al atrio del templo de Apolo, el dios griego, en Delfos, el antiguo adorador leía estas famosas palabras: «Conócete a ti mismo». Atribuidas al menos a cinco sabios griegos, esas pala­bras han inspirado a las personas a través de los siglos a entrar en serias introspecciones. Los cristianos concordarán completamente con la afir­mación de que el conocimiento de nuestros propios motivos, posibili­dades y limitaciones constituyen aspectos importantes de un ser huma­no responsable. Sin embargo, para los cristianos no es allí donde inicia o termina. Más allá del simple conocimiento propio, y como una pre-condición para el verdadero conocimiento de sí mismo, procurarán co­nocer a Dios, el único en quien «vivimos, nos movemos y somos» (Hechos 17:28). Y esto, el conocimiento de Dios, constituye la primera y más fundamental preocupación del creyente.

Esto suscita inmediatamente todo tipo de preguntas. ¿Es, en efecto, posible conocer a Dios? Incluso si estamos convencidos de su existencia, ¿tenemos medios a nuestra disposición para acercarnos a él de modo que podamos proceder, más allá de toda mera especulación, al verda­dero conocimiento de quién y qué es él? Si es así, ¿cuánto de él pode­mos conocer? Porque, ciertamente, si estamos tratando con un Dios que es infinito, nuestra mente finita debe confrontar de inmediato ba­rreras más allá de las cuales no puede penetrar. Y, si en verdad pode­mos conocer algo de, y acerca de, Dios, ¿qué tipo de conocimiento sería ese? ¿Estamos hablando del tipo del conocimiento racional que se ex­presa en fórmulas filosóficas y teológicas, o más bien en una conciencia mística e intuitiva que halla su expresión primaria en sentimientos y emociones?

¿De arriba o de abajo?

Hace algunos años un teólogo holandés escribió un libro con un tí­tulo más bien sorprendente: God Is so Great That He Does No Need to Exist [Dios es tan grande que no necesita existir]. El autor, el profesor Gerrit Manenschijn, afirma que muchos otros teólogos han llegado a esta conclusión: Cuando hablamos de Dios expresamos nuestros pro­pios pensamientos. Es el pensamiento humano, y no más, por profun­do, innovador y perspicaz que sea. Todas las cosas que decimos de las cosas celestiales vienen realmente de abajo. Todo hablar de Dios es pensamiento humano. De hecho, esto debiera hacernos más que feli­ces, pues nos proporciona suficiente dirección espiritual para nuestra vida en este mundo. Es todo lo que necesitamos y todo lo que pode­mos esperar. Todo lo que está más allá de nuestro mundo actual y de nuestra existencia humana no es susceptible de ser conocido. Cualquier teología (el conocimiento de Dios) que sea útil para nosotros y que va­ya más allá de la mera especulación es, en la realidad de los hechos, una forma de la antropología (conocimiento de la humanidad). Y así, esos teólogos nos han llevado otra vez al templo de Delfos, donde el conocimiento de uno mismo es la más elevada ambición espiritual y académica que podamos albergar.

Por supuesto, lo que muchos teólogos contemporáneos que niegan la realidad de la revelación divina (porque en eso consiste todo lo que su razonamiento, por erudito y hábil que parezca, puede lograr) argu­yen no es más que un eco de las teorías de Sigmund Freud, el fundador de la escuela psicoanalítica y del «infame» Friedrich Nietzche, dos de las figuras clave del modo de pensar al que nos referimos con la palabra modernismo. ¡Freud pretendía que toda referencia a Dios como nuestro Padre celestial no era, en la realidad, más que una reacción a nuestros sentimientos, mayormente inconscientes, con respecto a nuestro padre humano! Por lo tanto, nuestras convicciones acerca de Dios no son más que simples creaciones de nuestra mente.

Los filósofos postmodernistas están obsesionados con el lenguaje y su función en nuestras vidas. Muchos de ellos arguyen que nuestras pa­labras pueden, ciertamente, ser símbolos útiles para la comunicación. Cada comunidad asigna un significado particular a su jerga, y así los miembros de una comunidad dada pueden comprenderse mutuamente. Pero eso no significa que tales palabras se refieren de hecho a algo que tenga una existencia real aparte de las palabras mismas. Para decirlo en los términos técnicos que, por lo general, utilizan. Las palabras no ne­cesariamente tienen un referente que sea real, objetivo e independiente a lo cual pueden referirse. Cada comunidad tiene su propio «juego de lenguaje» e inventa sus propias palabras. El lenguaje teológico, dicen ellos, es uno de esos juegos de lenguaje. Es útil para la gente que perte­nece a un tipo particular de comunidad religiosa. Cuando hablan en cuanto a Dios, existe un uso compartido del lenguaje. Pero las mentes que funcionan en una cierta manera, dentro de un cierto contexto, han inventado las palabras. Esto no señala por sí mismo, sin embargo, a ninguna realidad que está más allá de las palabras mismas.

Comunicación de «arriba» hacia «abajo»

Aceptar el concepto de la revelación divina es, por lo tanto, asunto de ir más y más en contra de la corriente. Creer en la revelación en su ver­dadero sentido bíblico es lo opuesto a mantener que todo el que habla de las cosas de «arriba», viene de «abajo». El concepto de revelación im­plica que hay «Alguien» que hace posible que los que están «abajo», tengan una real (si bien limitada) comprensión de las «cosas de arriba». También sugiere que no es un lujo del que uno puede prescindir y hacerlo todo bien de todos modos. En realidad no descubrimos quie­nes somos a menos que primero encontremos de quién somos y lo que podemos llegar a ser.

Al afirmar la posibilidad de la revelación deberían ser cuidadosos, para no obstruir la infinita diferencia que hay entre el Creador y la cria­tura. Cuando los místicos medievales llevaron sus devociones místicas, muchas veces combinadas con privaciones físicas, a extremos absurdos en su creencia de que podían con el tiempo lograr una forma de unidad con lo divino, sufrieron serios malentendidos. La brecha que existe entre Dios y la humanidad es, y sigue siendo, infinita. Por tanto, cualquier revelación será parcial y limitada. La luz plena de la presencia de Dios no solo no sería útil, sino que sería letal. Ninguna historia es tan clara al respecto como lo es el registro del deseo de Moisés de ver al Dios infi­nito. Moisés estaba ansioso de recibir una plena y final seguridad de que Dios estaría con él como el líder de su pueblo. Sus súplicas de que Dios le diera la absoluta certeza que anhelaba, culminó con esta súplica final: «Te ruego que me muestres tu gloria» (Éxodo 33:18). Dios quería que su siervo tuviera la seguridad que deseaba, pero solo podía verlo en un grado muy limitado. «No podrás ver mi rostro; porque no me ve­rá hombre, y vivirá» (versículo 20). Luego sigue un pasaje que podría parecer a simple vista un tanto extraño, pero el significado fundamental es cla­ro: «He aquí un lugar junto a mí, y tú estarás sobre la peña; y cuando pase mi gloria, yo te pondré en una hendidura de la peña, y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. Después apartaré mí mano, y ve­rás mis espaldas; mas no se verá mi rostro» (versículos 21-23). Esta historia, magnífica y un tanto desconcertante, contiene una verdad vital en rela­ción con la forma como Dios se revela. La revelación es, diría uno, un desvelarse, pero no en un sentido total o absoluto. «Las cosas secretas pertenecen a Jehová nuestro Dios; mas las reveladas son para nosotros y para nuestros hijos para siempre» (Deuteronomio 29: 29).

En diferentes maneras

El autor de la Epístola a los Hebreos comienza su carta (quizá «ser­món» sería una mejor palabra) con la declaración de que «Dios, ha­biendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas». Al principio habló a través de los profetas, pero más tarde («en los días finales») «nos ha hablado por el Hijo» (Hebreos 1:1, 2). El apóstol Pablo añade una dimensión muy particular del método divino para revelarse. La naturaleza que nos rodea, dice, no es solo para nuestro uso o para nuestro deleite. Porque si la miramos en la forma correcta, podemos «ver claramente las cualidades invisibles de Dios, su eterno poder y su naturaleza divina» (Romanos 1:20).

Para muchos que ya han llegado a creer en Dios, «el libro de la natu­raleza» es, ciertamente, un fabuloso comentario ilustrado sobre el poder creativo divino. Cuando ellos miran al cielo estrellado, ven un poderoso río, se maravillan de la nieve resplandeciente sobre la copa de una ma­jestuosa montaña, se maravillan ante los incontables colores de los arrecifes de coral del Océano Pacífico, o miran a través del microscopio y se maravillan ante lo que permanece oculto para el ojo natural, cuan­do escuchan los retumbantes truenos, experimentan la vasta soledad del desierto, o escuchan la sinfonía de los pájaros que entonan incansa­blemente sus cantos, se convencen de que ven irrefutables evidencias de la omnipotencia del Creador. También ha ocurrido que los hombres y mujeres que previamente no habían tenido una verdadera fe en Dios, experimentaron un repentino rayo de percepción cuando se vieron frente a un fenómeno natural inusitado, o tuvieron una comprensión repentina de la majestad de la naturaleza que los rodeaba. Los cristianos tienden a estar de acuerdo con el apóstol Pablo de que una inspección sincera y libre de prejuicios de la naturaleza debiera incitar a los hom­bres a pensar. ¿Pueden atribuir en realidad todo lo que les rodea a la secuela de una «gran explosión»? ¿Es esta, en realidad, la teoría o la su­gerencia más convincente? (Porque eso es, en realidad, una hipótesis que descansa sobre presuposiciones nunca probadas.) ¿O más bien, la naturaleza señala alguna forma de diseño inteligente? ¿Es un enfoque teísta (uno que implica a un Dios todopoderoso) al menos tan probable como el que se niega a aceptar tal posibilidad?

Sin embargo, cuando todo esto se ha dicho y hecho es claro que la naturaleza únicamente puede proporcionar una respuesta muy parcial a todas las preguntas que tenemos en cuanto a quién y qué es de Dios. El libro de la naturaleza también contiene muchas páginas de terrible crueldad. ¿Quién no ha contemplado alguna vez, con desilusión, o con verdadero disgusto, un documental de la televisión que mostraba con sangrientos detalles cómo matan los animales sin misericordia? ¿Cómo podemos reconciliar la horrenda crueldad de la naturaleza con la idea de un Creador amante? A través de los siglos la belleza del cuerpo hu­mano ha inspirado incontables obra de arte. Después de todo, Dios hi­zo al ser humano tan solo «un poco menor que los ángeles» (Salmo 8:5). Sin embargo, poco de esa belleza permanece cuando la enfermedad le roba al cuerpo no solo su fortaleza, sino también toda su dignidad.

¿Y qué en cuanto a la muerte y la destrucción causadas por los cada vez más frecuentes desastres naturales tales como: tsunamis, inundacio­nes, incendios de bosques, terremotos y otros fenómenos naturales? ¿No esperaríamos que un Dios omnipotente tuviera un mejor control de la naturaleza? ¿Cómo reconciliamos la realidad de las fuerzas letales de la na­turaleza que arruina la vida de millones de seres humanos, hombres, mujeres y niños y el ganado, con la fe en un Dios de amor y misericor­dia? Tales preguntas permanecerían totalmente selladas e imposibles de responder si no tuviéramos una Fuente adicional de revelación.

La Palabra escrita

La fuente adicional de información sobre quién y qué es Dios es la Biblia. Cualquiera que sepa algo de la Biblia comprende que es un libro singular. Casi cuarenta autores la escribieron durante un período de más de mil quinientos años. Aquellos que escribieron en ella, con toda su diversidad educacional, cultural, y ocupacional, emplearon una am­plia variedad de estilos. El libro ha proporcionado gran confort e in­menso apoyo espiritual a los que no han tenido la oportunidad de edu­carse, pero al mismo tiempo ha sido objeto de una constante investiga­ción académica. Naturalmente, es claro para la razón que es un libro singular, si es lo que pretende ser: La Palabra de Dios en lenguaje hu­mano. Dos elementos fundamentales deben mantenerse en completo equilibrio, pero cada uno ha de obtener su peso completo. 1) La Biblia es el vehículo a través del cual Dios nos habla. No son los seres humanos dirigiéndose a sus prójimos humanos. Pero, 2) es Dios ha­llándonos a través de los seres humanos. Dios, en su gracia, condesciende a bajar a nuestro nivel. No puede comunicarse con nosotros en la mis­ma forma como lo hace con los seres celestiales. Más bien, acepta, con dignidad y elegancia, las limitaciones de las palabras humanas, del ra­zonamiento y de las historias humanas. Dios decidió revelar lo que quería que conociéramos y entendiéramos empleando el hebreo anti­guo y un tipo particular de griego, y en unos cuantos versículos se usó el arameo. La Biblia es, por lo tanto, simultáneamente, divina y humana. En eso consiste su verdadera singularidad.

Dios nos ha dejado a nosotros la tarea de traducir, lo mejor que po­damos, esta singular colección de sesenta y seis «libros» al francés, al in­glés, al chino, al español o a cualquier otra lengua que podamos leer y entender. La tarea de narrar de nuevo la Palabra en el tipo de idioma que la gente de diferente cultura y con diversos niveles de educación y de edad pueda comprender, sigue siendo un desafío permanente. Siem­pre hemos de recordar que la Biblia no se convierte realmente en la Pa­labra de Dios hasta que podamos escucharla en un lenguaje en que la podamos comprender.

Sus lectores y oyentes deben centrar su atención en las verdaderas in­tenciones de la comunicación de Dios con nosotros. Aunque encontra­mos mucha información histórica digna de confianza en la Biblia; la Pa­labra de Dios no es, en primer lugar, un libro de historia. Y aunque la Bi­blia es el texto fundamental de todos los esfuerzos teológicos, no está diseñada como un volumen de teología sistemática. El objetivo princi­pal de la Biblia es ayudarnos, a los seres humanos, a establecer y forta­lecer nuestras relaciones con Dios, y de este modo darle significado, es­tructura y dirección a nuestras vidas.

El Espíritu de Dios inspiró a los autores de la Biblia (2 Tesalonicenses 3:16). «Los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo» (2 Pedro 1:21). Por lo tanto, no se convirtieron en escritores me­cánicos, movidos por una fuerza misteriosa e invisible, registrando pala­bras producidas sin la participación de sus propias mentes y sin ningún impacto del mundo en el cual vivían. Sería más correcto decir que los «pensamientos» de la Biblia son inspirados y no las palabras individua­les. Pero, por extraño que nos parezca, la teoría de la inspiración verbal (que Dios seleccionó cada palabra en el texto original de la Biblia) siem­pre ha tenido sus defensores, incluso entre los adventistas del séptimo día a pesar de la clara evidencia en sentido contrario. Elena G. de White fue bastante clara al expresar lo que ella creía sobre este punto. En 1866, mientras visitaba Europa, ella escribió: «La Biblia está escrita por hom­bres inspirados, pero no es la forma del pensamiento y de la expresión de Dios. Es la forma de la humanidad. Dios no está representado como escritor... Dios no se ha puesto a sí mismo a prueba en la Biblia por me­dio de palabras, de lógica, de retórica. Los escritores de la Biblia eran los escribanos de Dios, no su pluma. No son las palabras de la Biblia las inspiradas, sino los hombres son los que fueron inspirados. La inspira­ción no obra en las palabras del hombre, ni en sus expresiones, sino en el hombre mismo, que está imbuido con pensamientos bajo la influen­cia del Espíritu Santo, pero las palabras reciben la impresión de la mente individual. La mente divina es difundida. La mente y voluntad divinas se combinan con la mente y la voluntad humanas. De este modo, las de­claraciones del hombre son la Palabra de Dios». [2][2][2]

En su búsqueda de las palabras para expresar tan claramente como les fuera posible el mensaje que el Espíritu quería que presentaran, los autores de la Biblia utilizaron analogías y metáforas. Al concentrar su atención en ciertos aspectos de las personas, objetos o fenómenos y aplicarlos a su tema, esperaban crear frescas percepciones en el lector o el oyente. Por ejemplo, comparando a Dios con un pastor que cuida su rebaño con total dedicación, David ha ayudado a millones de lectores del Salmo 23, a captar una vislumbre del cuidado de Dios por los seres humanos. ¡Por supuesto, nosotros entendemos que, si bien Dios es co­mo el pastor en ciertos aspectos, es totalmente diferente a los pastores en muchos otros! No obstante, la verdad se presenta en forma muy efectiva. Cristo fue el maestro absoluto en el uso de metáforas para ex­plicar a sus discípulos lo que él quería que supieran. Una y otra vez co­menzaba con: «El reino de los cielos es semejante a...» y luego enfatizaba algo que ilustraría un aspecto particular de la venida del reino en una forma mucho más efectiva de lo que una tirada de lenguaje abs­tracto sería capaz de hacer.

Los autores de la Biblia utilizaron la poesía y las figuras apocalípticas y otras formas estilísticas, pero para la mayoría de los lectores, pasados y presentes, la historia o relato bien podría ser el formato más atractivo. Las historias de la Biblia son historias verdaderas, pero hacen mucho más que simplemente proporcionar información histórica, biográfica o de otro tipo. También hacen eso, pero siempre desde cierta perspectiva. Consideremos las historias de los reyes de Israel. Aunque son histórica­mente confiables, son también incompletas y subjetivas. Relatan solamente ciertas cosas, y aquellos reyes que «hicieron lo que era bueno a los ojos de Dios», tienden a ser más extensas que las de aquellos que hicieron el mal, a pesar de que el último era de mayor importancia po­lítica. La historia de ellos es parte de la historia de la salvación. Esa es la perspectiva que cuenta. La historia de la creación es un registro verda­dero del origen de nuestro planeta y de la vida sobre él. Sin embargo, el relato de la creación del mundo está muy lejos de ser completo y deja muchos hilos sueltos, dejándonos con muchas preguntas sobre cómo se complementan todas las cosas. Mientras nos concentramos en nues­tra búsqueda de lo que la historia nos dice, debemos pasar por alto en la razón por la cual se escribió la historia en la forma como se escribió y debemos buscar el mensaje espiritual que queda detrás de los hechos. ¿Qué significa el hecho de que Dios es nuestro creador y qué implica que nos haya creado a su imagen? Tomemos otro ejemplo: ¿Por qué el apóstol Juan solo nos habla de siete milagros aunque Cristo realizó muchísimos más? ¿Y por qué eligió los que incluyó? Lo que Juan nos di­ce ocurrió en la realidad, pero ciertamente no fue todo lo que ocurrió. ¿Por qué hizo esa elección en particular? En gran medida tenemos que imaginar por qué el Espíritu lo guió a hacer esa selección en particular, pero el estudiante cuidadoso debe discernir un interesante patrón teo­lógico. Y podríamos añadir centenares de ejemplos en los cuales vemos la participación creativa de la humanidad en la elección de las historias y de las palabras que canalizaron la Palabra divina.

Jamás seremos totalmente capaces de explicar la forma como obra la inspiración. La mezcla milagrosa de la perfecta actividad del Espíritu di­vino con la creativa, pero limitada e imperfecta, participación del espíritu humano está más allá de nuestra comprensión. Las teorías sobre la ins­piración no pueden hacer justicia a este milagro y tienden a perder el equilibrio. O enfatizan demasiado el elemento divino o el humano. Un énfasis desequilibrado sobre lo divino nos deja con una teoría antibíbli­ca, mientras que un énfasis excesivo en el elemento humano le roba a la Santa Escritura su autoridad divina. Además, no olvidemos que el pa­pel del Espíritu Santo no está limitado a la producción de la Biblia. Si es que hemos de sacar provecho de su lectura, el Espíritu debe involucrarse constantemente. A menos que el Espíritu ayude nuestro entendimiento, las palabras permanecerán vacías, de hecho, siguen siendo simplemente humanas y no logran constituirse en una revelación, y como tales, en «lámpara y lumbrera en mi camino» (Salmo 119:105).

Mirando a Dios

La Biblia revela aspectos de Dios y de su plan de salvación que la na­turaleza no puede develar, pero ni siquiera la Palabra escrita de Dios fue adecuada. «En éstos postreros días» Dios, por lo tanto, dio un salto gigantesco en sus relaciones con la humanidad. No solo nos dio la Pala­bra en lenguaje humano, sino también proporcionó a la humanidad una revelación de carne y sangre. «Aquel verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Juan 1:14). Al verlo a él vemos cómo es Dios. Él dijo: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Juan 14:9).

Cuando Dios se hizo carne («se hizo carne», como dicen la mayoría de las versiones), fue el límite máximo al que Dios llegó. Una mayor revelación tendrá que esperar hasta que nos levante por encima de nuestras actuales limitaciones. «Ahora vemos por espejo oscuramente, mas entonces veremos cara a cara» (1 Corintios 13:12).

Aspectos de la revelación

Este breve capítulo solo puede tocar algunos pocos aspectos de este fa­buloso tema de la revelación. Pero, para terminar, permítanme hacer unas pocas consideraciones muy importantes que espero usted tome en cuenta:

Permítame repetir lo que declaré antes: Lo que Dios nos revela nos da una información real acerca de él, aunque muchas cosas todavía continuarán ocultas. ¡La verdadera revelación viene de arriba y no de abajo! Los eruditos que creen esto, utilizan un término técnico para su­brayarlo. Ellos alegan que hablar de Dios no es más que un juego de lenguaje, pero son firmes en su negación de que hablar de Dios tiene un referente, es decir, que se refiere a una realidad que existe indepen­dientemente de lo que decimos acerca de él. Sin embargo, las palabras humanas nunca podrán definir completamente las realidades celestiales.

Para usar otro término técnico, la revelación se contextualiza. Dios emplea palabras humanas, el tipo de palabras e imágenes que la gente usó en una época en particular, dentro de un contexto específico. Reco­nocer esto es esencial si nosotros, que vivimos en una época posterior y dentro de un contexto cultural diferente, queremos comprender el sig­nificado de lo que Dios se propone decirnos. Al mismo tiempo, sin embargo, debemos estar alertas para no caer en la trampa de reducir todo a una mera reflexión del contexto histórico y cultural. Un mensaje eterno siempre nos espera debajo de la envoltura cultural del tiempo en cual el escritor bíblico escribió.

La revelación divina tomó lugar dentro de una comunidad particular. En la mayoría de los casos, los intentos de comprender lo que Dios re­veló también ocurrió dentro de un contexto comunitario. La comunidad tiene su propia historia, sus propias tradiciones y su propia jerga. Sería ingenuo sugerir que la comunidad de la que somos parte no afecta la forma en que leemos la Palabra de Dios y explicamos su significado pa­ra nosotros hoy. Los adventistas no se acercan a la Biblia con su mente como una tabula rasa (tablilla sin escribir). No pueden evitar la lectura de sus Biblias con ciertas presuposiciones adventistas en línea con la tradición a la cual pertenecen. El desafío que cada comunidad, inclu­yendo la comunidad adventista, tiene que afrontar constantemente es si podrá ser lo suficientemente objetiva hacia sus propias tradiciones y to­davía mantenerse dispuesta a ir más allá de ellas en su búsqueda de «más luz».

Para recibir la revelación de Dios se requiere reflexión teológica. Con el propósito de obtener una mejor comprensión de lo que él procura decirnos, podemos necesitar palabras y símbolos que no son parte del vocabulario bíblico. La Biblia no emplea palabras y expresiones como Trinidad, personas de la Deidad, o la naturaleza de Cristo. Y tampoco se refiere a los atributos divinos como la omnipotencia, la omnisciencia, etc. La mayoría de los cristianos han concordado en que tales palabras son útiles para sistematizar nuestra limitada comprensión de lo que Dios nos ha revelado de sí mismo. Pero no olvidemos que estos (y mu­chos otros) términos son palabras humanas que solo pueden, en el me­jor de los casos, señalarnos aspectos de la verdad, sin proporcionarnos una completa descripción de ella. Y muchas de estas palabras llevan su propio bagaje. Por ejemplo, la palabra «persona» cuando se introdujo por primera vez en el vocabulario teológico significaba algo muy dife­rente de lo que muchos consideran que significa hoy.

Un enfoque sin prejuicios de la Escritura nos conducirá a la conclu­sión de que el método de Dios al usar «escritores» humanos ha resultado en un texto confiable, pero no totalmente libre de discrepancias. Un ejem­plo interesante de esto aparece en 2 Samuel 24: 1 y en 1 Crónicas 23.

Ambos pasajes relatan la historia del censo que David hizo del pueblo. Es claramente la misma historia en síntesis, pero no en todos los detalles. Ni siquiera el resultado del relato principal es el mismo en las dos ver­siones. Sin embargo, no hemos de preocuparnos por esas cosas. La ins­piración, al parecer, obra de tal manera que no elimina o evita las discre­pancias menores, como las que hallamos en este ejemplo. Pero no nece­sitamos tener ninguna duda acerca de lo que es el mensaje.

Finalmente, la revelación es progresiva. Los profetas construyeron sus escritos a partir de los libros de Moisés. El Nuevo Testamento se edi­fica sobre el Antiguo. La revelación a través de Cristo sobrepasa todo lo que se dijo anteriormente. Pero aunque tenemos una clara progresión, no quiere decir que lo que Dios reveló anteriormente se vuelve obsoleto o inconcluso. El Señor nos revelará mucho más a nosotros en el mundo venidero. El hecho de que todo lo que ya ha sido revelado puede ser li­mitado, no indica, sin embargo, que es inconcluso e insuficiente para nuestra peregrinación espiritual. Pero dada nuestra humanidad, con to­das sus limitaciones, significa que siempre existirá el desafío de cavar más profundamente cada día en lo que Dios nos ha revelado. Esta profundización debe ser hecha de manera individual y como comunidad. Nuestra comprensión de lo que Dios ha abierto ante nosotros es tam­bién progresiva. Siempre habrá más para ver y comprender. Siempre hay lugar para un mayor crecimiento «en el conocimiento de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo» (2 Pedro 3:18). Y cuando hablamos de este tipo de conocimiento, debemos recordar que el verdadero «conoci­miento» no es, en el sentido bíblico, básicamente información proposicional depositada en fórmulas, pruebas, y argumentos, sino un conoci­miento relacional porque, en última instancia, es lo que la revelación divina significa, una guía para una relación personal con Dios. 

[3][2][2] Elena G. de White, Mensajes selectos, tomo 1, p. 24. Para otra declaración clásica sobre el punto de vista de Elena G. de White, sobre la inspiración, ver la introducción de su libro El conflicto de los siglos.

[4][3][1] Richard Rice, Begin of God, (Berrien Springs, Mich.: Andrews University Press, 1977), p. 25.

[5][4][2] Elena G. de White, Mensajes selectos, tomo 1, p. 24. Para otra declaración clásica sobre el punto de vista de Elena G. de White, sobre la inspiración, ver la introducción de su libro El conflicto de los siglos.

 

 

Bendiciones

RDCh

 

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Fuente: http://www.egrupos.net/grupo/escuelasabatica/archivo/indice/3061/msg/3095/

 



 



 

 

 

 

 

 
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  1. Las leyes en los días de Cristo (Levítico 1:1-9; Deuteronomio 17:2-6; Lucas 2:1-5;Hebreos 10:28; Santiago 2:8-12)
2. Cristo y la Ley de Moisés (Éxodo 13:2,12; Deuteronomio 22:23,24; Mateo 17:24-27; Lucas 2:21-24; 41-52; Juan 8:1-11)
3. Cristo y las tradiciones religiosas (Isaías 29:13; Mateo 5:17-20; 23:1-7; 15:1-6; Romanos 10:13)
4. Cristo y la Ley en el Sermón del Monte (Mateo 5:17-37; Lucas 16:16; Romanos 7:24)
5. Cristo y el sábado (Génesis 2:1-3; Isaías 65:17; Mateo 2:23-28; Juan 5:1-9; Hechos 13:14; Hebreos 1:1-3)
6. La muerte de Cristo y la Ley (Hechos 13:38,39; Romanos 4:15; 7:1-13; 8:5-8; Gálatas 3:10)
7. Cristo, el fin de la ley( Romanos 5:12-21; 6:15-23; 7:13-25; 9:30-10:4; Gálatas 3:19-24)
8. La Ley de Dios y la ley de Cristo
9. Cristo, la Ley y el evangelio
10. Cristo, la Ley y los pactos
11. Los apóstoles y la Ley
12. La iglesia de Cristo y la Ley
13. El reino de Cristo y la Ley
 
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