Capítulo 9
El Discipulado
<< ¿Cómo puede esperar entrar en comunión con él cuando en algún punto de su vida está huyendo de él? >>
¿Qué es un discípulo? No requiere mucho estudio de la Biblia para comprender que, si bien las Escrituras emplean la palabra para referirse los doce hombres que formaban el círculo más cercano a Jesús, tiene también un significado mucho más amplio y general. En Hechos 11: 26 leemos que los seguidores de Jesús en la ciudad de Antioquía fueron los primeros en ser llamados cristianos. Aquí la New Living Translación utiliza correctamente la palabra «creyentes», mientras que muchas otras versiones usan la palabra «discípulos». Es claro que en este contexto, «discípulo» no solo se aplica a una pequeña élite de líderes, sino a todos los miembros de la iglesia. La palabra griega que comúnmente se traduce como «discípulo» ocurre unas doscientas cincuenta veces en los Evangelios y en el libro de Hechos. En muchos casos, ciertamente, se refiere a «los doce» a quienes Jesús eligió al principio de su ministerio terrenal para estar con él y ser entrenados por él. Pero las Escrituras se refieren a muchos otros también como discípulos. El Nuevo Testamento utiliza la palabra para referirse a los seguidores de Juan el Bautista (Juan 3: 25) y de los fariseos (Mar. 2: 18), Y escuchamos de personas que se describieron como «discípulos» de Moisés (Juan 9: 28).
Otros seguidores, aparte de «los doce», fueron discípulos de Jesús. Tome, por ejemplo, José de Arimatea, a quien Juan llamó «un discípulo secreto» de Jesús (Juan 19: 38). Pero también recuerde a los setenta discípulos enviados a un viaje misionero de corta duración (Luc. 10: 1). Muchas versiones de la Biblia definen a Tabita, la mujer de Jope que hacía muchas actividades humanitarias, como una discípula (Hech. 9: 36). Esto también es verdad para los seguidores de Pablo, que lo ayudaron a escapar de Damasco (Hech. 9: 25).
El hecho de que las Escrituras no restringen el discipulado a un pequeño grupo entre los creyentes, está también abundantemente claro en la comisión evangélica que Jesús dio a su iglesia después de su resurrección: «Id, y haced discípulos» (Mat. 28: 19). La implicación es que el discipulado iba a ser el privilegio de todo creyente en Cristo.
¿Qué es un discípulo?
Ser un discípulo significa seguir a un maestro. Maestros con seguidores era un fenómeno ampliamente difundido en el mundo antiguo, e incluso ahora escuchamos de gurús y otros maestros quienes reclutan a sus seguidores. En el judaísmo muchos rabinos reclutaban discípulos durante el período entre el Antiguo y el Nuevo Testamento y en los días de Jesús, muchos otros, como los filósofos griegos, también tenían discípulos.
La relación entre el maestro y el discípulo es una relación de desigualdad. «El discípulo no es superior a su maestro» (Luc. 6: 40), aunque aspire a ser como él. En una situación puramente humana los estudiantes realmente pueden tener éxito o, con el tiempo, sobrepasar a sus maestros. En lo que a Jesús y sus discípulos concierne, el elemento fundamental de desigualdad en la relación siempre va a existir. Él es y seguirá siendo el Señor, cuya autoridad debemos reconocer y quien seguirá demandando nuestra obediencia y lealtad. Los usos repetidos de metáforas del maestro y sus «siervos» recalcan esto en forma poderosa.
La base del discipulado es el aprendizaje. La palabra griega mathetes, tradicionalrnente traducida como «discípulo», también significa «estudiante» o «aprendiz», y se deriva de un verbo que significa «aprender». Para los doce discípulos, que iban a desempeñar un papel esencial en el nuevo movimiento de Jesús, el proceso de aprendizaje duró tres años. La enseñanza y el aprendizaje constituyen una parte esencial de todo lo que implica el discipulado. Los nuevos discípulos han de ser «enseñados» antes de ser bautizados (Mat. 28: 18). Los Evangelios presentan a Jesús no solo como un predicador y obrador de milagros, sino también como un Maestro. «Cualquiera» dijo Jesús, «que me oye estas palabras y las hace... es sabio» (Mat. 7: 24). Sus muchas parábolas ofrecen ejemplos sublimes de la profundidad de sus enseñanzas. Mientras estaba en Capernaúm acostumbraba enseñar en la sinagoga local. Impresionaba a ¡a gente porque «su palabra era con autoridad» (Luc. 4:32). Cuando los líderes espirituales del momento discutieron con los guardias del templo por no haber hecho nada por reducir la influencia de Jesús, la sencilla respuesta final fue que habían quedado tan impresionados, porque, dijeron, «¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!» (Juan 7: 46).
En todas las enseñanzas que se nos dan en los Evangelios, Cristo continúa siendo nuestro Maestro. El éxito del proceso de enseñanza no descansa, sin embargo, solamente en la disponibilidad de un instructor de primera clase. Depende tanto más de la voluntad de los que aprenden para concentrarse en lo que están escuchando y su deseo por absorber y aplicar aquellas enseñanzas. En otras palabras, aquellos que en la actualidad quieren ser discípulos deben ser educables. Han de estar abiertos a las enseñanzas de Jesús, y tienen que decidir aplicarlas en su vida diaria, mientras cumplen su labor en la misión de Cristo.
El discipulado también contiene el elemento de la imitación. Las enseñanzas que aprenden deben resultar en la internalización de los valores del reino que Cristo enseña. «El discípulo no es superior a su maestro; mas todo el que fuere perfeccionado, será como su maestro» (Luc. 6: 40). Esto, por supuesto, no es real en su sentido absoluto en nuestra carrera del discipulado cristiano. Nunca llegaremos a ser tan perfectos y tan sabios como nuestro Maestro. Aún así, él es el modelo supremo a quien debemos estar deseosos de imitar. El discipulado nos cambiará y tendremos resultados visibles. «Mis verdaderos discípulos producen mucho fruto», declaró Jesús, cuando los invitó a estar en él, «la Vid verdadera», y comparando a sus seguidores con las «ramas» que se suponía que llevarían mucho fruto (Juan 15: . El discipulado llega a ser tangible en la comprensión de nuestra mayordomía en todos los aspectos de la vida. (Nos centraremos sobre esos aspectos en el siguiente capítulo). Por lo tanto, Jesús desafió a sus discípulos a ser la luz del mundo, ofreciendo un ejemplo que todos pueden ver. Al mismo tiempo son la sal de la tierra, que da sabor a todo y a todos aquellos con quienes entren en contacto.
Interesarse por los demás miembros de la comunidad de fe es otro aspecto del discipulado. Cristo dijo a sus discípulos que se amaran unos a otros como él los había amado. «Su amor de unos por los otros», explicó, «demostrará al mundo que ustedes son mis discípulos» (Juan 13: 35). Obediencia es otra palabra clave que aflora cuando tratamos de analizar lo que implica el discipulado. Cuando «hacemos» discípulos, debemos enseñarles a obedecer todos los mandamientos de Cristo (Mat. 28: 20). Este es el mínimo aceptable del mensaje de la gracia: una respuesta de obediencia voluntaria.
Algunos de ios discípulos cercanos a Cristo llegaron a ser apóstoles y cumplieron papeles de liderazgo en la iglesia primitiva. Pero no estaba limitado a los doce que Jesús llamó cuando empezó su ministerio. De hecho, uno de estos hombres llegó a ser un traidor en lugar de un apóstol. Por otra parte, Pablo, que no estaba entre los doce originales, reclamó el rango de apóstol a pesar del hecho de que algunos le disputaban ese privilegio. Sus conversos fueron «una prueba viviente de que [él era] apóstol del Señor» (1 Cor. 9: 2). Y muchos otros, escribió Pablo, habrían de recibir el don espiritual del apostolado (1 Cor. 12: 28). Pero aunque no todos los discípulos llegaron a ser apóstoles, todos estarían involucrados en el cumplimiento de la misión de Cristo.
Llegando a ser discípulo
El discipulado implica disciplina. En la vida cristiana la disciplina tiene dos niveles fundamentales. Podemos diferenciarlos entre la disciplina «espiritual» y la disciplina del «sentido común». Casi desde el principio de la era cristiana algunas personas adoptaron un estilo de vida ascético como una forma para llegar a estar más cerca de Dios. Durante el quinto y sexto siglos, hubo santos que se retiraron al desierto de Siria y pasaron días y noches, algunos por muchos años, en lo alto de una columna. Son ejemplos extremos. Dedicaron sus vidas al ayuno riguroso y a la constante oración. Su objetivo era recibir la seguridad de la salvación de sus almas a través de la mortificación de su cuerpo. En la edad media algunos monjes y monjas quisieron estar recluidos en pequeñas celdas enclaustrados, totalmente aislados del mundo que los rodeaba. Esto, creían ellos, los ayudaría a alcanzar la suprema unidad con lo divino. Ignacio de Loyola (1491-1556), el fundador de la orden de los Jesuita, escribió el famoso libro Ejercicios espirituales, una colección de meditaciones, oraciones y ejercicios mentales. Tales instrucciones diarias, diseñadas para ser practicadas durante un periodo cercano a un mes, incluía varias meditaciones sobre la naturaleza del mundo, o de la psicología humana como Ignacio lo entendía, y la relación humana con Dios. Muchos católicos todavía utilizan eso como un método para lograr un caminar más cercano con Dios. Actualmente, los cristianos de todas las confesiones religiosas asisten a retiros, van en peregrinaciones o pasan tiempo en total aislamiento como un medio de fortalecer su vida espiritual y reforzar en su vida, su compromiso de discipulado.
Los protestantes tienden a sospechar de la mayoría de tales «obras» espirituales, y con frecuencia con buenas razones. Como adventistas del séptimo día pertenecemos a un segmento de la cristiandad cuyo activismo siempre ha tenido más admiradores en la meditación sistemática que en el prolongado aislamiento espiritual. Aun así reconocemos, o al menos debiéramos reconocerlo, que la vida de un discípulo necesita constantemente ser alimentada por el Espíritu de Dios. Cada vez más la iglesia se da cuenta que mientras la evangelización pública (la predicación) puede ser fuerte, la enseñanza y nutrición de los nuevos creyentes muchas veces se descuida tristemente. Como resultado, un buen número de recién bautizados no se mueve en el escenario del verdadero discipulado. También, muchos de nosotros que decimos ser discípulos no nutrimos suficientemente nuestro discipulado. No necesitamos gruesos manuales con listas de oraciones y toda clase de prescripciones de actividades para elevar nuestro espíritu al cielo. No es así como el Espíritu, que es como un viento que «sopla», opera en formas más allá de nuestro control (Juan 3: . Sin embargo, esto no significa que la mayoría de nosotros no necesitamos una mayor disciplina en nuestra vida espiritual. Debemos tomar tiempo para la lectura regular de la Biblia (no solo el estudio de la Biblia, sino también la lectura sistemática de la Palabra), asegurando que la oración es una paite fundamental de nuestra rutina diaria, y el diálogo con otros creyentes (reforzado por la lectura de libros cuidadosamente seleccionados que enriquecerán nuestra comprensión) son todos parte de un fundamento no negociable para un discipulado sólido.
Al mismo tiempo hay elementos de sentido común en nuestro acogimiento intencional del discipulado. Quizá podemos sumar o subordinar lo menor a lo mayor. La vida debe ser un proceso de constante y consciente elección, y no un mero ir acumulando en cualquier forma que fluya la comente. Por ejemplo, no podemos ver todo, escuchar todo, leer todo, ir a todas partes e investigar todo. No tenemos el tiempo, y normalmente no tenemos la energía o los recursos para eso. Es imprescindible que digamos no a algunas cosas y entusiastamente abrazamos otras. La vida demanda elegir y establecer constantemente cuáles son nuestras prioridades. Esto nos puede ayudar si aprendemos a dominar ciertas habilidades, pedir consejo a otros más frecuentemente, o tomar ciertas precauciones en nuestra prosecución intencional de una vida de discipulado disciplinado.
El costo del discipulado
Ser un discípulo es un privilegio y una bendición. El discipulado trae paz interior y produce un gozo inestimable. Este nos liga en un compañerismo significativo con otros que comparten los mismos ideales y lealtades. Pero nunca se nos dijo que iba a ser fácil. De hecho, Cristo nunca hizo algún esfuerzo por esconder el hecho de que el discipulado podría ser costoso, porque puede requerir tomar decisiones difíciles, establecer prioridades dolorosas y ofrecer costosos sacrificios. Pocas declaraciones acerca del discipulado son más claras que las palabras de Cristo que cito a continuación:
«No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada. Porque he venido para poner en disensión al hombre contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra; y los enemigos del hombre serán los de su casa.
«El que ama a su padre o madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí. El que halla su vida, la perderá; y el que pierde su vida por causa de mí, la hallará» (Mat. 10: 34-39).
Ser un discípulo siempre significa dar al Maestro la primera y total lealtad. Él viene antes y por encima de todo y de cualquier otro, incluyendo a aquellos que amamos más. Seguir a Cristo puede significar ser ridiculizado y rechazo, o ser todavía peor, pero pase lo que pase, ¡vale la pena!
Los discípulos, especialmente los que llegaron a ser apóstoles, experimentaron el costo del discipulado. La Biblia solamente registra el martirio de uno de los apóstoles, Santiago el hermano de Juan por !a espada de los sirvientes de Heredes (Hech. 12: 1). Pero las antiguas tradiciones nos dan razones para creer que al menos siete de los apóstoles experimentaron la muerte por martirio. Simón Pedro, así como también Pablo, se ha dicho que sufrieron el martirio, uno por crucifixión y el otro por decapitación, en Roma durante la persecución de Nerón (67 o 68 D.C.). Orígenes, uno de los padres de la iglesia (185-254), nos dice que Pedro se sintió a sí mismo indigno de morir en la misma forma que su Maestro, y por lo tanto, solicitó ser crucificado con la cabeza para abajo. Juan, Andrés, Felipe, Mateo, Santiago Tadeo, Simón «el zelote» y Tomás también, según se dice, pagaron con su vida su lealtad a Cristo. Las tradiciones que van hasta el siglo cuarto dicen que Tomás predicó en Partia o Persia, y finalmente fue enterrado en Edessa en Siria. Tradiciones posteriores lo llevan más al oriente. Su martirio, ya sea en Persia o en la India, se dice haber sido por una lanza, y todavía es conmemorado cada año por la iglesia latina el 21 de diciembre, y el 6 de octubre por la iglesia griega, y por los creyentes de la India el 1 de julio.
Antes de llegar a Roma para enfrentar la prisión y la muerte, Pablo atravesó por más privaciones y persecuciones de lo que uno puede creer que una persona es capaz de sobrevivir sin darse por vencida. El catálogo de sus sufrimientos suena como un registro absoluto de resistencia humana: «Los trabajos más abundante; en azotes sin número; en cárceles más; en peligros de muerte muchas veces. De los judíos cinco veces he recibido cuarenta azotes menos uno. Tres veces he sido azotado con varas; una vez apedreado; tres veces he padecido naufragio» y así la lista de horrores sigue (ver 2 Cor. 11: 23-26). Los apóstoles solo fueron el comienzo de una lista interminable de millones que, a través de los siglos, han pagado el más alto precio por el privilegio del discipulado. Y ni por un momento piense que todo esto es cosa del pasado ahora que, en el siglo veintiuno, vivimos en la era de la luz en la que casi todas las naciones reconocen oficialmente la libertad religiosa. La verdad es que hoy, en unos sesenta países diferentes hostigan, abusan, arrestan, torturan y algunos ejecutan cristianos por causa de su fe. Unos doscientos millones de cristianos alrededor del mundo viven en constante temor de la policía secreta o de otros agentes de represión y discriminación. * Y nadie conoce lo que aguarda el futuro. Si el escenario del tiempo del fin que los adventistas creen está porvenir es cierto, un tiempo de gran horror (Mat. 24: 21) probará la paciencia del pueblo de Dios hasta el mismo límite su poder de aguante (Apoc. 14: 12).
Aun ahora en el mundo occidental el discipulado puede ser costoso. La obediencia a Dios puede ir en contra de la lealtad que nuestros jefes y colegas esperan de nosotros. Afirmarse en los principios puede resultar en pérdida de promociones y de oportunidades en la carrera. Y el discipulado puede cobrar elevados intereses sobre nuestras relaciones cuando debemos asegurarnos que otras personas, incluso nuestros seres amados, no interfieran con nuestro compromiso con nuestro Señor. Pero cualquiera sea el precio, este está rnás allá de lo que podemos soportar mientras confiemos en Dios. Hemos de recordar que si las cosas se ponen difíciles, no somos los únicos que pagaremos el costo del discipulado: «No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea sobrehumana» (1 Cor. 10: 13). Eso en sí mismo podría ser un pequeño consuelo. Pero hay más: «Pero, fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis resistir» (vers. 13). Y finalmente, nunca hemos de olvidar que, cualquiera sea el precio que se nos pida pagar, el precio que Dios pagó para salvarnos ¡fue infinitamente más grande!
Ver, e.g., Paul Marshall, Their Blood Cries Out (Nashviile: W. Pubüshing Group, 1997).