Gálatas
Una respuesta apasionada para una iglesia con problemas
Carl P. Cosaert
CAPÍTULO 5
FE EN CRISTO
El mundo evangélico sintió un estremecimiento el 5 de mayo del 2007 ante la noticia de que Francis Beckwith, presidente de Sociedad Teológica Evangélica, dimitió de su cargo, repudió todos sus vínculos con el protestantismo y se unió formalmente a la Iglesia Católica Romana. Es probable que la mayoría de la gente no percibiera como significativa la decisión de Beckwith. En Estados Unidos, siempre hay gente que se cambia de iglesia; entonces, ¿qué hace que este caso resulte de tanto interés periodístico? Cualquiera familiarizado con la historia de Martín Lutero y el surgimiento del protestantismo se percata de que la decisión de Beckwith de hacerse católico romano no era tan simple como que una persona se pase de una iglesia bautista a una metodista. Aunque los protestantes y los católicos compartimos algunas creencias comunes, nos separan muchas diferencias teológicas significativas; por ejemplo, la veneración católica romana por María, la inclusión de escritos de los apócrifos como parte de la Biblia, la creencia en el purgatorio, las oraciones por los difuntos y la doctrina de la infalibilidad papal. Sin embargo, lo que hizo que la separación de Beckwith del protestantismo resultase tan inquietante para los cristianos evangélicos fue la razón que dio para su decisión.
En una entrevista en la revista Chrístianity Today, Beckwith afirmó que el factor fundamental que lo llevó a convertirse al catolicismo romano fue que ya no estaba de acuerdo con la doctrina medular del protestantismo: la creencia en que la justificación es solamente por fe. Luchó con la idea de que la fe, y solo la fe, era cuanto se requería para que una persona esté en buenas relaciones con Dios. Beckwith expresó que encontraba más atractivo el catolicismo, porque «encuadra la vida cristiana como una vida en la que hay que ejercer la virtud. [...] Como evangélico, incluso cuando hablaba de la santificación y quería practicarla, parecía que no tenía un incentivo lo bastante bueno como para hacerlo». Desde su perspectiva, la creencia en que la fe sola reconcilie a los seres humanos con el Padre da demasiada importancia a la fe y no pone suficiente énfasis en la necesidad de la obediencia.
Beckwith no es la primera persona que se ha sentido incómoda con la forma en que la enseñanza de la justificación por la fe ha llevado a algunos evangélicos a quitar importancia a la obediencia en la vida del creyente. Dado que no todas las confesiones del cristianismo protestante minimizan la observancia de la ley de Dios, solo cabe suponer que la decisión de Beckwith de apartarse del protestantismo fue, en último término una reacción a un punto de vista distorsionado de la justificación por la fe. Como Beckwith era hasta entonces bautista, parece lógico concluir que reaccionó a la típica creencia bautista del «una vez salvo, salvo para siempre». Aunque recalca la seguridad en Cristo solo, este concepto también presenta de una forma sesgada la enseñanza bíblica de la perseverancia de los santos y a menudo ha fascinado a algunos a llegar a la peligrosa conclusión de que la obediencia a Dios es opcional. Parece que la decisión de Beckwith lo ha llevado de un error doctrinal a otro.
Aunque su perspectiva es una crítica válida de la situación real de algunas confesiones del cristianismo evangélico contemporáneo (cf. Santiago 2:14-26), no es, desde luego, una presentación correcta de la enseñanza de Pablo sobre la justificación por la fe. La salvación es por la fe sola en Cristo, pero la fe siempre conduce a la obediencia, no porque el creyente tenga que obedecer para ser salvo, sino porque ya ha sido salvado. Como muchos cristianos de la actualidad, los adversarios del apóstol en Galacia se habían confundido sobre ese extremo. Creían equivocadamente que recalcaba demasiado el papel de la fe en la salvación, y que no hacía suficiente hincapié en la necesidad de la obediencia en la vida del creyente (cf. Gálatas 2:17,18; Romanos 2:8; 3:31; 6:1).
Hasta este punto de Gálatas, Pablo ha defendido el origen divino de su evangelio y ha demostrado que hasta los apóstoles respaldan su mensaje. Después de haber explicado que la justificación es por la fe y no por las obras de la ley (Gálatas 2:15-21), el apóstol sabe que sus adversarios comenzarán de inmediato a presentar objeciones en cuanto a la plena suficiencia de la fe. Por ello, en previsión de su protesta, demuestra en Gálatas 2:1-14 por qué la fe sola es el único medio fiable de obtener el favor de Dios. Pablo intenta hacerlo de dos maneras. En primer lugar, aborda el tema desde la perspectiva de la experiencia personarla experiencia personal de los gálatas, y luego la experiencia de Abraham, ancestro de la raza israelita (Gálatas 3:1-9). Por último, Pablo dirige la atención de sus lectores al testimonio de las Escrituras sobre el asunto (versículos 10-14).
La experiencia de los gálatas (Gálatas 3:1-6)
Sus palabras iniciales de Gálatas 3 ilustran lo preocupado (y completamente desconcertado) que estaba Pablo por el cambio radical de postura de los gálatas con respecto al evangelio. Varias traducciones modernas han intentado captar el sentido de sus palabras del versículo 1, pero ninguna iguala la absoluta sorpresa transmitida en la de J. B. Phillips: «Queridos idiotas de Galacia». Aunque puede que nos sintamos un tanto incómodos con la franqueza de la traducción de Phillips, en realidad refleja muy bien la terminología original de Pablo. La palabra griega que usó es anóetoi, que, literalmente, significa «descerebrados». ¿En qué estaban pensando los gálatas cuando se les ocurrió hacer depender la salvación de su propia conducta? El problema, según lo veía el apóstol, era que ni pensaban. De hecho, se estaban comportando con tanta insensatez que se preguntó si alguien los habría hechizado. Tan contundente terminología por parte de Pablo respondía, sin duda, a un intento de despertar a los gálatas de su embotamiento espiritual.
Esperando lograr que los gálatas entraran en razón, Pablo les recordó en el versículo 2 la forma en que habían llegado a entender y aceptar el evangelio: «¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la ley [es decir, obedeciendo la ley de Dios para ganar su favor] o por el escuchar con fe [es decir, creyendo el evangelio]?». Pablo no se acercó a ellos con una especie de fórmula complicada para la salvación. Su mensaje había sido sencillo y directo. «En nuestra predicación hemos mostrado ante sus propios ojos a Jesucristo crucificado» (versículo 1, DHH). La palabra traducida «mostrado» significa literalmente «señalizado» o «pintado», y se usaba para describir todas las proclamaciones públicas. ¿Cómo podían haberlo olvidado? La cruz formaba una parte tan medular de la presentación evangélica de Pablo que los gálatas habían visto, en efecto, a Cristo crucificado (1 Corintios 1:23; 2:2). El mensaje del apóstol se había centrado no en algo que los gálatas tuvieran que hacer para ganarse el favor de Dios, sino en simplemente aceptar por la fe lo que Cristo ya había hecho por ellos en el Calvario.
Acto seguido, el apóstol formuló una serie de preguntas pensadas para lograr que los gálatas contrapusieran su experiencia actual con la sencillez de cómo llegaron en sus comienzos a la fe en Cristo. «¿Tan insensatos sois? Habiendo comenzado por el Espíritu, ¿ahora vais a acabar por la carne? [...] Aquel, pues, que os el Espíritu y hace maravillas entre vosotros, ¿lo hace por las obras de la ley o por el oír con fe?» (Gálatas 3:3-5).
La respuesta a cada pregunta es la misma: ningún aspecto concreto de la experiencia cristiana de los gálatas se basaba en alguna cosa que tuvieran que hacer para ganar la salvación. Su salvación era completamente una iniciativa divina. Pablo había llegado a Galacia predicando el evangelio del Mesías crucificado, y resucitado. Los gálatas habían aceptado el mensaje del apóstol, habían puesto su confianza en Cristo y habían recibido el prometido Espíritu de Dios. Todo esto era el don que recibían de Dios. No habían hecho nada para ganarlo. Tampoco Pablo había requerido de ellos que primero se circuncidaran ni que observaran la ley de Dios. Habían acudido a Cristo tal como eran, y el Señor los había aceptado, no porque lo merecieran, sino por el gran amor que les tenía (Efesios 2:4). Y ni siquiera los milagros que habían presenciado en su vida de cristianos eran obra de ellos; también eran únicamente obra del Espíritu de Dios, que se les había dado como don (Hechos 2:38). Así, de principio a fin, todo lo que habían experimentado como cristianos era un don de Dios. ¿Qué podía hacerles pensar que ahora tenían que depender de su propia conducta?
Parece que parte del problema radicaba en que los gálatas no habían logrado mantener la distinción entre justificación y santificación. Como hemos visto previamente, la justificación se refiere al acto mediante el cual Dios pronuncia legalmente que un pecador es justo o recto ante su vista por lo que el Señor ya ha hecho por él en Cristo. La justificación es nuestro título al cielo. Sin embargo, la santificación se refiere al poder habilitador del Espíritu de Dios, que empieza a actuar en nosotros en el mismo momento en que somos justificados. Así, la santificación no es el medio por el cual nos ganamos el derecho a entrar en el cielo, sino la forma en que Dios nos capacita para vivir en el cielo. Es el proceso mediante el cual Dios hace real en nuestra experiencia lo que ya es verdadero en nosotros por la fe en Cristo.
Aunque ambos aspectos de la salvación deberían estar presentes en la vida del creyente, han de producirse en la correcta secuencia y jamás debe confundirse uno con el otro. La vida cristiana comienza con la justificación por la fe: creer que Dios nos acepta no porque seamos dignos, sino porque Cristo, nuestro sustituto, lo es. Lo que Jesús hizo por nosotros en su vida, su muerte y su resurrección es la única base de nuestra salvación. No precisa superación, ni esta sería posible. Después, una vez que hemos aceptado el don divino de la salvación por la fe, el Espíritu de Dios comienza a obrar en nuestra vida, capacitándonos a fin de que seamos cada vez más semejantes a Cristo. Sin embargo, la santificación en nuestra vida no aporta ni un ápice a nuestra salvación. Meramente demuestra que hemos rendido nuestra vida a Cristo.
Pese a que se escribió hace casi dos mil años, el consejo de Pablo a los gálatas contiene una verdad fundamental sobre la vida cristiana que haríamos bien en no olvidar nunca. Con independencia de la forma en que el Espíritu de Dios pueda transformar nuestra vida, sin importar de cómo podamos desarrollarnos en conocimiento o capacidad espirituales, la base de nuestra aceptación ante Cristo no cambia nunca: es la fe en lo que Dios ha hecho por nosotros en Cristo.
La experiencia de Abraham (Gálatas 3:7-9)
La atención de Pablo pasa ahora, de la experiencia personal de los gálatas, a la de Abraham. El patriarca era una figura central del judaísmo. No solo era el padre de la raza judía, sino que, además, los judíos de los días de Pablo lo consideraban el prototipo de lo que significa ser un judío genuino. ¿Cuál fue la naturaleza de la experiencia personal de Abraham con Dios?
Sin duda, los adversarios de Pablo en Galacia creían que la característica definitoria de la experiencia de Abraham con Dios había sido su obediencia. ¿No había abandonado Abraham su tierra y a su familia, y había consentido incluso en sacrificar a su hijo en obediencia a la orden de Dios? Además, como seguramente estaban más de contentos de recalcar los adversarios de Pablo, Abraham hasta se había sometido voluntariamente en obediencia al rito de la circuncisión.
Un antiguo libro judío titulado Jubileos es una interesante confirmación de que los judíos que vivieron en los primeros siglos anteriores y posteriores a Cristo consideraban con admiración a Abraham como un ejemplo ideal de una vida de obediencia. Escrito originalmente en hebreo hacia mediados del siglo II a. C., Jubileos pretende ser una narración contada por un ángel a Moisés durante los cuarenta días que pasó en el monte Sinaí (ver Éxodo 24:18). Moisés aprendió la historia de los hijos de Israel desde la creación hasta el éxodo, y prestó especial atención a Abraham. Aunque la mayoría de los relatos de Jubileos proceden de la Biblia, reciben a menudo un giro inesperado. En el caso de Abraham, el autor también introduce varios cuentos apócrifos sobre lo ferviente y obediente que era Abraham desde niño. Parecen ilustrar que Dios lo escogió porque era obediente. El autor se toma la molestia de encubrir algunos de los episodios más sórdidos de la vida de Abraham. Por ejemplo, en el incidente en el que el faraón tomó a Sara, esposa de Abraham, el autor, convenientemente, omite la parte en la que Abraham miente sobre que Sara sea su mujer. En este caso, la conducta de Abraham necesitaba algo de ayuda.
El libro de Jubileos también presenta una perspectiva adicional sobre la importancia que algunos judíos daban a la circuncisión. En ella, el ángel dice a Moisés que en el futuro los hijos de Israel se apartarán de la obediencia de la ley de la circuncisión. En consecuencia, «se desatará una gran ira del Señor sobre los hijos de Israel» «porque se han vuelto como los gentiles. [...] Por lo tanto, no hay perdón para ellos por el que pudieran ser indultados y perdonados de todos los pecados de este error eterno». El pasaje tiene los ecos de aquello con lo que habrían coincidido los propios adversarios de Pablo.
Sin embargo, el apóstol devuelve la pelota a sus adversarios apelando a Abraham no meramente como un ejemplo de la plena suficiencia de la fe, sino como la base fundamental de todo su evangelio. La experiencia de Abraham es tan imprescindible para la interpretación paulina del papel de la fe en la vida del creyente que lo menciona no menos de nueve veces en Gálatas.
En primer lugar, Pablo introduce a Abraham como parte de una cita de Génesis 15:6. Abraham «creyó a Jehová y le fue contado por justicia». Es importante que recordemos en este contexto que la palabra «fe» y el verbo «creer» provienen de la misma raíz en griego. Dios contó o consideró a Abraham recto por la fe de este. La palabra «contado» o «considerado» es una metáfora extraída del mundo de los negocios. Significa «anotar en el haber» o «poner algo en la cuenta de una persona». Pablo no solo la usa para Abraham en Gálatas 3:6, sino otras once veces en relación con el patriarca en el capítulo cuatro de Romanos (ver Romanos 4:3, 4, 5, 6, 8, 9, 10, 11, 22, 23, 24).
Según la metáfora de Pablo, Dios anota en nuestro haber la justicia, lo mismísimo de lo que carecemos. ¿En qué se basa para considerarnos justos? Seguramente, no puede ser en nuestra obediencia, como afirmaban los adversarios de Pablo, porque, independientemente de lo que pueda decirse sobre la obediencia de Abraham, las Escrituras dicen que Dios lo contó entre los justos por su fe. Las Escrituras lo expresan con claridad. La obediencia de Abraham no fue el fundamento de su justificación, sino el resultado de esta. Además, ¡Dios lo había contado justo unos quince años antes de tan siquiera circuncidarse!
De hecho, la promesa hecha por Dios a Abraham en Génesis 12:3 deja meridianamente claro que, desde el mismísimo comienzo, el Señor no se proponía que su pacto fuese exclusivamente para los judíos. «Serán benditas en ti todas las familias de la tierra» (Génesis 12:3). Y para asegurarse de que Abraham y sus descendientes no olvidaran que habían de llevar el plan divino de la salvación al resto del mundo, el libro de Génesis repite la misma promesa cuatro veces más (Génesis 18:18; 22:18; 26:4; 28:14).
El fundamento del pacto de Dios con Abraham se centraba en la promesa divina dada al patriarca. En tan solo tres breves versículos, en Génesis 12:1-3, Dios anuncia a Abraham cuatro cosas que realizará por él: 1) «Te mostraré una tierra», 2) «haré de ti una gran nación», 3) «te bendeciré» y, por último, 4) «bendeciré a los que te bendigan». Las promesas divinas a Abraham son asombrosas, porque son completamente unilaterales. Observemos cómo el Señor realiza todas las promesas y no requiere que Abraham prometa nada como contrapartida. Es lo contrario de la forma en que muchos intentan relacionarse con Dios. Normalmente prometemos a Dios que le serviremos si hace algo por nosotros en contrapartida. Pero eso es legalismo. Dios no pidió que Abraham prometiera nada. En vez de ello, el Señor le pide que acepte sus promesas por fe. Por supuesto, no era tarea fácil. Abraham tuvo que aprender a confiar por completo en Dios y no en sí mismo, algo que es contrario a toda la sabiduría humana.
La fe fue la marca definitoria de la vida de Abraham. Y aunque se hiciese preguntas y vacilase de vez en cuando, ¡qué fe tan maravillosa tuvo en las promesas de Dios! Su fe en la promesa divina lo llevó a dejar las comodidades y el bienestar de Ur de los caldeos y vagar por el mundo hacia una tierra que nunca había visto. Y aunque tanto Sara como él ya habían superado con creces los años de la fertilidad, seguía creyendo que Dios podía hacer lo que era médicamente imposible: darles su propio hijo biológico (Romanos 4:19-21; Hebreos 11:11, 12). Cuando pareció que la promesa de Dios se demoraba, Abraham siguió creyendo, año tras año, que el Señor cumpliría su promesa a pesar de todo. E incluso cuando Dios le ordenó que sacrificase a Isaac, su hijo prometido, Abraham estaba convencido de que, sin duda, Dios lo devolvería a la vida, porque el Señor jamás quebrantaría su promesa (Hebreos 11:17-19).
Abraham fue obediente, pero su relación con Dios no se basaba en su propia obediencia. Si lo hubiese hecho, los errores que cometió en su vida no habrían tardado en inhabilitarlo. La obediencia del patriarca fue únicamente un producto secundario de su fe. Encontró favor a la vista de Dios porque estuvo dispuesto a confiar por completo en las promesas de Dios y no en su propia capacidad o en su conducta. Por esta razón, la experiencia de Abraham contiene la esencia de todo lo que de verdad es el evangelio: completa fe en que la promesa divina haría por Abraham y sus descendientes o que no podían hacer por sí mismos.
El testimonio de las Escrituras (Gálatas 3:10-14)
Aunque la experiencia de los gálatas y del propio Abraham implica que la fe es suficiente para la salvación, Pablo prosigue argumentando que las propias Escrituras hebreas enseñan explícitamente que la obediencia humana a la ley de Dios jamás será suficiente como para merecer la salvación. El apóstol lo demuestra aludiendo a varios versículos de los libros de Deuteronomio y Levítico.
• «Maldito sea el que no permanezca en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para cumplirlas» (Gálatas 3:10; Deuteronomio 27:26).
• «El justo por la fe vivirá» (Gálatas 3:11; Habacuc 2:4).
• «El que haga estas cosas vivirá por ellas» (Gálatas 3:12; Levítico 18:5).
• «Maldito todo el que es colgado en un madero» (Gálatas 3:13; Deuteronomio 21:22, 23).
A primera vista, la lógica que siguió Pablo en su colección de versículos del Antiguo Testamento y su rápida presentación de la misma en Gálatas 3:10-14 pueden parecer más bien oscuras. De hecho, hay quienes incluso podrían sentirse tentados a acusarlo de un uso desatinado del «método» de los textos probatorios, es decir, juntar pasajes dispares cuyos contextos originales no comparten ninguna conexión genuina. Pero aunque no sea culpable de incurrir en semejante «metodología», ¿cómo indican que la obediencia humana no es un prerrequisito para la salvación? En todo caso, parecen recalcar que la obediencia sí es necesaria. ¿Qué dice Pablo exactamente?
Aunque el «método» de los textos probatorios es, a menudo, un ejercicio hermenéutico ilegítimo, cuesta acusar a Pablo de un uso descuidado o irresponsable de las Escrituras. Como rabino judío, conocía las Escrituras hebreas; las conocía bien. Un análisis meticuloso de sus citas indica incluso que estaba familiarizado con ellas tanto en hebreo como en la traducción griega denominada Septuaginta (abreviada LXX). Aunque es difícil saber exactamente cuántos cientos de veces el apóstol cita o alude a las Escrituras, encontramos referencias a las mismas dispersas por todas sus Cartas, con la única excepción de Tito y Filemón, sus dos Epístolas más breves.
En el caso de las citas encontradas en Gálatas 3:10-14, Pablo conoce las Escrituras lo bastante como para no tener que amontonar un puñado de textos dispares sin conexión lógica alguna. Al contrario, su argumento es bastante lógico y las citas que usa para desarrollarlo están enlazadas por una serie de paralelos verbales. Los dos pasajes de Deuteronomio contienen cada uno la palabra «maldito», y el pasaje de Levítico y Habacuc comparten «vivirá». Además, Levítico 18:5 y Deuteronomio 27:26 también emplean la palabra traducida al español como «hacer» y «cumplir», respectivamente. Tales paralelos verbales le permiten interpretar cada pasaje de las Escrituras por su relación mutua. Y la lógica que encuentra en estos pasajes parece desarrollarse siguiendo estas líneas:
• La ley se basa en el principio de hacer, no en el de creer (Gálatas 3:12)
• La ley requiere perfecta obediencia a todos sus preceptos continuamente (versículo 10)
• El no cumplimiento de toda la ley todo el tiempo pone a la persona bajo la maldición de la ley (versículo 10)
• Conclusión: Nadie puede justificarse ante Dios por la ley, porque nadie (excepto Jesús) ha cumplido nunca toda la ley. Por lo tanto, todos estamos bajo la maldición de la ley.
No cabe duda de que las audaces palabras de Pablo en Gálatas 3:10 habrán dejado pasmados a sus adversarios. Desde luego, no podían imaginarse que estaban bajo una maldición: en todo caso, contaban con estar bendecidos por su obediencia.
Aunque el cuadro que pinta el apóstol es más bien lóbrego, no todo está perdido. Dos faros de esperanza alumbran el oscuro cielo. El primer rayo de esperanza aparece en una cita de Habacuc 2:4 que el apóstol inserta en medio de los versículos que cita para demostrar que ningún ser humano puede encontrar la vida guardando la ley. Habacuc, profeta de Dios que vivió durante una época en que parecía haber poca esperanza de supervivencia para Israel, proclamó que el único camino hacia la vida era la fe. «El justo por su fe vivirá» (Habacuc 2:4). Este pasaje, también citado por Pablo en Romanos 1:17, contempla la fe tanto como el camino hacia la justicia como el camino hacia la vida. Como tal, distingue la relación de una persona con Dios de principio a fin.
El segundo rayo de esperanza se presenta como un remedio de la maldición de la ley anunciada en el versículo. Pablo afirma que «Cristo nos redimió de la maldición de la ley, haciéndose maldición por nosotros (pues está escrito: "Maldito todo el que es colgado en un madero")» (Gálatas 3:13). Aquí el apóstol nos presenta una nueva metáfora para explicar lo que Dios ha hecho por nosotros en Cristo. «Cristo nos redimió».
Hoy la palabra «redimir» es, en gran medida, una palabra religiosa. Pero no era así en los días de Pablo. En su tiempo, el uso dominante de la palabra era secular. Literalmente significaba «rescatar». Los antiguos la usaban para el precio de rescate pagado para conseguir la liberación de personas retenidas como rehenes, o para el monto requerido para liberar a una persona de la esclavitud. Basándose probablemente en el uso que el propio Jesús hizo de la palabra en relación con su ministerio (Marcos 10:45; Mateo 20:28), Pablo emplea la misma metáfora para explicar lo que Cristo ha hecho por nosotros. Puesto que la paga del pecado es la muerte (Romanos 6:23), la maldición de la ley era, en último término, una sentencia de muerte. Jesús pago el castigo de nuestro pecado convirtiéndose en quien cargó con él (1 Corintios 6:20; 7:23). De forma voluntaria, tomó nuestra maldición sobre sí y sufrió en nuestro nombre la paga íntegra del pecado (2 Corintios 5:21).
Pablo cita Deuteronomio 21:23 como prueba bíblica de lo que acaba de decir en cuanto a la cruz. La costumbre judía consideraba que una persona estaba bajo la maldición de Dios si, tras su ejecución, su cuerpo quedaba colgado de un árbol. Muchos vieron la muerte de Jesús en la cruz como un ejemplo precisamente de eso (Hechos 5:30; 1 Pedro 2:24), por esta razón la cruz era piedra de tropiezo para tantos judíos. No podían comprender la idea de que el Mesías estuviese bajo la maldición de Dios. Sin embargo, ese era exactamente el plan divino. La maldición que Cristo llevó no era suya, sino nuestra.
Cristo ha hecho por nosotros lo que jamás podríamos haber logrado por nosotros mismos. No importa cuán sinceros y fieles hayamos decidido ser en la vida, todos distamos de dar la talla en muchos sentidos. ¡Qué maravillosa noticia es contemplar que nuestra salvación no se basa en lo que hemos hecho, ni en lo que tenemos que hacer, sino que lo hace en lo que Dios ya ha logrado! Según lo expresó en una ocasión el arzobispo William Temple: «Lo único mío que aporto a mi redención es el pecado del que necesito ser redimido». Aunque la ley dice «Haz» y luego nos condena por no dar la talla, el evangelio dice «Hecho» y luego nos da el poder para vivir una vida de santidad. Por ello, todo lo que tenemos lo hemos recibido de Cristo. Solo él merece toda nuestra alabanza.
«¡Cuán vastos los beneficios divinos que en Cristo poseemos!
Somos redimidos de la culpa y la vergüenza y llamados a la santidad.
Mas, no por obras que hayamos hecho o hayamos de hacer, ha decretado Dios a pecadores la salvación otorgar.
La gloria, Señor, de principio a fin, a ti solo debemos;
Nada para nosotros osamos tomar, ni arrebatarte tu corona».
Compilado por Delfino J
El Consejo Metodista Mundial también adoptó la declaración en 2006. Aunque el documento, ciertamente, ha promovido mayor comprensión mutua, no ha resuelto la diferencia histórica de opinión sobre la justificación, en contra de algunas afirmaciones, entre el protestantismo tradicional y el catolicismo romano. Aunque no hay nada objetable en lo que afirma la DCDJ, la dificultad reside en lo que no dice.
La creencia en la gracia sola y la fe en Cristo nunca han sido tema de desacuerdo entre protestantes y católicos. El asunto divisorio ha sido si la fe «sola» es suficiente. El catolicismo romano sigue proclamando que, aunque la fe es importante, no es suficiente por sí misma para la justificación. Antes bien, las buenas obras, habilitadas por el Espíritu, son un prerrequisito necesario para la justificación. En la teología católica romana, la salvación está arraigada en la fe más las obras, no en la fe sola.