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Capitulo_08_De esclavos a herederos

Libro complementario

 

Autor: Carl P. Cosaert

 

Capitulo 8

De esclavos a herederos

El no ser exactamente igual que los demás niños del colegio, sino tratarse en realidad de un príncipe o una princesa, parece haber sido el sueño de casi todos los niños al menos una vez en la vida. Una gran cantidad de libros y películas se aprove­chan de esta fantasía infantil, a menudo con un éxito sensacional. De niño, relatos como El pequeño Lord Fauntleroy captaban mi ima­ginación y me llevaban a soñar despierto en cómo sería eso de ser príncipe. A mis hijas les pasó lo mismo cuando crecían, salvo que, en su caso, estaban fascinadas por relatos como el de Cenicienta. Naturalmente, no solo los niños se fascinan con tales historias. Pa­rece que el deseo de ser alguien especial afecta hasta a los adultos.

En la década de 1920 había gente en todo el mundo que había quedado cautivada con la posibilidad de que una mujer que se llamaba Anna Anderson no fuese simplemente una obrera de una fábrica polaca, sino, en realidad, nada más y nada menos que la gran duquesa Anastasia de Rusia, hija menor del zar Nicolás II. Durante la revolución bolchevique, Nicolás II y toda su familia fueron brutalmente asesinados, o eso se creía. Circularon rumores de que quizá sus dos hijos menores hubieran escapado: Anastasia y su hermano Alexei. La pretensión de Anderson de ser Anastasia provocó un circo mediático que duró muchos años y dio origen a varios libros y películas. La idea de que una jovencita campe­sina pudiera en realidad ser una princesa parecía inspirar a muchos con esperanza para su propia problemática vital. Así, aunque Anna tuvo su parte alícuota de adversarios, también contó con muchos partidarios, algunos de los cuales eran incluso parientes de Nicolás II. A pesar de que jamás pudo demostrar sus alegaciones ante un tribunal, Anna nunca se retractó de su pretensión de ser Anastasia.

Descubrimientos recientes, sin embargo, han demostrado que Anna no era Anastasia. Las pruebas de ADN no solo han puesto muy en duda su pretensión, sino que especialistas forenses rusos también han descubierto y verificado las tumbas y los restos corporales del zar y de toda su familia. A pesar de sus reivindicaciones en sentido contrario, Anna no era princesa en absoluto. Fue simplemente una campesina y una charlatana. Al final, su historia no fue más que un cuento de hadas.

Aunque algunos podrían afirmar que nuestro deseo de ser algo más de lo que en realidad somos es solo una fantasía infantil, o quizá una forma de escapar de los problemas de la vida real, creo que es algo más. Es el susurro con el que Dios nos dice que nuestra vida es, verdaderamente, mucho más valiosa de lo que jamás podríamos esperar o imaginar. En Gálatas 3:26-4:11 Pablo insta a los gálatas a que recuerden precisamente esto. Por lo que Cristo ha hecho, ahora somos hijos e hijas de Dios, príncipes y princesas en su reino. El apóstol los insta a dejar de vivir la vida como si fueran esclavos y a disfrutar de todos los derechos y privi­legios que acompañan a la condición de hijo. Anna Anderson no necesitaba ser una charlatana para ser la hija de un Rey: ya lo era. Sencillamente, ¡nunca se dio cuenta!

Hijos de Dios (Gálatas 3:26-29)

Los creyentes judíos en Galacia habían insistido en que era necesario que los gentiles se circuncidasen para entrar a formar parte de la familia del pacto de Dios. Como hemos visto, las pretensiones de los tales llevaron a Pablo a una extensa presentación del papel de la fe y la ley en el plan de salvación. Ya en Gálatas 3:7, Pablo señaló que la promesa que Dios había dado al principio a Abraham y sus descendientes se basaba únicamente en la fe. Aunque la ley es importante, no fue dada «oficialmente» a la nación de Israel sino hasta unos cuatrocientos años después. Por ello, Pablo argumentaba que jamás se planteó que la ley fuera la revelación suprema de Dios. Había de desempeñar un papel transitorio en la historia de la salvación similar al de un paidagogós. Desde una perspectiva histórica (así como en nuestra propia experiencia personal), el advenimiento de Cristo cambió de manera fundamental la forma en que los seguidores de Dios se relacionan con la ley. Aunque siempre señalará el pecado y será una indicación de la voluntad divina, los creyentes ya no estamos bajo su jurisdicción y su condena. El cristiano siempre considerará la ley a través de la perspectiva de Cristo. Y, como cristianos, estamos, en último término, bajo la ley de Cristo (Gálatas 6:2; 1 Corintios 9:21).

Gálatas 3:26 marca otra fase en la argumentación del apóstol. Pablo da una segunda razón por la cual los creyentes ya no estamos bajo la jurisdicción de la ley: somos «hijos» de Dios que hemos alcanzado la mayoría de edad. Ya no somos niños, sino adultos. Aunque el apóstol ya había explicado la relación entre la ley y la promesa, ahora centra su atención en la relación entre la ley y la filiación. Y, cuando desarrolla el concepto de filiación en Gálatas 3:26-4:11, pone fin a su sus pensamientos sobre la identidad de los auténticos hijos de Abraham que introdujo inicialmente en Gálatas 3:7.

No debiéramos tomar el uso exclusivo del apóstol de la palabra masculina «hijos» como una afrenta al género femenino. Desde luego, sus comentarios del versículo 28 indican que incluye mujeres en esa categoría. Pablo destaca a los «hijos» porque, subconscientemente, piensa en la herencia familiar que, en su tiempo y en su cultura, se transmitía a los descendientes varones.

Aunque es fácil pasarlo por alto, es significativo su cambio en el uso de pronombres en el versículo 26. Pablo había dirigido sus comentarios anteriores a los creyentes judíos (el «nosotros» de los versículos 23-25). Ahora se dirige a todos los creyentes gentiles de Galacia con el uso del pronombre plural de segunda persona, «vosotros». La afirmación que hace en el versículo 26 es revolucionaria: se dirige a los gentiles como «hijos de Dios», designación que Dios había usado como fórmula especial de afecto para referirse a la nación de Israel (Éxodo 4:22-23; Deuteronomio 14:1-2 y Oseas 11:1). Al llamar «hijos de Dios» a los gentiles incircuncisos, Pablo desechaba la mentalidad del «nosotros» contra «ellos» promovida por algunos creyentes judíos. La bendición que había de llegar a todas las familias de la tierra como parte de la promesa de Dios a Abraham se había convertido ya en una realidad en Cristo.

Desgraciadamente, los nuevos miembros de la familia no siempre son bienvenidos. Cuando alguien se suma a una familia ya establecida, las personas se sienten a menudo amenazadas, celosas y hasta se enfadan. Hace unos años nuestra familia experimentó algo de esto cuando decidimos adoptar un caniche. Nuestra hija pequeña fue quien más se opuso a la idea. Nunca se había sentido muy a gusto al lado de animales, por lo que la idea de tener un perro en casa no le hacía gracia. Para empeorar las cosas, al caniche que pensábamos acoger lo habían esquilado y era cualquier cosa menos bonito. Recuerdo que mi niña preguntaba: «¿Por qué tenemos que tener un perro? ¿Qué derecho tiene de incorporarse a la familia?». (Como te imaginarás, algo de tiempo y de pelo obraron maravillas. Ahora nuestra hija y el caniche son casi inseparables).

Muchos creyentes judíos interpretaron que la disposición de Pablo a incluir a gentiles incircuncisos en la familia del pacto de Dios suponía una amenaza. ¿Qué derecho tenían los gentiles a formar parte de Israel sin hacerse primero judíos? ¿Qué derecho tenían a ser llamados hijos de Dios? El reiterado uso de la palabra griega «porque» (traducida a veces por sinónimos) en los versículos 26 y 27 indica la base lógica que subyace a la declaración del apóstol. Los gentiles son ya parte de la familia del pacto de Dios por dos razones.

En primer lugar, tal como Pablo ya ha mencionado reiteradamente en su Carta (quería asegurarse de que lograba que nuestra cabezota lo captara), la base de incluir a los gentiles no era que ellos hubiesen hecho algo para merecerlo, sino únicamente lo que Cristo ya había hecho. Cristo fue fiel (versículo 26).Y por la fidelidad de Jesús precisamente, ¡los gentiles disfrutan ahora de la relación especial con Dios que una vez había sido exclusiva de Israel!

Sin embargo, ¿cómo puede transmitirse a los gentiles la fidelidad de Cristo? ¿Cómo logran acceder a Cristo? Nuevamente, su uso de la palabra «porque» en el versículo 27 (NVI) indica el directo desarrollo lógico del razonamiento de Pablo. Los creyentes se unen a Cristo mediante el bautismo. ¿Por qué el bautismo? «En el Nuevo Testamento, el bautismo implica invariablemente una radical dedicación personal que conlleva un "no" decisivo a la anterior forma de vida de cada cual y un "sí" igual de rotundo a Jesucristo». [1] En Romanos 6 Pablo describe el bautismo simbólicamente como la unión de nuestra vida con Cristo tanto en su muerte como en su resurrección. Sin embargo, resulta interesante observar que el apóstol emplea una metáfora diferente en Gálatas. No establece la comparación entre nuestra unión con Cristo en el bautismo y nuestra muerte con Cristo, sino entre aquella y el hecho de estar revestidos de Cristo. Aunque las metáforas de Pablo son diferentes, la conclusión sigue siendo la misma. Nuestra identidad se pierde en Cristo. En el libro de Romanos el viejo yo se entierra, mientras que en Gálatas está completamente envuelto en las vestiduras de la justicia de Cristo.

Pablo parece haber extraído su terminología de «vestirse de Cristo» de los pasajes maravillosamente gráficos de las Escrituras del Antiguo Testamento que dicen que Dios viste a sus seguidores de justicia y salvación. Isaías, por ejemplo, exclama: «En gran manera me gozaré en Jehová, mi alma se alegrará en mi Dios, porque me vistió con vestiduras de salvación, me rodeó de manto de justicia, como a novio me atavió y como a novia adornada con sus joyas» (Isaías 61:10; cf. Job 29:14; Salmo 132:9).

La iconografía del apóstol relativa a revestirse de Cristo trae a mi memoria un dicho atribuido a Mark Twain, famoso literato estadounidense: «La ropa hace al hombre». Sin duda, la ropa provoca una diferencia, desde luego. No sé cuál será tu caso, pero yo siempre me siento bien cuando estoy bien vestido, especialmente cuando ello conlleva un traje nuevo hecho a medida para adaptarse a mi complexión. Es extraño cómo la ropa adecuada puede hacer que nos enderecemos un poco más y que andemos y actuemos con más confianza. Aunque, ciertamente, la vida en este mundo es más que la moda, la observación de Twain, en el ámbito espiritual, da en el clavo. La Biblia usa la vestimenta como una metáfora significativa de la salvación. Representa una vida cubierta por Cristo. La metáfora se remonta nada más y nada menos que hasta la historia de la caída en Génesis, en la que se ve la falta de eficacia del empeño de Adán y Eva por cubrir su desnudez. El propio Dios tuvo que proporcionarles ropa adecuada (Génesis 3:21). Como ya hemos visto, la metáfora continúa en los profetas del Antiguo Testamento (Zacarías 3:3,4). Hasta Jesús se vale de ella en su parábola de la fiesta de bodas, en la que un invitado se niega a vestirse debidamente (Mateo 22:1-14). En sus Cartas, Pablo también se refiere reiteradamente a la salvación como un acto de «vestirse» de Cristo (Romanos 13:14; Colosenses 3:9, 10; Efesios 4:22-24; 6:11-17). Incluso el libro de Apocalipsis menciona la importancia de contar con vestiduras limpias (Apocalipsis 7:13; 22:14). En una época que parece estar obsesionada con la belleza física, la idea de «vestirse» de Cristo es un impactante recordatorio de que la ropa «real» «hace al hombre».

Nuestra unión con Cristo simbolizada por el bautismo significa que lo que vale para Cristo también vale para nosotros. Dado que Cristo es la «simiente» de Abraham, como «coherederos con Cristo» (Romanos 8:17), somos también herederos de todas las promesas contractuales hechas a Abraham y sus descendientes (Gálatas 3:29). La fidelidad de Cristo es nuestra fidelidad. Su identidad es nuestra identidad. He aquí la segunda razón que da Pablo por la cual Dios puede incluir a los gentiles en la familia de su pacto. Pueden ser llamados «hijos de Dios» porque se han unido a la fe en el verdadero Hijo unigénito de Dios, Jesucristo (Gálatas 1:15,16; 2:20).

Todo lo que tenemos como creyentes está arraigado en último término en Cristo. Él es la única esperanza para la infidelidad y los fracasos que acosaron a la nación hebrea a lo largo de su historia, y para todos los vicios por los que era conocido el mundo gentil. Cristo es el gran igualador. Seamos hombre o mujer, esclavo o libre, judío o gentil, en él todos estamos en pie de igualdad. Tales distinciones son irrelevantes en Cristo. Todos necesitamos, por igual, que nuestra vida, que tanto dista de ser perfecta, sea cubierta por el manto inmaculado de su justicia.

Mayoría de edad (Gálatas 4:1-3)

Acabando de comprar nuestra relación con Dios como hijos y herederos, Pablo complica esa metáfora al incluir el tema de la herencia. Su terminología contempla una situación en la que, al parecer, ha fallecido el propietario de un gran patrimonio, dejando todas sus propiedades al hijo mayor. Sin embargo, su hijo sigue siendo menor de edad. Y, como ocurre en situaciones similares aun hoy, el testamento del padre estipula que su hijo ha de estar «bajo» la supervisión de tutores y administradores hasta que alcance la madurez. La mayoría de edad se fijaba normalmente entre los 20 y los 25 años. [2] Antes de que llegara ese momento, el hijo era el dueño del patrimonio paterno solo de título. Mientras fuera menor de edad, era poco más que un esclavo, estando su vida y sus posesiones controladas y administradas por otros.

Si bien aquí la analogía de Pablo es similar a la del paidagogós en Gálatas 3:24, presenta algunas diferencias marcadas. Aunque el propósito fundamental del apóstol al comparar la ley con un paidagogós era destacar su naturaleza restrictiva, su interés en Gálatas 4 está en la condición del hijo como menor de edad. Esto podemos verlo claramente en la palabra griega traducida «niño» en los versículos 1 y 3. En vez de usar la palabra normal para niño (páis), emplea una palabra (népios) que se refiere específicamente a un niño muy pequeño, un infante. Deriva de un verbo griego (nepeléo) que significa «no tener poder». Así, para el apóstol no es simplemente un niño, sino un infante que aún no ha alcanzado el nivel de madurez necesario para ocuparse de sus propios asuntos legales. Otra diferencia está en que el poder de los administradores y gestores que describe es muy superior al de un paidagogós. Los administradores no solo eran responsables de la formación del hijo del amo, sino que, además, se ocupaban de todos los asuntos económicos y administrativos hasta que el hijo tuviera la madurez suficiente como para asumir por sí mismo esos deberes.

¿Cómo debemos entender la analogía del apóstol? En el versículo 3, Pablo afirma: «Así también nosotros, cuando éramos niños estábamos en esclavitud bajo los rudimentos del mundo». Antes de poder proseguir, tenemos que entender primero qué quiere decir cuando habla de «los rudimentos del mundo».

Los expertos debaten sobre qué quiere decir el apóstol exactamente con la expresión «los rudimentos del mundo» (Gálatas 4:3, 9). La palabra griega es stoijéia literalmente significa «elementos». Hay quienes ven en ella una descripción de las sustancias básicas que componen el universo (cf. 2 Pedro 3:10,12), poderes demoníacos que controlan este siglo perverso (Colosenses 2:15) o los principios ru­dimentarios de la vida religiosa, o sea, el abecedario de la religión (Hebreos 5:12). El énfasis que Pablo pone en la condición de la humanidad como «niños» antes de la venida de Cristo (Gálatas 4:1-3) sugiere que aquí tiene en mente los principios rudimentarios de la vida religiosa. Así, dice que el período del Antiguo Testamento, con sus leyes y sus sacrificios, fue meramente un silabario evangélico que esquematizaba lo más básico de la salvación. Por importantes e instructivas que fueran las leyes morales y ceremoniales para Israel, eran solo sombras de lo que había de venir. Dios nunca se propuso que ocuparan el lugar de Cristo. El «nosotros» volvía a referirse a la situación de los judíos en relación con la ley antes de Cristo.

El argumento básico del apóstol parece ser que regular la vida en torno a las reglas de la ley en vez de Cristo es como querer retroceder en el tiempo. Aunque los judíos eran herederos de las promesas de Dios, su vida religiosa era, en cierto sentido general, una etapa de inmadurez espiritual. Abordaban el evangelio solo mediante símbolos: meras sombras de las realidades celestiales que serían manifiestas únicamente en Cristo (Colosenses 2:17; Hebreos 8:5). Que los gálatas se volviesen a una experiencia religiosa basada en la ley una vez que Cristo ya había venido ¡era como que un hijo adulto, en la analogía de Pablo, quisiera volver a ser menor de edad!

De su argumento, ¿qué podemos extraer para nuestra época? En primer lugar, es preciso que nos fijemos en Jesús, no en todos los ritos y los rituales asociados con el judaísmo. Ello no quiere decir que no podamos entresacar perspectivas beneficiosas del estudio del Antiguo Testamento. De hecho, el Antiguo Testamento era la única «Biblia» que tenían los primeros cristianos. Hablo, más bien, de perdernos hasta tal punto en todos los detalles y los matices de los tipos del evangelio prefigurados en el Antiguo Testamento que Jesús parezca únicamente un apéndice y no el antitipo. En segundo lugar, no debiéramos contar con nadie que nos diga qué hemos de hacer o dejar de hacer en nuestro andar cristiano. No hablo de la búsqueda de consejo espiritual ni de la obediencia a las instrucciones divinas consignadas en las Escrituras, sino de no permitir que ningún ser humano controle nuestro comportamiento religioso. Dios quiere que lo sirvamos por propia iniciativa como adultos que mantienen una relación con él, no que nos basemos en instrucciones y reglas que nos impongan otros como si fuésemos niños.

La acción decisiva de Cristo en la historia humana (Gálatas 4:4,5)

La venida de Jesús a nuestro mundo no fue fruto del azar. Pablo dice que llegó en «la plenitud del tiempo» (BLA), en el momento exacto que Dios había preparado. ¿Qué «tiempo» fue ese? Desde una perspectiva histórica, se denominó la pax romana (la paz de Roma), un período de dos siglos de estabilidad y paz relativas en todo el Imperio Romano. La conquista romana del mundo mediterráneo había traído la paz, un idioma común, medios favorables para desplazarse y una cultura común que facilitó la rápida difusión del evangelio. Desde la perspectiva bíblica, también marcó el momento que Dios había señalado para la venida del Mesías prometido según las profecías de Daniel (Daniel 9:24-27).

Por ello, la entrada de Jesús en la historia humana no fue, ni mucho menos, accidental. «Dios envió a su Hijo» (Gálatas 4:4). En otras palabras, el Señor tomó la iniciativa de nuestra salvación. También está implícita en esas palabras la fundamental creencia cristiana en la eterna deidad de Cristo (Juan 1:1-3,18; Colosenses 1:15-17; Filipenses 2:5-9). Dios no envió un mensajero celestial ni un sustituto: vino él mismo. Aunque se trataba del preexistente divino Hijo de Dios, Jesús también había «nacido de mujer» (Gálatas 4:4). Aunque la expresión sí implica el nacimiento virginal, afirma más específicamente su humanidad genuina (cf. Job 14:1; 15:14; Mateo 11:11). Era necesario que Cristo asumiera nuestra humanidad, porque no podíamos salvamos a nosotros mismos. Uniendo su divinidad inmaculada con nuestra naturaleza caída, Cristo cumplía los requisitos legales para ser nuestro sustituto, nuestro Salvador y nuestro Sumo Sacerdote. La expresión «nacido bajo la ley» (Gálatas 4:4, BLA) apunta en dos direcciones. Por una parte, se refiere a la herencia judía de Jesús, pero también incluye el hecho de que llevó nuestra condenación. Nació bajo la ley «para redimir a los que estaban bajo la ley» (versículo 4).

Como aprendimos previamente, la palabra «redimir» significa rescatar. Se refiere al precio que alguien pagaba para comprar la libertad de un rehén o un esclavo. Tal como indica este contexto, la redención implica unos antecedentes negativos: una persona tiene la necesidad de ser liberada. ¿De qué necesitamos ser liberados? El Nuevo Testamento presenta cuatro cosas: 1) liberación del diablo y de sus tretas (Hebreos 2:14, 15); 2) liberación de la muerte (1 Corintios 15:56, 57); 3) liberación del poder del pecado que nos esclaviza por naturaleza (Romanos 6:22); y (4) liberación de la condenación de la ley (Romanos 3:23, 24; Gálatas 3:13; 4:5).

Sin embargo, la compensación o el beneficio definitivos de la vida, la muerte y la resurrección de Cristo no estuvieron únicamente en redimirnos (por maravilloso que sea), sino en que «recibiéramos la adopción de hijos» (Gálatas 4:5). Eso conlleva mucho más que la mera redención, porque en Cristo obtenemos mucho más de lo que perdimos en Adán. El uso que Pablo hace aquí del «nosotros» parece referirse no solo a los cristianos de origen judío, sino también a todos los creyentes gentiles (como implica el «vosotros» del versículo 6). Por lo que Cristo ha hecho, tanto judíos como gentiles tenemos el privilegio de ser hijos de Dios, porque solo en Cristo encuentra cumplimiento definitivo la promesa del Señor a Abraham y sus descendientes.

El privilegio de la adopción (Gálatas 4:6,7)

A menudo denominamos «salvación» a lo que Cristo ha logrado para nosotros. Aunque eso es verdad, no llega a ser penetrante y descriptivo como el uso, exclusivo de Pablo, de la palabra «adopción» (huiothesía en griego). Aunque es el único autor del Nuevo Testamento que emplea la palabra, la adopción era un procedimiento legal perfectamente conocido en el mundo grecorromano. En vida de apóstol, varios emperadores romanos usaron la adopción como medio para elegir a su sucesor cuando no tenían ningún heredero legal. De hecho, durante los primeros dos siglos del Imperio Romano, los únicos emperadores que heredaron el trono por nacimiento fueron Claudio (41-54 d.C.), Tito (79-81 d.C.) y Domiciano (81-96 d.C.).

La adopción era un acuerdo legalmente vinculante que garantizaba varios privilegios: 1) el hijo adoptivo se convertía en el hijo verdadero de su padre adoptivo; 2) el padre acordaba proporcionar todas las necesidades de alimento y vestido; 3) el hijo adoptivo no podía ser repudiado; 4) el hijo adoptivo no podía ser reducido a la esclavitud; 5) jamás se permitía que los padres naturales reclamasen el hijo adoptivo; y 6) la adopción imponía el derecho de herencia. [3] Si se garantizaban tales derechos en la esfera terrenal, ¡intentemos imaginar cuánto mayores son los privilegios que tenemos como hijos adoptivos de Dios!

Ampliando todavía más la imagen, Pablo afirma que la señal de nuestra adopción es la presencia del Espíritu de Jesús en nuestra vida (Gálatas 4:16). Demuestra que somos hijos de Dios porque el Espíritu no es nuestro espíritu, sino el Espíritu de Jesús (Filipenses 1:19; 1 Pedro 1:11), Aquel que es realmente el Hijo de Dios (Gálatas 1:16,17; 2:20). [4] Pero el apóstol no se detiene ahí. Dice que también hay una «prueba» de que somos hijos de Dios. La evidencia que tiene en mente no es ningún tipo de autobombo espiritual, como la capacidad de realizar milagros, hablar en lenguas o tener visiones. No; la prueba es mucho más básica y profunda que todo eso. Está en el derecho que tenemos de llamar a Dios «Abba» (Gálatas 4:6; Romanos 8:15, 16). Los niños judíos usaban «Abba» para dirigirse a su padre, igual que hoy usamos la palabra «papá». Aunque los estudiantes de los días de Jesús usaban ese término para referirse a un maes­tro reverenciado, Cristo es la primera persona que se dirigió a Dios como «Abba» (Marcos 14:36). De hecho, puesto que «Abba» es arameo, no griego, Pablo tiene presente específicamente la costumbre y las propias palabras de Jesús. Dado que nos hemos unido a Cristo, somos hijos de Dios, y también tenemos el privilegio y el derecho de llamarlo «Abba».

¿Por qué volver a la esclavitud? (Gálatas 4:8-11)

En Gálatas 4:8-11 Pablo pide a los gálatas que vivan la vida cristiana como hijos y que no vuelvan a su situación previa de esclavitud. ¿A qué estaban esclavizados los creyentes gentiles de Galacia antes de acudir a Cristo? El apóstol no describe la naturaleza exacta de sus prácticas religiosas anteriores, pero está claro que tiene en mente la adoración de falsos dioses e ídolos, que da como resultado la esclavitud espiritual. Aunque Pablo no sea más específico, es probable que aluda al culto religioso asociado con la devoción al emperador romano. El culto al emperador y su familia como dioses se convirtió en una práctica religiosa popular en todo el Imperio Romano, en especial en Asia Menor y Galacia en los días de Pablo. Las ciudades rivalizaban por el privilegio de dedicar un templo al emperador y esperaban que la gente mostrara su lealtad a Roma participando del culto. De forma similar a las fiestas nacionales de la actualidad, a menudo el calendario de una ciudad giraba en torno a los días dedicados al emperador –por ejemplo, su cumpleaños, ocasiones especiales durante su vida– y a los sacrificios periódicos. Pablo se habría encontrado con todo esto durante los años de su ministerio a lo largo y ancho de Asia Menor. De hecho, los arqueólogos han desenterrado templos e inscripciones relativas al culto imperial en dieciocho de los lugares de Asia Menor mencionados específicamente en el Nuevo Testamento, incluyendo las siete iglesias mencionadas en el Apocalipsis. [5]

¿Qué hacían los gálatas que a Pablo le parecía tan censurable? Muchos han interpretado que su referencia a «los días, los meses, los tiempos y los años» (Gálatas 4:10) no es una mera protesta contra las leyes ceremoniales, sino también contra el sábado. Sin embargo, tal interpretación va más allá de la evidencia. En primer lugar, no tenemos ninguna lista de costumbres judías idéntica a su lista de Gálatas. Y si de verdad quería señalar el sábado y otras prácticas específicas judías, está claro por Colosenses 2:16 que podría fácilmente haberlas identificado por nombre. Pablo, sin embargo, es más ambiguo. Además, si hubiese estado prohibiendo la práctica de las leyes ceremoniales judías, su cen­sura a los creyentes de Galacia habría sido una contradicción directa de la instrucción que da en Romanos 14:5 sobre no condenar a nadie por observarlas o no. Entonces, ¿qué tiene en mente?

El contexto indica que Pablo está trazando un paralelo más general entre las prácticas previas de los gentiles en el paganismo y su disposición a basar su nueva vida cristiana en las obras de la ley. Es probable que la terminología de Pablo apunte al «repleto calendario del culto al gobernante [que] presionaba a los ciudadanos [...] para que observaran los días, los meses, los tiempos y los años que establecía para reconocimiento y celebración especiales». [6] Vista desde esta perspectiva, su lista es mucho más genérica. Meramente intenta «maximizar las similitudes entre las observancias que los gálatas habían dejado atrás y las que adoptan o están contemplando adoptar». [7]

Mantener la debida perspectiva

La preocupación que había en Galacia con la circuncisión era, para Pablo, una clara señal de que la iglesia estaba perdiendo de vista la esencia real del cristianismo. El dicho «las acciones hablan más fuerte que las palabras» se puede aplicar perfectamente en Galacia. La conducta de los creyentes de aquel lugar proclamaba que el cristianismo era, fundamentalmente, algo que tenías que hacer, en vez de ser Alguien a quien necesitabas conocer. Era una senda que llevaba a un sentido defectuoso de orgullo espiritual, o bien al desánimo espiritual y al fracaso definitivo. Los creyentes de origen gentil corrían el peligro de recaer en la esclavitud espiritual por intentar hacerlo todo perfectamente para garantizarse la aprobación del Maestro. Pablo reta a los gálatas a recordar la identidad que tienen en Cristo. Lejos de ser esclavos, son hijos de Dios, con todos los derechos y privilegios que conlleva ser heredero. Su situación era similar a la historia de un recién converso desanimado que acudió a hablar con Watchman Nee, famoso cristiano chino.

«Independientemente de lo mucho que ore, de lo mucho que me esfuerce, parece que, sencillamente, no puedo ser fiel a mi Señor. Creo que estoy perdiendo mi salvación». Nee dijo: «¿Ves este perro que tengo aquí? Es mi perro. Está adiestrado; nunca ensucia; es obediente; para mí, es una pura delicia. Ahí fuera en la cocina tengo un hijo, un bebé. Lo ensucia todo, tira la comida por todas partes, se mancha la ropa, es una calamidad. Pero, ¿quién va a heredar mi reino? No mi perro; mi hijo es mi heredero. Tú eres el heredero de Jesucristo porque murió precisamente por ti». [8]

También nosotros somos herederos de Dios, no por nuestro propio mérito, sino por medio de su gracia. En Cristo tenemos mucho más de lo que jamás tuvimos antes del pecado de Adán. No olvidemos que en Cristo somos hijos de Dios.

 

 

Compilador: Delfino J.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



[1] Timothy George, Galatians [Gálatas], The New American Commentary (Nashville: Broadman and Holman, 1994), tomo 30, p. 276.

[2] Linda L. Belleville, «"Under Law": Structural Analysis and the Pauline Concept of Law in Galatians 3:21-4:11» ["Bajo la ley": Análisis estructural del concepto paulino de ley en Gálatas 3: 21-4: 11, Journal for the Study of the New Testament 26 (1986): p. 62.

[3] D. R. Moore-Crispin, «Galatians 4:1-9: The Use and Abuse of Parallels» [“Gálatas 4:1-9: El uso y el abuso de paralelos”] EQ: The Evangelical Quarterly 60 (1989), p. 216

[4] James D. G. Dunn, The Epistle to the Galatians [La Epístola a los Gälatas], Black's New Testament Commentary (Peabody, Massachusetts: Hendrickson, 1993), p. 220

[5] Hans—Josef Klauck, The Religious Context of Early Christianity [El contexto religioso del cristianismo primitivo] (Minneapolis: Fortress Press, 2003), pp. 319-325

[6] Stephen Mitchel, Anatolia: Land, Men and Gods in Asia Minor [Anatolia: Tierra, hombres y dioses en Asia Menor], (Oxford: Clarendon Press, 1993), p. 10.

[7] Ben Witherington, Grace in Galatia [Gracia en Galacia] (Grand Rapids: Eerdmans, 1998), p. 299

[8] Lou Nichols, Hebrews: Patterns for Living [Hebreos: Pautas para vivir], (Xulon Press, 2004), p. 31.

 
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  Cristo y su Ley

Autor: Keith Burton

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Cristo y su Ley  
  1. Las leyes en los días de Cristo (Levítico 1:1-9; Deuteronomio 17:2-6; Lucas 2:1-5;Hebreos 10:28; Santiago 2:8-12)
2. Cristo y la Ley de Moisés (Éxodo 13:2,12; Deuteronomio 22:23,24; Mateo 17:24-27; Lucas 2:21-24; 41-52; Juan 8:1-11)
3. Cristo y las tradiciones religiosas (Isaías 29:13; Mateo 5:17-20; 23:1-7; 15:1-6; Romanos 10:13)
4. Cristo y la Ley en el Sermón del Monte (Mateo 5:17-37; Lucas 16:16; Romanos 7:24)
5. Cristo y el sábado (Génesis 2:1-3; Isaías 65:17; Mateo 2:23-28; Juan 5:1-9; Hechos 13:14; Hebreos 1:1-3)
6. La muerte de Cristo y la Ley (Hechos 13:38,39; Romanos 4:15; 7:1-13; 8:5-8; Gálatas 3:10)
7. Cristo, el fin de la ley( Romanos 5:12-21; 6:15-23; 7:13-25; 9:30-10:4; Gálatas 3:19-24)
8. La Ley de Dios y la ley de Cristo
9. Cristo, la Ley y el evangelio
10. Cristo, la Ley y los pactos
11. Los apóstoles y la Ley
12. La iglesia de Cristo y la Ley
13. El reino de Cristo y la Ley
 
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