IV Trimestre de 2011
Libro Complementario
Una respuesta apasionada para una iglesia con problemas
Gálatas
Autor: Carl P. Cosaert
Capitulo 4
Nuestra nueva identidad en Cristo
Ya me ha pasado en dos ocasiones, y jamás lo olvidaré. He sido confundido dos veces con otra persona, y no solo por parte de algún desconocido, sino por personas que creía que me conocían. La primera vez fue en Toronto, Canadá, durante un concilio ministerial que precedió a un congreso religioso internacional el año 2000. El salón de actos de la convención en el que tuvo lugar el encuentro principal era enorme y estaba atestado de gente del mundo entero. Después de encontrar un asiento en la parte de atrás, empecé a mirar alrededor por si podía identificar a alguna persona que conociera. Sin embargo, por mucho que me empeñaba, no podía ver a una sola persona que reconociera. La situación me hizo sentirme completamente solo, como una minúscula partícula de arena en una vasta playa junto al mar.
Entonces, justamente cuando acababa la reunión, vi por fin un rostro que reconocía. Era alguien a quien había conocido cuando trabajé como pastor en Minnesota. Sentí que volvía de repente la vida. Pese a lo difícil que resultaba, me abrí camino entre la muchedumbre para saludar a mi amigo. Cuando me vio, se le iluminó el rostro y me dio un fuerte abrazo. De inmediato, nos pusimos al día mutuamente sobre cómo les iba a nuestras esposas y nuestros hijos. Tenía en interior una sensación muy entrañable. Y entonces ocurrió. Me llamó Barry y me preguntó qué tal me fue de pastor en Colorado. Al principio supuse que había entendido mal lo que dijo, así que le pedí que repitiera. Y, en efecto, volvió a llamarme Barry. No podía creerlo. ¡Me tomó por otra persona! Pese a lo mucho que me disgustaba darle la noticia, le dije que yo no era Barry, de Colorado, sino Carl, de Indiana.
Me pasó lo mismo unos tres años después en una reunión al aire libre en Carolina, cuando un antiguo profesor con el que había mantenido contacto a lo largo de los años me confundió por completo con otra persona. Después de que le hice notar su error, tuve la sensación de que ya no estaba, ni mucho menos, tan interesado en nuestra conversación como antes. No tengo que decir que ambas experiencias me dejaron con una sensación de cierta conmoción, como si, de alguna manera, hubiera perdido mi propia identidad.
La identidad es importante. Es lo que nos define en contraposición con un mundo lleno de miles de millones de personas diferentes. Nuestra identidad es la totalidad de todo lo que somos: consiste en todas nuestras experiencias, nuestros sueños, nuestras esperanzas y nuestras aspiraciones. Y pasamos toda nuestra vida construyendo, potenciando, manteniendo y protegiendo nuestra identidad. Precisamente eso dificulta enormemente cualquier trastorno importante en nuestra vida personal. Mudarse a otro lugar, cambiar de trabajo, la pérdida de la memoria o separarse de la familia, los amigos o la patria pueden estar entre los acontecimientos más traumáticos de la vida, porque nos obligan, en distintos grados, a perder lo que somos, así como a reformular quiénes somos.
La cuestión de nuestra identidad y los retos que a menudo se enfrentan a ella son el quid de lo que Pablo describe en Gálatas 2:15- 21. La situación que causa una división entre él y los alborotadores de Galacia no es trivial. No es meramente cuestión de ideas diferentes respecto a cómo una persona debe vestirse, ni siquiera sobre cómo debe comportarse. Ni implica meramente diferencias entre una interpretación más liberal y una más conservadora de las Escrituras hebreas. No, la cuestión de Galacia es mucho más básica y fundamental. En último término es una cuestión de identidad: la identidad de un cristiano. Según lo expresa Tom Wright, «es cuestión de quién eres en el Mesías».
Aunque el argumento básico de conjunto de Pablo en Gálatas 2:15-21 es muy simple, la forma en que desarrolla su argumento es en realidad uno de los pasajes más complejos y teológicamente densos de todas sus Epístolas. Por ello, aunque el pasaje está repleto de una maravillosa capacidad de percepción, también es fácil perderse en los detalles. Por lo tanto, antes de zambullirnos en el pasaje, es importante que echemos anclas para que no perdamos nuestro lugar cuando volvamos a la superficie.
Las anclas que van a evitar que nos perdamos en la compleja exposición de Pablo son la conclusión a su argumento de Gálatas 2:20: «Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí». Aquí el apóstol declara que la vida cristiana, en esencia, tiene que ver con la pérdida de nuestra vieja identidad y con abrazar la nueva identidad que, en Cristo, nos pertenece. O, dicho de otra forma, la vida cristiana no tiene que ver esencialmente con lo que hacemos, sino con quiénes somos en Cristo. Con independencia de lo difíciles o confusos que puedan parecer los comentarios de Pablo en Gálatas 2:15-21, es importante que recordemos que todo lo que dice se propone presentar este argumento principal. Así, con su conclusión como ancla, consideremos el pasaje más de cerca.
Un comienzo más bien extraño
A primera vista, sus palabras parecen bastante extrañas: «Nosotros somos judíos de nacimiento y no "pecadores paganos"» (versículo 15, NVI). ¿Cómo podía Pablo, el gran defensor de la igualdad en Cristo (Gálatas 3:28), decir realmente tal cosa? Tiene un sonsonete que dista de ser típico de él. ¿Cómo puede afirmar, en el versículo 20, que todos tenemos una nueva identidad en Cristo, si parece que declara exactamente lo contrario en el versículo 14? Desde luego, también los judíos son pecadores. De hecho, las palabras del versículo 14 parecen un eco de lo que Pedro o los judíos llegados de Jerusalén habrían dicho: la teología del «nosotros» en contraposición al «ellos» que Pablo acababa de condenar en la conducta de Pedro y Bernabé. ¿Qué podemos sacar de todo ello?
Las palabras de Pablo tienen más sentido si las consideramos en su contexto inmediato. En los versículos anteriores acaba de señalar el error de la conducta de Pedro y Bernabé al tratar a los creyentes gentiles incircuncisos como cristianos de segunda (Gálatas 2:11-13). Acto seguido, en el versículo 14, menciona lo que dijo públicamente a Pedro: «Si tú, que eres judío, vives como si no lo fueras, ¿por qué obligas a los gentiles a practicar el judaísmo?» (NVI). En otras palabras, Pablo acusó al discípulo de ser un hipócrita. Pedro decía una cosa, pero hacía otra. Aunque Pedro decía lo «correcto» (los creyentes gentiles incircuncisos son plenamente cristianos), al distanciarse de ellos reveló por sus acciones que creía que eran creyentes de segunda.
¿Dijo algo Pedro en su propia defensa? ¿Aceptó la reprensión de Pablo? Desgraciadamente, jamás lo sabremos, al menos en esta orilla de la eternidad. Sin embargo, sí parece seguro que la confrontación tuvo muchos más elementos. En mi opinión, es probable que Gálatas 2:15, 16 sea un resumen de lo que el apóstol dijo a Pedro a continuación delante de los creyentes gentiles y judíos en Antioquía.
Vista desde esta perspectiva, la declaración de Pablo en Gálatas 2:15 tiene más sentido. En lugar de considerar que el versículo 14 represente su «propio» punto de vista, es mejor entenderlo como una declaración de un hábil retórico que ha elegido cuidadosamente sus palabras para ganarse a sus adversarios para su propia posición. Pablo procura lograr esto expresando un punto de vista con el que le consta que coincidirán sus compatriotas judíos: la distinción tradicional entre judíos y gentiles, la idea de que los judíos son los elegidos de Dios y los gentiles son pecadores. Hasta cierto punto, es verdad. Dios, en efecto, dio su ley a los judíos, y estos eran el pueblo de su alianza. Pero Pablo no hablaba de eso. Con esas palabras está intentando captar la atención de sus adversarios formulando algo con lo que sabe que coincidirán antes de demostrar la insensatez de la manera que tenían de definir la vida cristiana.
El apóstol está convencido de que el reconocimiento de Jesús como el Mesías prometido lo ha cambiado todo. La distinción entre judío y gentil que defendían Pedro y los judíos de Jerusalén, sencillamente, no era válida. Era un falso evangelio arraigado en la conducta humana, y Pablo lo condenaba como había hecho antes (Gálatas 1:6-11). ¿Cómo podía ser de otra manera cuando, en último término, todo depende de la relación de la persona –sea gentil o judía– con Jesucristo? O, según lo expresa Pablo con sus propias palabras: «Sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo, nosotros también hemos creído en Jesucristo, para ser justificados por la fe de Cristo y no por las obras de la ley, por cuanto por las obras de la ley nadie será justificado» (Gálatas 2:16).
Encontrar sentido en la jerga teológica de Pablo
«Justificación», «obras», «fe»:estas tres palabras que Pablo reitera varias veces en Gálatas 2:16 constituyen algunos de los términos y las expresiones clave que encontró útiles para explicar la buena nueva maravillosa de lo que Dios ha hecho por la raza humana por medio de la vida, la muerte y la resurrección de Jesús. Cualquiera que haya frecuentado una iglesia durante algún tiempo sabe que las palabras siguen siendo populares en la actualidad entre los cristianos. Sin embargo, aunque aparezcan con regularidad en sermones, himnos y cánticos religiosos, algunas se han convertido en poco más que una simple jerga espiritual, algo así como una «jerigonza eclesiástica» con una carga de poco significado real. No obstante, el uso que Pablo hace de esos vocablos nos da ocasión de considerar la rica significación de las palabras y de ver por qué han encontrado tanto eco entre los cristianos a lo largo de los últimos dos mil años.
Justificación
El término «justificación» y todos sus parientes terminológicos diversos (justo, justicia, justificado, recto y rectitud) era una de las palabras recurrentes de Pablo para explicar el evangelio tanto a judíos como a gentiles. De las casi cuarenta veces que aparece el verbo «justificar» (griego dikaio) en el Nuevo Testamento, veintisiete se encuentran en las Cartas de Pablo, lo que representa casi el 70% de su uso total. Además, en lo que puede ser la primera explicación formal escrita del evangelio (suponiendo una fecha temprana para Gálatas), Pablo emplea «justificación» no menos de trece veces en esta Epístola (2:16, 17, 21; 3:6, 8, 11, 21, 24; 5:4, 5), incluyendo cuatro referencias en tan solo dos versículos (Gálatas 2:16, 17). El frecuente uso de «justificación» en una Carta tan corta como Gálatas sugiere que contiene la clave para entender la propia Epístola en su conjunto. Entonces, ¿qué significa ser justificado?
«Justificación» es un término legal, o forense, relacionado con las acciones judiciales realizadas en un tribunal de justicia. Se refiere al dictamen o al veredicto positivos que pronuncia un juez cuando se determina que una persona es inocente de los cargos que habían sido presentados contra ella. Dos pasajes del Antiguo Testamento ilustran la imagen del tribunal de justicia relacionada con tal dictamen. En Deuteronomio 25:1, Dios, por medio de Moisés, dice a los hijos de Israel: «Cuando dos hombres tengan un pleito, se presentarán ante el tribunal y los jueces decidirán el caso, absolviendo al inocente y condenando al culpable» (NVI). Proverbios 17:15 usa una idéntica terminología como parte de una advertencia contra jueces corruptos: «El que justifica al malvado y el que condena al justo, ambos son igualmente abominables para Jehová».
Ambos versículos veterotestamentarios mencionan dos veredictos legales lado a lado. Un veredicto es «justificación» (o absolución) y el otro «condena». El hecho de que los dos dictámenes sean diametralmente opuestos entre sí nos ayuda a entender lo que implica la justificación. Si la justificación es lo contrario de la condena, implica mucho más que el indulto o que el perdón de los pecados. La justificación es la declaración positiva de que una persona es «justa» o «recta». De hecho, aunque las palabras «justo» y «recto» provienen de dos raíces españolas diferentes, en griego derivan en realidad de la misma raíz. Que una persona sea justificada significa no que meramente esté perdonada, sino que sea declarada legalmente y contada como «recta».
La popular serie televisiva CSI: En la escena del crimen ofrece una ilustración más moderna del significado legal asociado con la justificación. Aunque las audiencias de televisión siempre han estado fascinadas por las series y películas de «policías y ladrones», los protagonistas de CSI no son los policías, sino los científicos «forenses», que son capaces de resolver delitos que, si no fuera por ellos, parecerían irresolubles. Un científico forense es alguien que usa la ciencia para analizar y presentar evidencia imparcial descubierta en la escena de un crimen que puede ser usada ante un tribunal de justicia. Así, la ciencia forense capacita a un juez para que emita un veredicto justo en un enjuiciamiento criminal: justificar al inocente y condenar al malhechor.
No deja de tener su interés que la palabra «forense» derive del vocablo latino forensis, que significa «relativo al foro». En los días de Pablo, los funcionarios judiciales presentaban una querella criminal ante los magistrados locales o incluso ante el gobernador en el foro de la ciudad, la plaza pública que estaba en el centro de toda ciudad grecorromana. El acusado y el acusador presentaban alocuciones en las que presentaban sus razones, y la persona con el mejor argumento y la mejor presentación ganaba. El libro de Hechos pone de manifiesto que Pablo estaba familiarizado de primera mano con las connotaciones legales relacionadas con la palabra «justificación». Vez tras vez, los enfurecidos judíos lo llevaron ante las autoridades locales y lo acusaron falsamente de tener intenciones maliciosas (Hechos 16:19-23; 17:12-16), y es posible que haya sido juzgado por el mismísimo emperador Nerón (Hechos 25:1-12).
Sin embargo, cuando Pablo habla de la justificación, no tiene presente ningún tribunal terrenal de justicia. Al contrario, su preocupación se centra en la sala del trono celestial, en la que un Dios santo actúa de juez sobre los habitantes del mundo entero (Romanos 14:10; 2 Corintios 5:10). No obstante, aquí encontramos un problema. ¿Cómo puede un Dios santo, que odia el pecado, «justificar» o declarar, a la vez, seres humanos pecadores como justos? ¿Qué podemos hacer para garantizar que seremos justificados ante Dios y no condenados? Esto nos lleva al segundo concepto clave que Pablo menciona en Gálatas 2:15,16: las obras de la ley.
Las obras de la ley
¿Cómo puede una persona obtener la aprobación de Dios? La lógica sugeriría que la forma de obtener el favor de alguien es hacer algo bueno por esa persona. Tienes que ganártelo. Ocurre continuamente en la sociedad, ya sea que implique relaciones individuales o política. Sin embargo, Pablo se opone a este tipo de razonamiento. Declara: «[Sabemos] que el hombre no es justificado por las obras de la ley» (Gálatas 2:16; ver también Romanos 3:20, 28). El apóstol tiene claro que nunca podremos obtener el favor de Dios por «las obras de la ley», pero, ¿qué quiere decir exactamente?
La mejor manera de considerar lo que quiere decir con la expresión «las obras de la ley» es empezar con una evaluación general de cómo la usa y cómo se compara con expresiones similares que emplea. La expresión «obras de la ley» (en griego, erga nomou) aparece ocho veces en las Epístolas de Pablo (véanse Romanos 3:20, 28; Gálatas 2:16; 3:2, 5, 10), y en cada ocasión tiene una connotación negativa. También usa la palabra «obras» de forma negativa cuando la emplea en relación con la carne (Gálatas 5:19) y las tinieblas (Romanos 13:12; Efesios 5:11; cf. del diablo,
1 Juan 3:8). Para que no lleguemos a la conclusión equivocada de que Pablo está contra las «obras» en general, es importante señalar que el apóstol se refiere a menudo a las «buenas obras» (Romanos 2:6, 7; 13:3; 2 Corintios 9:8; Efesios 2:10; Filipenses 1:6; Colosenses 1:10; 1 Timoteo 5:10; 2 Timoteo 2:21; 3:17; Tito 1:16; 3:1), y siempre de manera positiva. El apóstol habla positivamente también de «la obra de Dios» (Romanos 14:20) y de «la obra de Cristo» (Filipenses 2:30). Por ello, sea cual sea el tema que aborde en ese caso, en sus escritos solo la expresión «obras de la ley» conlleva un significado negativo.
Sorprendentemente, Pablo es el único autor de toda la Biblia que usa la expresión «obras de la ley». La frase no aparece en ningún otro lugar del Nuevo Testamento, del Antiguo Testamento y ni siquiera en la literatura rabínica de los dos primeros siglos de la era cristiana. Durante años, lo que parecía una expresión puramente paulina ha intrigado a los eruditos. La ausencia de cualquier otro uso contemporáneo de la expresión llevó a algunos a la conclusión de que, por «ley», Pablo no se refería a las leyes de Dios en general, sino exclusivamente a las «marcas de identidad» del judaísmo –concretamente, la circuncisión, las normas alimentarias y el sábado–. Otros defendían que era meramente su forma de hablar del legalismo, ya que la lengua hebrea no tenía ninguna palabra específica para tal concepto.
Sin embargo, a finales de la década de 1980 vio la luz, gracias a un rollo hasta entonces inédito procedente del Mar Muerto, una nueva perspectiva de lo que Pablo quería decir con la expresión «obras de la ley». Los rollos del Mar Muerto son una colección de documentos descubiertos en 1947 que contiene los escritos de una secta judía conservadora conocida con el nombre de esenios, la cual floreció en Israel durante los días de Jesús y de Pablo. Los rollos son de gran valor, porque nos proporcionan las copias más antiguas de las Escrituras hebreas que han llegado hasta nuestros días, además de valiosas perspectivas en cuanto a las creencias de un grupo de judíos que vivían en los días de Jesús.
Aunque se escribió en hebreo, uno de los rollos contiene la expresión exacta que Pablo usa en sus Cartas. El título del rollo es Miqsat ma'ase ha-torah (al que se suele aludir como MMT), que pude traducirse como «Obras de la ley importantes». El rollo trata sobre varios asuntos basados en diversas leyes de la Biblia y se ocupa, en particular, de cómo evitar que las cosas santas se vuelvan impuras, incluyendo varios requerimientos que advierten contra el contacto con los gentiles. Y, al final del rollo, el autor dice con confianza a sus lectores que si obedecen estas «obras de la ley», «seréis considerados justos» ante Dios. Parece reflejar el tipo exacto de mentalidad contra el que luchó Pablo en Gálatas: la creencia en que mediante la obediencia de la ley de Dios una persona puede ganarse el favor divino.
Así, su uso de la expresión «obras de la ley» parece ser similar a lo que encontramos en los rollos del Mar Muerto. No se refiere exclusivamente a ninguna ley en particular, ni socava la importancia de las buenas obras realizadas por amor de Dios y de los demás. Con «obras de la ley» Pablo alude a cualquier acto de obediencia a la ley de Dios realizado buscando ganarnos el favor de Dios. Al legalismo. A diferencia del autor de MMT, el apóstol declara que todo empeño por ganarnos el favor de Dios por nuestra buena conducta está condenado al fracaso.
¿Qué hay de malo en la obediencia? Aunque Pablo no lo explica con detalle aquí, el problema no es que la obediencia sea mala, ni que la ley de Dios sea de alguna manera insuficiente. La dificultad radica, más bien, en nosotros. El pecado nos ha corrompido. Como dice Pablo en otro lugar, «todos pecaron [en el pasado] y están destituidos de la gloria de Dios [en el presente]» (Romanos 3:23). Somos como un violín roto. Aunque aún pudiera emitir algunos sonidos, un violín roto nunca podrá producir toda la gama de sonidos melodiosos para cuya emisión fue creado en su origen. La raza humana también está rota. Por ello, independientemente de lo mucho que nos esforcemos por cumplir la ley de Dios, nuestra conducta nunca alcanzará el nivel de perfección necesario para que Dios declare que somos verdaderamente «justos» o «rectos». Tal veredicto es imposible, dado que su ley requiere fidelidad absoluta en pensamiento y acción -no simplemente parte del tiempo, sino desde nuestro primer aliento hasta el último, y no solo para algunos de sus mandamientos, sino para todos-.
Visto desde esta perspectiva, el problema humano no es una cuestión superficial que requiera únicamente algunas modificaciones externas aquí y allá. Al contrario, se trata de algo que es el quid de quiénes somos, de nuestra identidad; porque, sin importar lo que hagamos, seguimos teniendo el historial de una vida contaminada que nos identifica como pecadores.
Si nuestra buena conducta o nuestras obras no son suficientes para ganarnos el favor de Dios, ¿qué esperanza tenemos? Esto nos lleva a la palabra clave final que usa Pablo en Gálatas 2:16:1a fe.
Fe en la fidelidad de Cristo
La clave para contar con el favor de Dios tanto ahora como en el juicio final no es nuestra obediencia, sino la fe. Pero no cualquier fe. Para Pablo la fe no es simplemente un concepto abstracto: está inseparablemente unida a Jesús. De hecho, la expresión griega traducida dos veces como «fe en Jesucristo» en Gálatas 2:16 (NVI) es mucho más rica de lo que en realidad puede abarcar cualquier traducción (véanse también Romanos 3:22, 26; Gálatas 3:22; Efesios 3:12; Filipenses 3:9). En griego, la expresión significa, literalmente, «la fe de Jesús» o «la fidelidad de Jesús». Revela el intenso contraste que el apóstol presenta entre las obras de la ley y la obra de Cristo realizada a favor nuestro. Para Pablo, el énfasis no está en nuestra fe en Jesús, sino en la fidelidad de Jesús. Así que la cuestión no está en la contraposición entre nuestras obras y nuestra fe: ello casi haría de nuestra fe algo meritorio, y no es así. Antes bien, la fe es únicamente el conducto a través del cual nos aferramos a Cristo. Somos justificados no por nuestra fe, sino por la fidelidad de Cristo.
Jesús hizo lo que Israel como nación y todo israelita individual no lograron hacer: fue fiel a Dios en cada momento de su vida. Aunque fue tentando «en todo según nuestra semejanza» (Hebreos 4:15), Jesús nunca vaciló ni cedió al pecado. Vivió la vida perfecta que requería la ley de Dios y, como segundo Adán, reescribió la historia de la raza humana (Romanos 5:18, 19). Nos ofrece hoy esa historia nueva: una nueva identidad, marcada no por el pecado, el fracaso y la derrota, sino por la pureza, la justicia y la victoria.
Nuestra única esperanza reside en la fidelidad de Cristo. Pablo nos pide que, en lugar de confiar en nuestra defectuosa conducta para ganarnos de algún modo el favor de Dios, pongamos nuestra fe, toda nuestra confianza, en la fidelidad de Cristo. Los pecadores podemos ser justificados ante la vista de Dios únicamente mediante la obra de Dios en Cristo. Un autor lo expresa así: «Creemos en Cristo no para poder ser justificados por esa creencia, sino para poder ser justificados por su fe/fidelidad a Dios». Una antigua traducción siríaca del siglo V denominada Peshitta transmite muy bien el significado original de Pablo. Afirma: «Porque sabed que un hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesús el Mesías, y creemos en él, en Jesús el Mesías, para que, por su fe, la del Mesías, podamos ser justificados, y no por las obras de la ley».
La fe o la creencia en Cristo que Pablo nos pide que expresemos no es un tipo de sensación o de actitud que un día decidimos tener solo porque Dios lo requiere. Al contrario, la genuina fe bíblica es siempre una respuesta a Dios. Se origina en un corazón tocado por un sentido de gratitud y de amor por la bondad divina. Por eso, cuando la Biblia habla de la fe de alguien, esa fe es siempre una respuesta a alguna iniciativa que Dios ha tomado. En el caso de Abraham, por ejemplo, fe es su respuesta a las estupendas promesas que Dios le hace (Génesis 12:1-4). Sin embargo, en el Nuevo Testamento, la fe verdadera, genuina y salvadora está arraigada, en último término, en nuestra comprensión personal de que, en la vida, la muerte y la resurrección de Cristo, Dios nos ofrece una nueva identidad: la misma identidad de su Hijo.
Los ingredientes de la fe genuina
A muchos les gusta definir la fe como una creencia. Sin embargo, tal definición resulta problemática, dado que en griego la palabra «fe» es simplemente la forma sustantiva del verbo «creer». Usar una forma para definir la otra es básicamente como decir que fe es tener fe; eso no nos ayuda.
Un análisis meticuloso de las Escrituras revela que la fe comprende dos componentes clave. En primer lugar, conlleva no solo el conocimiento de Dios, sino un asentimiento o una aceptación mentales de ese conocimiento. Esa es una razón por la cual tener una imagen de conjunto precisa de Dios es tan importante. En realidad, las ideas distorsionadas sobre su carácter dificultan que la gente tenga fe. Sin embargo, un asentimiento intelectual del evangelio no basta, porque «también los demonios creen, y tiemblan» en ese sentido.
La auténtica fe también afecta a la manera en que vive una persona. En Romanos 1:5 Pablo habla de «la obediencia de la fe». El apóstol no quiere decir que la obediencia sea lo mismo que la fe. Antes bien, la auténtica fe conforma la vida entera de una persona, no solo la mente. Implica confianza y compromiso, no simplemente a una lista de reglas, sino ante nuestro Señor y Salvador, Jesucristo.
Una de las principales acusaciones contra Pablo era que su evangelio de la justificación por la fe alentaba a la gente a pecar (véase Romanos 3:8; 6:1). Sin duda, sus adversarios razonaban que si la gente no tenía que guardar la ley para ser aceptada por Dios, ¿por qué iban las personas tan siquiera a preocuparse de cómo vivir?
Pablo encuentra tal razonamiento sencillamente ridículo. Aceptar a Cristo por fe no es algo trivial, ni es un juego de ensueño celestial mediante el cual Dios simplemente considera que una persona, aunque no tenga ningún cambio real en su manera de vivir, es religiosa. Al contrario, aceptar a Cristo por fe es sumamente radical. Representa una completa unión con Cristo: unión tanto en su muerte como en su resurrección. En términos espirituales, el apóstol dice que estamos crucificados con Cristo. En consecuencia, se han acabado nuestros antiguos caminos pecaminosos, arraigados en el egoísmo (Romanos 6:5-14). Hemos efectuado una ruptura radical con el pasado. Todas las cosas son nuevas (2 Corintios 5:17). También hemos resucitado a una vida nueva en Cristo. El Cristo resucitado vive dentro de nosotros día a día, haciéndonos cada vez más semejantes a él. Aunque muchos, de forma equivocada, han enfrentado a menudo a Pablo y a Santiago entre sí, analizados en su contexto ambos coinciden en que la fe sin obras está muerta (cf. Santiago 2:26; 1:22; Romanos 2:13).
Por lo tanto, la fe en Cristo no es pretexto para el pecado, sino un llamamiento a una relación con Cristo mucho más profunda y rica de la que jamás podría encontrarse en una religión basada exclusivamente en la ley.
Nuestra identidad desde la perspectiva de Dios
A muchos les encantan los espejos, y parece que no pueden vivir sin tener uno cerca. Aunque los espejos, ciertamente, pueden ser útiles, no siempre son tan maravillosos. En vez de darnos una imagen clara de nosotros mismos, en realidad presentan, hasta cierto punto, una imagen distorsionada de la realidad. A poco que lo pienses, si te fijas, lo único que de verdad logran los espejos es hacernos pensar en nosotros mismos y señalarnos todas nuestras imperfecciones. Siempre que miramos en un espejo, encontramos algo que tenemos que arreglar. ¿Recuerdas alguna ocasión en que incluso la mirada más fugaz en un espejo no exigiera algún tipo de acción encaminada a enderezar o ajustar algo? En realidad, los espejos traen a nuestra memoria todos los sentidos en que no damos la talla.
En términos espirituales, los espejos pueden ser peligrosos si lo único que hacen es enseñarnos a mirarnos a nosotros mismos teniendo en cuenta nuestra propia identidad. En vez de quedarnos con la mirada clavada en nuestra propia imagen en el espejo y contemplar todos nuestros defectos y nuestros fracasos, Dios nos llama a que nos miremos a nosotros mismos y a nuestros hermanos en Cristo desde su perspectiva. Cuando él nos mira, no ve todas las imperfecciones que con tanta facilidad detectamos en los demás y en nosotros mismos. En vez de ellas, ve la vida inmaculada de su Hijo, porque lo que vale para Cristo vale para todos aquellos que ponen su fe en su fidelidad.
Compilado por Delfino J.