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II Trimestre de 2011

Libro Complementario

Vestiduras de gracia

De hojas de higuera a manto de justicia

Autor: Tim Crosby

 

                                                    Capítulo Once

 

        Amigos en posiciones encumbradas

 

Dirijamos nuestra atención al famoso compositor Johann Sebastian Bach.

«Algo de lo que no estoy del todo seguro es si los ángeles tocan música de Bach al alabar a Dios». Karl Barth

«Bach es único, al igual que Dios lo es». Héctor Berliotz

«Bach representa la música más excelsa y la más pura que jamás se haya escuchado». Pablo Casáis

«Bach se asemeja a un astrónomo que con la ayuda de una clave en­cuentra las estrellas más resplandecientes». Frederic Chopin

«La más elevada música cristiana de todo el mundo [...]. Si la vida me hubiera arrebatado la fe y la esperanza, esta sencilla pieza me la ha­bría devuelto». Félix Mendelssohn

«Bach representa el principio y el fin de toda música». Max Reger

«La música moderna se lo debe todo a Bach». Nikolai Rimsky-Korsakov

 

Alguien le preguntó al biólogo y filósofo Lewis Thomas cuál sería la obra que recomendaría lanzar al espacio, con la idea de que algún día fuera descubierta por alguna civilización galáctica. Thomas sugirió que se podría realizar una transmisión ininterrumpida de las obras de Bach, «aunque eso sería presumir un poco», añadió.

Pero podríamos hacer algo mejor, como diría el mismo Bach, quien era un cristiano practicante. Si Bach es el más destacado músico de to­dos los tiempos, ¿quién será el mejor abogado, el más importante me­diador, el mejor intercesor de todas las edades?

Bien, la respuesta es tan complicada que tendríamos que hacer una investigación especial. Para empezar, vayamos a la época de la revo­lución estadounidense. Michael Whitman era el propietario de un ho­tel en el poblado de Efrata, Pensilvania. Whitman estaba totalmente opuesto a las ideas revolucionarias. También era miembro de la junta directiva de la Iglesia Reformada de la localidad.

Como a un kilómetro de distancia del hotel de Whitman, vivía Peter Miller. Este último había abandonado la Iglesia Reformada para con­vertirse en el dirigente del Cloister de Efrata, un grupo de bautistas del séptimo día de origen alemán que practicaban el celibato y obser­vaban el sábado. Miller hablaba varios idiomas. En una oportunidad, Benjamín Franklin le solicitó a nombre del Congreso Continental que tradujera la Declaración de Independencia a varios idiomas con el fin de enviarla a diversos países.

Michael Whitman odiaba a Peter Miller, y un día se encontraron en la calle. Whitman se le acercó y lo escupió en la cara. Miller no le hizo caso y siguió su camino, pero el hotelero continuaba hostigándolo y humillándolo.

Una noche de invierno, dos hombres se detuvieron en la posada de Whitman para comer y hospedarse. Aunque Whitman no lo sabía, eran agentes encubiertos. Cuando el parlanchín Whitman comenzó a denostar la causa de la revolución, los agentes trataron de arrestarlo. Whitman escapó, pero fue apresado más tarde y llevado a Filadelfia donde sería juzgado.

Poco después, Miller se enteró que Whitman había sido condena­do a la horca. ¿Cómo se habría sentido usted si hubiera sido Miller? Les diré cómo se sintió Miller. Pensó que había algo bueno en Michael Whitman. Así que se dirigió a pie por caminos llenos de nieve a entrevistarse con el general George Washington, quien se encontraba a una respetable distancia en el poblado de Valley Forge. Allí intercedió por la vida de Whitman, pero fue en vano. Washington le contestó:

—No Peter, no puedo perdonar a su amigo. Deseo dar un escarmiento con él.

—El no es mi amigo—dijo Miller—. Michael Whitman es mi peor enemigo. Él me provoca incesantemente, pero mi Señor me ha ordena­do que bendiga a quienes me maldicen y me persiguen. Washington quedó impresionado.

—¿Está usted diciendo que ha caminado más de cien kilómetros a través de caminos llenos de nieve para rogar por la vida de su peor ene­migo? Bueno, eso pone las cosas en una perspectiva diferente. Le voy a conceder su pedido. Pero usted tendrá que llevar la carta de perdón personalmente.

Washington firmó la nota de perdón y se la entregó a Miller, que de inmediato se puso en camino a West Chester, a unos veinticinco kilómetros de distancia de Valley Forge, donde se llevaría a cabo la ejecución aquella misma tarde. Miller llegó justo en el momento en que Whitman era conducido al cadalso. Al verlo, Whitman exclamó burlonamente:

—¡Miren! Ahí viene ese vejete de Miller, ha caminado a través de la nieve desde Efrata para darse el gusto de verme colgar en la horca.

Apenas hubo terminado de pronunciar esas palabras, Miller les gri­tó a los verdugos:

—¡Alto! ¡Traigo aquí una orden de perdón!

Whitman salvó su vida y cuenta la historia que Peter Miller lo llevó de vuelta a Efrata, ya no como su enemigo, sino como su amigo.

Ahora bien, ¿qué fue lo que llevó a Peter Miller a actuar como un real intercesor? ¿Su elocuencia? No. ¿Su amistad con Washington? En realidad, no. ¿Su amistad con Michael Whitman? Tampoco. Fue gracias al sacrificio del Señor. Fue motivado por el precio que Jesús pagó.

Existen muchos intercesores que acuden a los legisladores para hablar a favor de determinadas industrias o empresas. Los llamamos «cabilde­ros». No es que disfruten de una reputación muy buena, ya que se les paga por lo que hacen. En realidad, ellos no realizan ningún sacrificio.

En el mismo barco en el que John Wesley viajaba a América, venía un joven suizo originario de Zurich. El padre y la madre del chico murieron durante el viaje y fueron lanzados al mar. Al desembarcar, el joven se encontró totalmente solo en una tierra extraña. Su nombre era Abraham Bininger. Un día, ya siendo hombre, luego de escuchar hablar de la gran miseria y degradación existente en la isla de Saint Thomas, pidió ser enviado a aquel lugar para contarles a los esclavos allí residentes la historia de la cruz.

Al llegar a la isla se enteró que era ilegal predicar a los esclavos a menos que fuera un esclavo quien lo hiciera. La política de los hacenda­dos era mantener a los esclavos en una total ignorancia y superstición. Abraham oró y meditó al respecto.

Pronto, el gobernador de Saint Thomas recibió una misiva de parte de Abraham. En la misma, el autor solicitaba encarecidamente que se le permitiera convertirse en un esclavo por el resto de su vida, prometiendo servir con fidelidad en esa condición siempre y cuando se le permitiera en su tiempo libre predicarles a sus consiervos en la esclavitud.

El gobernador remitió la solicitud al rey de Dinamarca. Este últi­mo se sintió tan conmovido, que redactó un decreto que le permitía a Abraham Bininger predicar el evangelio en cualquier lugar y a cualquier persona, fuera negra, blanca, libre o esclava.

¿Qué le permitió a Bininger convertirse en un abogado tan efectivo a favor de los esclavos? Fue el sacrificio de Jesús.

Cari Wilkins y Eric Guttschuss laboraban para la Agencia Adven­tista de Desarrollo y Recursos Asistenciales (ADRA), una organización de ayuda para los necesitados.

Un día, ambos obreros viajaban a través de las verdes colinas de Ruanda, un país que hacía poco se bañaba en la sangre de los hutus, a quienes los tutsis trataban de eliminar. Cari y Eric se dirigían a un orfanatorio ubicado en un pueblo cercano, cuando vieron a una dama que les pidió que la llevaran.

Mientras que Cari y Eric lidiaban con la carretera llena de hoyos, notaron que la señora tenía una profunda cicatriz en la frente y otra en la parte de atrás de su cabeza. Cari le preguntó la causa de aquellas heridas. Ella contestó apesadumbrada.

Cari y Eric escucharon boquiabiertos el impresionante testimonio. Durante el reciente baño de sangre, cuando congregaciones enteras fueron masacradas, un hombre la atacó. Este hombre mató a su esposo, un pastor, y la creyó muerta después de herirla con un machete en la cara y la cabeza. Después que los atacantes se marcharon, el hijo de ella salió de su escondite y la rescató, salvándole la vida.

Con mucha emoción continuó su relato. «Yo reconocí al hombre que mató a mi esposo y me hirió». Él había sido miembro de una de las congregaciones que mi esposo dirigía. Desde luego, él no sabía que yo había sobrevivido».

Meses después, aquella mujer se dirigió a un mercado al aire libre. Allí se encontró de frente con el atacante que le había causado tanto da­ño. Ambos se quedaron paralizados, mirándose fijamente. El hombre se espantó al ver aquellas horribles cicatrices. Él estaba seguro que había eliminado a su víctima. Después comenzó a temblar. Los demás se die­ron cuenta y se arremolinaron esperando ver el desenlace de aquel encuentro, mientras el criminal sudaba copiosamente. «¿Qué le sucede a este hombre? ¿Por qué actúa así?», comenzaron a preguntarse todos.

Dándose vuelta, la viuda de aquel pastor dijo calmadamente a los que se agolpaban alrededor: «Este hombre me vio en el hospital mien­tras yo estaba grave, y no pensó que sobreviviría. Por eso hoy se ha asustado tanto al verme».

Luego se acercó al hombre, llamándolo por su nombre, y le dijo: «Acompáñeme».

Lo llevó a su casa y le dio una camisa limpia de las de su hijo. Después pronunció unas palabras que deben haber sido las más difíci­les que jamás dijera: «No sé qué haya usted hecho, o quién más pueda acusarlo, pero en lo que respecta a mí, yo lo perdono».

Después de eso, ella no supo más nada de él. Ella se sostiene en la actualidad mediante la venta de casa en casa de libros que cuentan las buenas nuevas del amor y el perdón divino.

Eric Guttschuss publicó este relato en la Revista Adventista en enero de 1998. El autor concluye la historia diciendo: «A medida que nos acer­cábamos a la casa de aquella mujer, en un poblado vecino, me di cuenta que mis valores habían cambiado. La experiencia de aquella mujer y de su perdón extremo me acompañará por el resto de mi vida. Cuando cierro los ojos todavía veo sus cicatrices».

Solo Dios conoce el nombre de ella. Ella no tiene idea de todo el bien que ha hecho al perdonar a su agresor. Su sacrificio hace que res­plandezcamos llenos de misericordia. La pequeña moneda entregada por una viuda a quien Jesús felicitó, ha resultado en un niágara de ri­quezas que fluyen para apoyar al evangelio. De igual forma el anterior relato podría proveer una esperanza de sanidad a los corazones que han sido marcados por el veneno de la amargura y el resentimiento.

Sin embargo, el sacrificio de Bininger, así como el de Peter Miller y el de la viuda de Ruanda, no se comparan con el sacrificio de Jesucristo.

Jesús lo dio todo y obtuvo aún más. Él dejó a un lado la corona y la gloria, y descendió muy bajo, a la oscuridad y el lodo de la deprava­ción humana. Allí se humilló, sufriendo la muerte de cruz. Él conoció el pecado por nosotros. Pagó el precio por nuestros pecados y murió la muerte que merecemos para que tengamos la vida que él merece.

Cuando los seres humanos incurren en alguna deuda que no pue­den pagar, nuestro Creador asume la responsabilidad por nosotros y la salda. El concepto tradicional que se utiliza para definir este acto es expiación vicaria sustitutiva. En la actualidad dicho concepto ha sido cuestionado, incluso entre los adventistas.

Después de todo, parece injusto castigar a alguien por los crímenes ajenos. ¿En qué sentido la mediación o intercesión de Jesús adquiere un sentido de corrección? Si Dios es todo amor, ¿por qué Jesús tuvo que interceder ante él para que nos perdonara?

¿Acaso es Dios tan complicado?

Hace muchos años iba en un autobús escolar cuando un maestro me acusó de haber lanzado un escupitajo, y me cambiaron de asiento. Eso me indignó. ¡Fue muy injusto! ¿Tener que pagar por la culpa de otro? En aquel tiempo era un adolescente y no estaba de acuerdo con la idea de ofrecerme como una víctima voluntaria. Además, yo no tenía nin­guna relación con el culpable como para salvarle el pellejo, y apenas me sentía culpable de otras acciones.

Jesús, sin embargo, no fue escogido al azar como otro ser creado. Él es el Creador y tiene el mismo parentesco con nosotros que un padre posee con su hijo. Los padres generalmente se ofrecen para pagar las deudas de sus hijos. Todo el que ha visto uno de esos programas de tri­bunales televisivos, sabe que cuando algún menor de edad comete una fechoría, como dañar un automóvil, los padres responden. ¿Por qué? Lo hacen principalmente porque los chicos no poseen recursos para cubrir la deuda. Por lo tanto, el sacrificio vicario tiene sentido, incluso desde el punto de vista de la jurisprudencia contemporánea.

Si un chico rompe un jarrón en una tienda y el padre dice: «Cárguenlo a mi cuenta», ningún dueño de tienda va a decir: «Oh no, ¡eso es injusto y no procede! El que lo rompió es quien debe pagar­lo». Pero el joven no tiene recursos para hacerlo, así que debe hacerlo por él. El concepto del sacrificio vicario que de nuestra cultura.

Existe otra forma de considerar el tema. En 2 Corintios 5:14 se nos dice que uno murió por todos, y que por lo tanto, todos han muerto. Supongamos que dentro de un libro hay una tarjeta. Por consiguiente, todo lo que le suceda al libro le sucederá a la tarjeta. Si el libro es lanza­do al fuego o al agua, la tarjeta lo acompañará.

Ahora bien, una expresión común de Pablo es «en Cristo». ¿Qué significado tiene? Significa que una vez que nos integramos a Cristo, todo lo que le suceda a él nos sucederá a nosotros. Cuando él murió, nosotros también morimos. Cuando él resucitó, nosotros lo hicimos con él.

Ahora que está en el cielo sentado a la diestra de Dios, nosotros también estamos sentados en los lugares celestiales con él (Efesios 2:6). Estas son muy buenas nuevas, pero también son motivo de per­plejidad.

¿Por qué Jesús tiene que interceder por nosotros ante Dios? ¿Es que Dios no nos ama? ¿Es Dios tan intransigente que debe ser forzado por Jesús para que sienta compasión y misericordia?

En la actualidad se suele decir que Dios no necesita que nadie lo convenza para que actúe en forma bondadosa hacia nosotros. Esto es verdad en el sentido de que es Dios quien originalmente propone el plan de salvación y envía a Jesús a morir. Es obvio que él siente com­pasión por los seres humanos caídos. Pero, ¿se ha fijado que cada vez que el Dios del Antiguo Testamento, que es también el Dios del Nuevo Testamento, discute con alguien respecto al tema de la raza caída, concluye proponiendo que impere la justicia, mientras que el interlocutor humano se inclina del lado de la misericordia?

Medite en lo anterior. En Génesis 18 Abraham le implora a Dios que perdone a la ciudad de Sodoma si en ella encuentra diez personas jus­tas. En Job 42:7-10, Dios se incomoda con Elifaz y sus dos amigos que no se han expresado correctamente de él, pero acepta el sacrificio de ellos después de la intercesión de Job.

Cuando Dios y Moisés dialogan, el primero desea destruir a sus in­fieles seguidores, pero Moisés le suplica que los perdone y Dios final­mente cede (Números 14:19, 20). Más adelante, Moisés logra que Aarón sea perdonado (Deuteronomio 9:20).

Ezequías obtiene la salud y el perdón para su pueblo en 2 Crónicas 3:18-20. Dios amenaza con llevar enjambres de langostas a Israel en Amos 7:1-3, pero el profeta clama pidiendo perdón, diciendo que Jacob es demasiado débil para sobrevivir. Entonces Dios cambia de parecer diciendo que tal cosa no sucederá.

Todos estos intercesores obtuvieron misericordia a favor de otros al oponerse a la justicia divina.

Si Dios es tan bondadoso y amante, ¿por qué parece inclinarse tanto hacia el castigo? Ojalá pudiéramos decir que Dios tan solo amaga, pero hay casos como el de Sodoma, el diluvio universal o el fuego destructor del fin de los tiempos en los que el argumento a favor de la misericordia fracasa y Dios aparece implementando un castigo real. Jesús no solo desempeña el papel de un intercesor, sino que refrena la mano venga­dora de Dios.

Ahora bien, esto parece difícil de digerir, ¿no es así? De igual mane­ra, representa un elemento problemático para algunos. ¿No dijo Jesús que él y el Padre eran uno? ¿Acaso mentía él? ¿Es la Deidad una enti­dad esquizofrénica?

Algunas cosas se entienden mejor mediante una analogía o com­paración. En Estados Unidos hay un sistema judicial en el que al­gunos miembros del tribunal solicitan castigos, mientras que otros recomiendan misericordia. El tribunal posee un fiscal, y al mismo tiempo asigna o acepta un defensor para el acusado o acusada. Ellos argumentan entre sí, aunque su salario proviene de la misma fuente. ¿Es esquizofrénico el tribunal? ¿Es esta una debilidad del sistema? ¡No! Esa es precisamente su fortaleza. Todo es parte de un sistema judicial eficiente.

Veamos qué sucede de vez en cuando en una familia funcional y bien equilibrada. Uno de los hijos viola alguna norma. El padre se incomoda y se pasea de un lugar a otro diciendo: «¡Este chico merece ser castigado!». ¿Qué dice la madre? «Querido, ¡por favor no seas demasiado estricto con él!». En otras ocasiones puede ser al revés. ¿Cuál de los dos está en lo correcto? ¿Cuál de los dos ama más a su hijo o hija?

Bien, algo parecido sucede con los miembros de la Deidad. Hay una parte de Dios que exige justicia, mientras que otra parte ama la misericordia. Mientras que los pecadores claman pidiendo misericordia, otros exigen justicia. Como se puede ver, este es un elemento clave: hay criaturas en el universo que no han pecado, mientras que nosotros los pecadores nos inclinamos del lado de la misericordia. Sin embargo, los seres sin pe cado, como en el caso de los ángeles, se inclinan hacia el lado de la justicia. Dios no solo debe pensar en nuestro bienestar, sino también en los derechos y sentimientos de todas las criaturas no caídas que tendrían mo­tivos para preguntarse por qué Dios nos ha soportado por tanto tiempo.

Analicemos el problema desde el punto de vista de ellos, algo que normalmente no hacemos. Ponernos en su lugar implica realizar un experimento un poco difícil. Voy a emplear una ilustración algo vivida, que quizá sea un tanto impresionante.

Supongamos que el mejor amigo suyo tiene una bella hija. Un día la chica es secuestrada, violada y asesinada a puñaladas. El asesino es cap­turado y llevado a juicio. Se descubre que él ha cometido el mismo crimen anteriormente. Usted está sentado o sentada en la sala del tribunal, escuchando con gran enojo cómo el abogado del acusado lo defiende, diciendo que su cliente ha tenido una niñez repleta de problemas y que por lo tanto debe ser puesto en libertad. Usted apenas se puede controlar mientras el juez se vuelve hacia el acusado, preguntando:

—¿Lamenta usted lo que hizo?

—Sí, señoría.

—¿Promete no volver a hacerlo? —Sí, señoría.

—Muy bien —afirma el juez—. Lo voy a poner en libertad, puede marcharse.

¿Consideraría ese maravilloso ejemplo de misericordia como un te­rrible error de la justicia? ¿Esperaría usted que el juez dejara en libertad al asesino, o que lo encarcelara y luego echara la llave al río?

¿Por qué es usted tan intransigente?

¿Lo entiende mejor ahora? Aunque el amigo que ha perdido a una hija estuviera dispuesto a perdonar al asesino, el sistema judicial aún tendría la obligación de castigarlo. Dios prohíbe que los cristianos se venguen de quienes les han hecho daño, diciendo que dejen ese acto en las manos de Él (Romanos 12:19). «No asuman el papel que le corresponde a la justicia», es una norma de toda sociedad civilizada. Pero esta norma funciona únicamente en los lugares donde los tribunales respaldan a las víctimas. Si no hay un castigo legal, una venganza judicial, entonces el estado de derecho se desmorona y cada uno tendrá que defenderse por sí mismo.

El Juez del universo tiene que ser equilibrado en sus juicios. Cuando el castiga al culpable debe hacerlo sin malicia, más bien motivado por el amor a la justicia. La maldad debe ser castigada. Alguien debe respon­der por los delitos cometidos. Dios no puede, como el juez injusto de la parábola, pasar por alto la maldad cometida.

Aunque Dios favorece la justicia, una parte de él desea ejercer misericordia. Hace mucho tiempo Dios asumió la tarea de reconciliar la justicia y la misericordia al concentrar en su persona el castigo por la violación de la ley. Él envió a su amado Hijo a morir. Lo hizo porque, oh maravilla de maravillas, ¡él ama a los pecadores tanto como ama a su Hijo!

Jesús les dijo a sus discípulos que Dios los amaba: «Hasta ahora na­da habéis pedido en mi nombre; pedid, y recibiréis, para que vuestro gozo sea completo. Estas cosas os he hablado en alegorías; la hora viene cuando ya no os hablaré en alegorías, sino que claramente os anunciaré acerca del Padre. En aquel día pediréis en mi nombre, y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre mismo os ama, porque vosotros me habéis amado y habéis creído que yo salí de Dios» (Juan 16:24-27). Jesús habló con los discípulos después de la última cena y poco antes de su crucifixión. Intercedió por ellos en muchas ocasiones en jornadas de oración de toda una noche. Recordemos lo que le dijo a Pedro: «Pero yo he rogado por ti, para que tu fe no falte» (Lucas 22:32). Incluso estuvo dispuesto a interceder por ellos nuevamente poco des­pués: «Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que me diste, porque tuyos son» (Juan 17:9).

El Maestro no dice que no orará al Padre nuevamente a favor de ellos. Tampoco está diciendo que de allí en adelante ellos tendrán que acudir directamente al Padre, pues unos minutos antes había dicho: «Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí» (Juan 14:6). De hecho, él les recuerda una y otra vez que cuando le pidan un favor a Dios, deben hacerlo en su nombre, y no en el de ellos (Juan 16:23, 24, 26). Así que cuando Jesús afirma que el mismo Padre los ama, los está preparando para las pruebas que se avecinan. Jesús les está asegurando que Dios estará del lado de ellos aun cuando él se ausente. Ciertamente, durante el tiempo que él permanezca en la tumba ellos estarán sin un intercesor, pero estarán a salvo porque el Padre los ama. Jesús los ha recomendado muy bien.

Esto es exactamente lo que Jesús ha hecho con todo aquel que lo ha aceptado como su salvador. Él nos recomienda. Él pide que se nos trate como a él en caso de que cometamos errores. En 1 Juan 2:1 lo entendemos mejor: «Pero si alguno ha pecado, abogado tenemos para con el Padre a Jesucristo, el justo». Fijémonos que el texto no dice que si somos buenos Jesús intercederá por nosotros. Es cuando pecamos que tenemos necesidad de un defensor. El motivo por el que lo necesitamos es porque continuamos pecando. Afortunadamente, después de lo que Jesús sufrió en el Calvario, ¡Dios no puede decirle no a su Hijo!

Por esa razón es que oramos en el nombre de Jesús y llevamos las vestiduras que él nos proporciona. Nuestras vidas están contaminadas con el pecado. Somos una especie de ofensa ante un Dios santo, así como un cachorro que se ha revolcado en el estiércol ofende nuestros sentidos. No podemos llevar nuestra suciedad al salón del trono celes­tial, así como no podemos comparecer ante un rey terrenal llevando zapatos enlodados y ropa sucia. Pero cuando lavamos nuestras ropas y acudimos a Dios en el nombre de Jesús, ese nombre nos abre las puer­tas del cielo.

Por lo tanto, hay buenas noticias: Tenemos un amigo en el tribunal del cielo. Jesús es el mediador divino. Mientras cometamos nuevos pe­cados, necesitamos de dicha mediación. «Por eso puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre pa­ra interceder por ellos» (Hebreos 7:25).

Así que si alguien se pregunta cuál de los logros humanos debería­mos lanzar al espacio para que algún día sea descubierto por alguna civilización galáctica, podemos presentar algo mejor que la obra de Bach. Bach es para la música, lo que Jesús es para Bach. No será necesario utilizar anuncios publicitarios espaciales. Jesús es nuestro mejor anuncio publicitario y está ahora mismo en el cielo intercediendo por nosotros. Como si eso no fuera suficiente, ¡en la Carta a los Romanos se nos dice que también el Espíritu Santo intercede por nosotros! Tenemos amigos en posiciones encumbradas. Jesús desea que sus bellos acordes vibren en nosotros.

«Porque no entró Cristo en el santuario hecho por los hombres, figura del verdadero, sino en el cielo mismo, para presentarse ahora por noso­tros ante Dios» (Hebreos 9:24). «Pero si alguno ha pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo, el justo» (1 Juan 2:1).

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Lecciones y comentarios para la escuela sabática_Segundo trimestre de 2014  
  Cristo y su Ley

Autor: Keith Burton

Lecciones y Comentarios para la escuela sabática-Segundo trimestre_Abril - Junio de 2014

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Cristo y su Ley  
  1. Las leyes en los días de Cristo (Levítico 1:1-9; Deuteronomio 17:2-6; Lucas 2:1-5;Hebreos 10:28; Santiago 2:8-12)
2. Cristo y la Ley de Moisés (Éxodo 13:2,12; Deuteronomio 22:23,24; Mateo 17:24-27; Lucas 2:21-24; 41-52; Juan 8:1-11)
3. Cristo y las tradiciones religiosas (Isaías 29:13; Mateo 5:17-20; 23:1-7; 15:1-6; Romanos 10:13)
4. Cristo y la Ley en el Sermón del Monte (Mateo 5:17-37; Lucas 16:16; Romanos 7:24)
5. Cristo y el sábado (Génesis 2:1-3; Isaías 65:17; Mateo 2:23-28; Juan 5:1-9; Hechos 13:14; Hebreos 1:1-3)
6. La muerte de Cristo y la Ley (Hechos 13:38,39; Romanos 4:15; 7:1-13; 8:5-8; Gálatas 3:10)
7. Cristo, el fin de la ley( Romanos 5:12-21; 6:15-23; 7:13-25; 9:30-10:4; Gálatas 3:19-24)
8. La Ley de Dios y la ley de Cristo
9. Cristo, la Ley y el evangelio
10. Cristo, la Ley y los pactos
11. Los apóstoles y la Ley
12. La iglesia de Cristo y la Ley
13. El reino de Cristo y la Ley
 
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