II Trimestre de 2011
Libro Complementario
Vestiduras de gracia
De hojas de higuera a manto de justicia
Autor: Tim Crosby
Capítulo Tres
¿Cómo amamos?
En la práctica, ¿qué significa amar a nuestros hermanos? ¿Sentir algo en nuestros corazones, o hacer que ellos lo sientan? Creo que no importa para nada lo que sintamos por ellos. Usted puede amar a personas que no le agradan. El amor es un principio, y si usted actúa motivado por un principio, los sentimientos surgirán. Según C. S. Lewis: «No pierdas el tiempo pensando si ''amas" a tu prójimo; actúa como si esto fuera un hecho. Tan pronto como lo hagamos, descubriremos un gran secreto: Cuando te comportas como si amaras a alguien, llegarás a amarlo de veras».
Una amiga me contó una vez acerca de un experimento relacionado con el amor. Ella no podía soportar a otra dama que era miembro de su misma iglesia. Aquella mujer siempre mostraba un cierto aire de superioridad. Sin embargo, un día mi amiga decidió pasar por alto sus prejuicios con el fin de dar un pequeño paso amistoso, anticipando que el objeto de su desprecio rara vez recibía muestras de amor de parte de los demás. Finalmente, ella pudo encontrar un motivo de admiración respecto a aquella dama: la educación que ella le daba a su hija. Un día, en el vestíbulo de la iglesia, ella felicitó a aquella dama, colocándole la mano sobre su hombro. En aquel momento, hubo un cambio y en poco tiempo ya eran buenas amigas.
Una impresionante historia respecto al poder del amor se encuentra en la obra Los miserables, de Víctor Hugo. La historia gira alrededor de Jean Valjean, un fugitivo, que cumplía veinte años de prisión por robar una hogaza de pan. Valjean encuentra misericordia y hospitalidad en la casa de un obispo. Pero vuelve a sus andanzas y hurta algunos objetos de plata de la casa del obispo, y desaparece.
Un policía lo detiene, y Valjean trata de seguir su camino mintiendo, al decir que le habían regalado aquellos objetos de plata. El policía lo conduce de vuelta a casa del obispo y allí Valjean se dispone a escuchar las palabras que lo llevarán de vuelta a la cárcel por el resto de su vida. Nada lo había preparado para lo que pronto ha de escuchar: «Desde luego, esos objetos se los he obsequiado», afirma el obispo. «Pero, un momento, usted olvidó lo de más valor. Olvidó tomar los candelabros de plata».
En lugar de escuchar la condena que merece, Valjean es deslumbrado por una expresión de misericordia. Hace tan solo un momento, lo esperaba la pobreza y la prisión; ahora, la libertad y la abundancia.
Antes de que Valjean se despida, el obispo le dice: «Jamás debes olvidar este momento. Tu alma y tu vida te han sido restauradas. Ya no te perteneces. De aquí en adelante, eres propiedad de Dios».
Mediante un acto de misericordia, la vida de Jean Valjean se convierte en una expresión de amor. El cumple lo que le ha prometido a una agonizante prostituta: Se dedica a criar a la hija de aquella infeliz, llamada Cosette. Tiempo después se arriesga para salvar al hombre que Cosette ama, aunque eso signifique vivir en solitario.
Al fin, Valjean, el ex prisionero, será capaz de amar. En su vida se manifiesta lo expresado en la versión musical de la misma obra: «Amar a alguien es lo mismo que contemplar el rostro de Dios».
¡Ahora, ve y haz tú lo mismo!
La mejor definición de amor que he encontrado es la siguiente: El amor está presente cuando el bienestar (la satisfacción, la seguridad, la felicidad) de quien es amado es más importante que el bienestar propio.
La definición ofrecida por el apóstol Juan es muy parecida: «Pero el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él? Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad. En esto conocemos que somos de la verdad, y aseguraremos nuestros corazones delante de él» (1 Juan 3:16, 17).
La primera parte de este versículo parece difícil de lograr. Quizá ofrecer nuestra vida a favor de los demás, escapa de nuestras posibilidades. Sin embargo, Dios no nos somete a dicha prueba sino hasta que estemos listos para enfrentarla. A continuación veremos cómo la afrontó Juan. Por el momento nos concentraremos en la segunda parte del versículo. Todos podemos compartir algo con quienes lo necesitan. Si tenemos los medios de satisfacer las necesidades de nuestro prójimo, y no lo hacemos, no pasaremos la prueba del amor.
La iglesia primitiva tomó muy en serio esta consideración. «Todos los que habían creído estaban juntos y tenían en común todas las cosas: vendían sus propiedades y sus bienes y lo repartían a todos según la necesidad de cada uno» (Hechos 2:44, 45). «La multitud de los que habían creído era de un corazón y un alma. Ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía, sino que tenían todas las cosas en común» (Hechos 4:32). Para finales del primer siglo, la Didajé (4.8), afirma: «No debes dar la espalda a quien está en necesidad, más bien debes compartirlo todo con tu prójimo y no declarar cosa alguna como tu propiedad personal». Eusebio escribió que muchos discípulos que vivieron durante la primera mitad del siglo II, «primero cumplían el mandato del Salvador y repartían sus pertenencias entre los necesitados; luego, asumieron el papel de evangelistas con gran celo, para predicarles a todos los que aun no habían escuchado la palabra de la fe» (Eusebio, Historia 3.37.2). Alrededor del año 160 d. C, Luciano describió a los cristianos como «esos idiotas» que «desprecian las cosas terrenales, y las consideran como bienes comunes» (Luciano, Peregrinas Proteus). Algunos años después, Tertuliano declaró: «Las posesiones familiares que por lo general destruyen la hermandad entre ustedes, crean vínculos fraternales entre nosotros. Como un solo miembro, no dudamos en compartir nuestras posesiones terrenales entre nosotros. Toda pertenencia, con excepción de nuestras esposas, se consideran bienes comunes» (Tertuliano, Apología, 39.11).
Para fines del siglo IV, Crisóstomo se quejaba de una falla de la iglesia: «No es la falta de milagros lo que afecta a la iglesia, es el hecho de que hemos olvidado la vida angelical del Pentecostés, para volver a las posesiones privadas. Si viviéramos al igual que ellos, compartiéndolo todo, pronto convertiríamos al mundo entero; sin necesidad alguna de milagros (Crisóstomo, Homilía 25).
Tenemos por delante una tarea con el fin de alcanzar la norma fijada por la iglesia primitiva. Ninguno de nosotros ama en la forma perfecta que deberíamos hacerlo. Pero la prueba del amor no es una norma imposible de alcanzar. Es una prueba de índole práctica que todo cristiano puede superar con éxito. Es un error asumir que todo acto de amor debe ser perfecto, o no tendrá valor. Dios perfeccionará nuestro amor de acuerdo a su voluntad. Contemplamos el futuro, no el pasado. Si miramos atrás, podemos desanimarnos a causa de nuestra pobre experiencia relacionada al amor. No siempre actuamos motivados por el amor.
Eso no significa que fracasemos en la prueba. Amar, sencillamente significa no dar la espalda a quien se halla en necesidad. Juan no dice que tenemos que amar en forma perfecta. Los seres humanos no hacemos nada con perfección.
El perfeccionismo es nuestro enemigo. No somos salvos bajo la condición de que mostremos un comportamiento perfecto. Si amamos a alguien de manera perfecta, alguien podría argumentar que deberíamos responder a cualquier necesidad que se le presente en el futuro. Pero eso es imposible, aun respecto a nuestra familia inmediata.
No somos salvos bajo la condición de que mostremos un comportamiento perfecto. Jesús dijo que los árboles se conocen por su fruto (Lucas 6:44), Si encontramos manzanas, es porque se trata de un manzano. Naranjas en un naranjo. En un pino, encontraremos conos. En un limonero habrá limones.
Un manzano no tiene espinas. Tampoco producirá en todo momento frutos perfectos. Quizá algunas manzanas tengan gusanos. ¿Significa eso que ese árbol es un pino? ¿O un limonero? ¿No será que sigue siendo un manzano, con un potencial futuro?
Dios nos pide que llevemos fruto. El fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, mansedumbre, y otros (Gálatas 5:22). Nadie lleva en todo momento frutos perfectos. Quizá algunas manzanas tengan imperfecciones. Sin embargo, continuará siendo un manzano. Respecto a esas manzanas con gusanos, Dios es un buen horticultor.
Los miserables es una obra de ficción. Hay una mejor ilustración, mucho más cercana a la realidad. Ese sorprendente relato únicamente demuestra lo que Juan quiso decir cuando afirmó que «el amor perfecto vence al temor» (1 Juan 4:18) y que «mayor amor que este no lo hay», cuando alguien «ofrece su vida por sus amigos» (Juan 15:13). Clemente de Alejandría hace referencia a un notable incidente en una de sus obras, unos cien años después del suceso en cuestión. Es muy probable que los acontecimientos a los que él se refiere, ocurrieron en Esmirna. Quizá Clemente no mencionó la ciudad para no avergonzar al obispo
Policarpo, que para esa fecha tenía unos treinta años. Policarpo sufrió el martirio más o menos en la época cuando Clemente escribió su obra. Esta emocionante historia también se encuentra en la Historia eclesiástica de Eusebio, y es quizá unos de los secretos del cristianismo menos conocidos. La narración se ajusta en forma muy precisa a la cita de Juan.
Después del deceso del emperador Domiciano (el que había desterrado a Juan a la isla de Patmos), a Juan se le permitió regresar a Efeso. Desde aquel lugar él viajó a varias comarcas con el fin de nombrar obispos y ordenar a nuevos ministros, todo bajo la dirección del Espíritu Santo.
En una ciudad cercana observó a un joven de fuerte apariencia y marcado ánimo. Le dijo al obispo: «Le encomiendo a este joven a su cuidado, en presencia de la iglesia y teniendo a Cristo como testigo». Cuando el obispo aceptó la encomienda, Juan regresó a Efeso. El obispo llevó a aquel joven a su casa, lo educó, lo amó y finalmente lo bautizó. Pero en algún momento se descuidó.
Aquel joven, comenzó a juntarse con gente indeseable. Al principio, los amigos lo sonsacaban pagando la entrada a lugares exclusivos de diversión. Luego hicieron que los acompañara en sus correrías nocturnas de robos y atracos. Finalmente, lo hicieron cómplice de delitos más graves. El joven renunció a su salvación, entrando a una vida de crímenes y delitos. Como era un dirigente nato, se convirtió en el jefe de una banda de atracadores: la banda más violenta, la más sangrienta, la más cruel de todas.
En determinado momento la iglesia del lugar solicitó la visita de Juan. Después de atender a los asuntos pendientes, Juan dijo: «Hermano obispo, devuelva el depósito que Cristo y yo le confiamos en presencia de la iglesia que usted dirige».
Al principio, el obispo se sintió confundido, pensando que Juan lo acusaba de haberse apropiado de algún dinero. No sabía qué pensar. El sabía que Juan no iba a inventar ninguna acusación, además él no era ladrón. Luego Juan añadió: «Demando de usted el alma del joven hermano suyo».
El obispo, suspiró profundamente y prorrumpió en llanto.
—El murió —dijo.
—¿Cómo que murió? —dijo Juan.
—Murió para Dios, porque se convirtió en alguien malvado y disoluto; se hizo ladrón. Y ahora, en vez de estar en la iglesia, vive en un monte, unido a un grupo de maleantes.
El apóstol se incomodó tanto que rasgó sus vestiduras, se golpeó la frente y dijo:
—¡Que guardián dejé a cargo del alma de un hermano...! Tráiganme un caballo, y que alguien me muestre el camino.
Salió de la iglesia y se dirigió al territorio de los ladrones. Los forajidos tenían centinelas que tomaron preso a Juan. El no trató de escapar, sino que dijo: «Quiero ver a su jefe. Para eso he venido».
El jefe estaba en un lugar bien resguardado. Cuando el anciano Juan se acercó, el jefe percibió que le parecía conocido. De repente reconoció a Juan, y dio la espalda avergonzado, tratando de esconderse.
El anciano apóstol lo siguió, olvidando sus años.
—¿Por qué hijo mío, huyes de mí; de tu anciano padre, que llega hasta aquí desarmado? No temas, arrepiéntete porque todavía hay esperanza para ti. Intercederé ante Cristo por ti. Si es necesario, gustosamente sufriré la muerte por ti como lo hizo el Señor por todos nosotros. Daré mi vida por la tuya. Detente, y acepta que Cristo me ha enviado.
Al escuchar todo esto, el joven se detuvo, cabizbajo. Luego tiró sus armas al suelo y comenzó a temblar y a llorar amargamente. Al acercarse el anciano, el joven lo abrazó, confesando sus pecados.
El apóstol le juró que en Jesús encontraría el perdón. De rodillas, besó la mano del asesino, ahora purificada por el perdón, y lo condujo de regreso a la iglesia. Ya de vuelta, oró sin cesar por aquel joven, y luchó con él mediante ayunos, calmando sus dudas.
Juan no regresó a Efeso sino hasta que lo hubo restaurado a la iglesia, dejándonos un brillante ejemplo de un legítimo arrepentimiento y una maravillosa muestra de regeneración: un trofeo de la resurrección que todos esperamos.
Compilador: Delfino J.