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Capitulo_12_La adoracion y la iglesia primitiva

III Trimestre de 2011

Libro Complementario

LA ADORACIÓN EN EL CONFLICTO DE LOS SIGLOS

Autor: Rosalie Haffner Lee Zinke

Capitulo doce

La adoración y la iglesia primitiva

En la noche de la Pascua, cuando Jesús terminó su última cena con sus discípulos, predijo que Pedro lo negaría. Pedro protestó: "Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré" (Mateo 26:33). ¡Cuán poco conocía Pedro las debilida­des de sus buenas intenciones! Su confianza propia fue mayor que su capacidad de resistir las burlas de quienes ponían en sospecha su relación con Jesús (Mateo 26:69-75).
Solo unas pocas semanas más tarde, Pedro y los demás discí­pulos eran hombres cambiados. Su tristeza y su confusión habían sido transformadas en gozo y en un esperanzado sentido de triunfo porque, aunque Cristo ya no estaba con ellos en persona, sentían su presencia, la presencia de su propio Espíritu Santo. Su confianza ahora estaba centrada en él; Jesús era su insignia de autoridad y la fuente de su éxito. ¿Cómo podían fracasar, si él vivía en sus cora­zones? No importaba lo que viniera -pruebas, persecución, aun la muerte-, su temor había desaparecido, reemplazado por su con­fianza en Aquel que murió, y que había resucitado y ascendido al cielo, donde estaba intercediendo por ellos. Día tras día oraban por la unción del Espíritu Santo, con el fin de que llenara sus vidas y los equipara para la obra de ganar almas para el Reino de Cristo. "Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos. Y de repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados; y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándo­se sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen" (Hechos 2:1-4).


El sermón de Pedro en Pentecostés


Pedro se levantó valerosamente ante la multitud, hablando a gente de muchas naciones y lenguas; no obstante, todos lo enten­dían en su propio idioma. El texto de Pedro provino del profeta Joel: "Y en los postreros días, dice Dios, derramaré de mi Espíritu sobre toda carne, y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán; vuestros jóvenes verán visiones, y vuestros ancianos soñarán sueños; y de cierto sobre mis siervos y sobre mis siervas en aquellos días derramaré de mi Espíritu, y profetizarán [...] Y todo aquel que invocare el nombre del Señor, será sal­vo" (Hechos 2:17-21; la cursiva fue añadida).
¿El resultado? Tres mil personas fueron añadidas a la iglesia ese día como resultado de la obra del Espíritu Santo en sus corazones mediante el sermón de Pedro. Él también citó Salmos 16:8 al 11, mostrando que David predijo la venida del Santo, quien Pedro de­claró que era Jesús de Nazaret (Hechos 2:22-28). Pedro afirmó que David no ascendió al cielo cuando murió (con­trariamente a la creencia de mucha gente hoy) sino que permaneció sepultado en su tumba. Siguió diciendo: "Sepa, pues, ciertísima- mente, toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros cru­cificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo" (versículo 36). Su sermón tocó una cuerda sensible en muchos corazones. Ellos preguntaron: "Varones hermanos, ¿qué haremos?" (versículo 37). La respuesta de Pe­dro fue instantánea: "Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo [...] y recibiréis el don del Espíritu Santo" (versículo 38).
¿Qué hizo que su sermón fuera tan poderoso? No solo estaba lleno del Espíritu, sino también estaba basado en las Escrituras del Antiguo Testamento, que les resultaba familiar a sus oyentes. Ele­vó a Jesucristo como el divino Hijo de Dios. Exhortó a sus oyentes a aceptarlo como su Salvador; a arrepentirse de sus pecados, ser bautizados y recibir el don del Espíritu Santo. Aquellos primeros discípulos estaban apasionados por Jesús. Ellos querían que todos supieran que en realidad él fue el Mesías prometido por los pro­fetas del Antiguo Testamento, la persona misma que ellos habían crucificado, que había sido sepultado en una tumba, que resucitó al tercer día y que presenciaron su ascensión al cielo. Este Jesús era el centro y foco de la predicación de los apóstoles. Los resultados fueron asombrosos. ¿Qué podemos aprender de la predicación de esos líderes de la iglesia primitiva? Hablaron de Jesús con una convicción y una confianza que llegaba a los corazones. Conocían a Jesús. Habían estado con él, habían aceptado su perdón y salvación, y estaban ansiosos de compartirlo con todo el mundo. Sus sermones estaban basados en un conocimiento personal de Jesús, en vez de ser para ellos mera teoría.
Siguiendo su informe del sermón exitoso de Pedro, Lucas co­menta algunas de las cosas que hicieron que el testimonio de la iglesia primitiva tuviera tanto éxito.

  1. La iglesia siguió firmemente en la doctrina y en el compañe­rismo de los apóstoles (versículo 42). Note cómo estas dos ideas están relacionadas. El compañerismo, el reunirse para la ado­ración, es importante, pero debe estar vinculado con la doc­trina bíblica correcta. Los discípulos conocían las Escrituras.
  2. Los miembros de la iglesia practicaban el partimiento del pan (vers. 42). Sin duda incluía celebrar la comunión, así como el comer juntos socialmente para fomentar el compañerismo.
  3. Su compañerismo significaba "tener todas las cosas en co­mún" (versículo 44). Es decir, todos contribuían al fondo común del cual se ayudaba a quienes tuviesen necesidad.
  4. Regularmente, se reunían en el Templo, para la adoración (versículo 46). Esos primeros creyentes todavía reconocían el templo judío como el lugar de adoración.
  5. Iban de casa en casa, comiendo juntos, alabando a Dios y testificando de su fe en Jesús (versículos 46, 47).
  6. Hallaron el favor del pueblo, sin duda al visitarlos y animar­los en sus casas (versículo 47).

Por causa de su fidelidad, "el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos" (versículo 47). A veces los conversos a la fe se apartan de la iglesia tan rápidamente como vinieron a la iglesia. La clave para permanecer fíeles ¿podría ser que el Señor añadía a los conversos a la iglesia? Por medio de los instrumentos humanos, es cierto, pero el Señor tiene que hacerlos convertir, y no los agentes humanos.
Dios obró muchas señales y milagros por medio de ellos. He­chos 3 registra la curación de un paralítico que yacía a la puerta del templo, pidiendo limosnas a los adoradores. Cuando Juan y Pedro lo vieron, fueron rápidos para decirle que no tenían plata ni oro para darle, pero podían darle algo mucho mejor. "En el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda" (vers. 6). Imagine el impacto de este milagro sobre los que venían a adorar al templo. Habían visto al pobre paralítico allí durante años, pidiendo limosnas. Ahora, fue sanado en un instante. "Se llenaron de asombro" (versículo 10). Pedro respondió rápidamente al asombro de la multitud, recor­dándoles que no era el poder o la bondad de ellos lo que había pro­ducido el milagro de curación, sino el poder de Jesús, el Santo que ellos habían rechazado y matado (ver los versículos 12-15). Utilizó la ocasión para apelar a la gente a que se arrepintiera y se convirtiera, y acep­tara a Jesús como el Mesías. Citó a Moisés, de Deuteronomio 18:15: "Profeta de en medio de ti, de tus hermanos, como yo, te levantará Jehová tu Dios; a él oiréis". La apelación de Pedro estaba basada en la apelación de Moisés a Israel. Jesús es el Mesías a quien Moisés y los profetas predijeron: "Acepta a tu Mesías", era su ruego, "Aquel que es el cumplimiento de todos los profetas". La apelación de Pedro debió haber tocado a muchos, porque el registro proporciona el número de creyentes, que era ahora de alrededor de cinco mil hombres (Hechos 4:4). Sin embargo, otros re­sistían. Pedro y Juan fueron detenidos. Su testimonio había tocado un nervio sensible en el Sanedrín, porque su mensaje amenazaba la existencia misma de la religión judía. Pedro se volvió más osado cuando fue llevado ante los líderes religiosos. Los acusó de asesinar "a quien Dios ha resucitado de los muertos" (Hechos 4:10). Pedro terminó su apelación a estos diri­gentes citando el Salmo 118:22: "Este Jesús es la piedra reprobada por vosotros los edificadores, la cual ha venido a ser cabeza del ángulo. Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos" (Hechos 4:11, 12; la cursiva fue añadida). ¡Qué santa osadía! ¡Qué poder vemos en estos hombres "que habían estado con Jesús" (versículo 13)! Ninguna amena­za podía detener su testimonio. Insistían en que "no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído" (versículo 20). Cuando fueron liberados, cantaron juntos un canto de David (Salmo 2:1, 2): "¿Por qué se amotinan las gentes, y los pueblos piensan cosas vanas? Se reunieron los reyes de la tierra, y los príncipes se junta­ron en uno contra el Señor, y contra su Cristo" (versículos 25, 26). Una vez más, al reunirse y orar juntos, el Espíritu Santo fue derramado en esta reunión de sus siervos y "hablaron con denuedo la palabra de Dios" (versículo 31). Cuando los apóstoles siguieron haciendo milagros y predicando en Jerusalén, el sumo sacerdote se enojó, porque estaban influyen­do sobre la gente. Hizo apresar a los apóstoles, pero no por mucho tiempo. Un ángel de Dios los liberó. ¡Imagine la consternación del sumo sacerdote cuando le informaron que estos hombres estaban enseñando en el Templo otra vez! La tranquila respuesta de Pedro y los otros apóstoles al frustrado sumo sacerdote fue sencillamen­te: "Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres" (Hechos 5:29). Gamaliel, un maestro de la ley, les recordó a los dirigentes: "Si [...] esta obra [...] es de Dios, no la podréis destruir; no seáis tal vez hallados luchando contra Dios" (versículos 38, 39).


El sermón y el martirio de Esteban


A medida que la obra avanzaba, surgió la necesidad de ayu­da. Así que eligieron a siete diáconos, para asegurarse de que las viudas y los pobres estuvieran atendidos, liberando a los apóstoles para que pudieran predicar. El registro también señala que "mu­chos de los sacerdotes obedecían a la fe" (Hechos 6:7). Esteban, uno de los siete diáconos, era un hombre de fe, y reali­zó muchas obras poderosas y milagros entre la gente (ver el versículo . Su testimonio fue tan poderoso que el concilio gobernante de Judea decidió llamarlo para dar cuenta de lo que hacía. Así que pagaron a algunos testigos falsos para testificar contra él. La defensa de Esteban se convirtió en un sermón para el concilio (Hechos 7). Comenzó con el llamado de Dios a Abraham, y cómo lo condujo en su vida y en la vida de sus descendientes. Con cuidado bosquejó la historia de los patriarcas, incluyendo a José y su familia, y la historia de Moisés y su conducción de Israel fuera de Egipto con señales y maravillas. Como Pedro, Esteban citó la promesa de Dios a Moisés, registrada en Deuteronomio 18:15: "Profeta de en medio de ti, de tus hermanos, como yo, te levantará Jehová tu Dios; a él oiréis". Repasó cómo Dios los guió en la construcción del taber­náculo. Se refirió a las promesas hechas a David. Luego Esteban ha­bló palabras que enfurecieron a la multitud, aunque debe haberlas hablado con sentimiento y amor: "¡Duros de cerviz, e incircuncisos de corazón y de oídos! Vosotros resistís siempre al Espíritu Santo; como vuestros padres, así también vosotros" (versículo 51). Los acusó de asesinar al "Justo" (versículo 52). Esto era demasiado para ellos. "Se enfurecían en sus corazones, y crujían los dientes contra él" (versículo 54). El sermón de Esteban ter­minó abruptamente. El registro dice que, cuando él miraba al cielo, vio "a Jesús que estaba a la diestra de Dios" (versículo 55). Una menta­lidad de masa se apoderó de la multitud. Llevaron a Esteban fuera de la ciudad y lo apedrearon hasta morir "mientras él invocaba y decía: Señor Jesús, recibe mi espíritu" (versículo 59). Oró pidiendo que Dios perdonara su ceguera y pecado, y "habiendo dicho esto, durmió" (versículo 60). El registro dice sencillamente que "Saulo consentía en su muerte" (Hechos 8:1). Hubo una gran persecución de la iglesia, y Saulo "asolaba la iglesia" (versículo 3). Arrastró a creyentes cristianos a la cárcel, sin hacer diferencia entre hombres y mujeres. ¿Estaba este hombre enojado contra la iglesia? ¿O estaba bajo la convicción del Espíritu Santo? La historia de la conversión de Saulo está registrada en Hechos 9. Mientras viajaba por el camino a Damasco para perseguir a más cristianos y traerlos de regreso a Jerusalén, este hombre tenía homi­cidios en su corazón. De repente, vio una luz brillante desde el cielo y oyó una voz que decía: "Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?" (versículo 4). Imagine el fuerte impacto que habrá sentido cuando oyó que la voz le decía: "Yo soy Jesús, a quien tú persigues; dura cosa te es dar coces contra el aguijón" (versículo 5). A esto, Saulo respondió: "Señor, ¿qué quieres que yo haga?" (versículo 6). Esa es la pregunta que el Señor está esperando que todos los Saulos del mundo hagan. Dios está dispuesto y es capaz, pero nosotros tenemos que estar dispuestos y listos. Ponga su mente a trabajar y trate de imaginar este escenario: Es la mañana de la resurrección. Pablo, el apóstol, ha sido levan­tado de la tumba. Su primera pregunta a un ángel cercano es: "¿Me podría ayudar a encontrar a Esteban, el diácono? Estoy muy ansioso de encontrarlo y agradecerle por su testimonio el día en que fue apedreado. Yo estaba allí, ¿recuerda?, consintiendo con su muerte. Yo era celoso en la causa de mi pueblo, los judíos. Odiaba a los cristianos y los perseguía para matarlos. Pero hubo algo en ese joven que no pude olvidar. No mucho después de eso, escuché la voz de Jesús que me llamaba por mi nombre y me preguntaba por qué estaba tan empeñado en perseguirlo a él. Quiero que Es­teban sepa que por muchos años llevé adelante un ministerio en las iglesias, una obra que sé que él hubiera querido hacer para su Señor y Maestro". ¡Qué reunión sería esa! ¿Quién, fuera de Dios, sabe cuántas estrellas tendrán Esteban y todos los mártires de la fe en sus coronas? El cielo será un lugar extraordinario para escuchar el resto de la historia.


Poder, pasión y propósito


El poder de estos primeros apóstoles y líderes de la iglesia fue resultado de estar llenos del Espíritu Santo. Otro ejemplo de esto es Felipe, uno de los siete diáconos. En su camino de Jerusalén a Gaza, por el desierto, encontró a un eunuco, un hombre de autoridad en la corte de Candace, reina de Etiopía. Oyendo que el eunuco estaba leyendo del libro de Isaías, e impresionado por el Espíritu, Felipe le preguntó. "¿Entiendes lo que lees?" Ese fue el comienzo de un estudio bíblico del libro de Isaías, que condujo a su bautismo casi inmediato (Hechos 8:26-39). Otro ejemplo es la historia de Cornelio, un centurión romano "piadoso y temeroso de Dios [...] que hacía muchas limosnas [...] y oraba a Dios siempre" (Hechos 10:2). Un día, él estaba orando, y un ángel se le apareció en visión, lo llamó por su nombre y le aseguró que Dios había escuchado sus oraciones. El ángel le dijo dónde ir para encontrar a Simón Pedro, quien le diría qué debía hacer. Sin embargo, primero Dios tenía que cambiar la mentalidad anti-gentil de Pedro. Así que le dio una visión de un lienzo que bajaba del cie­lo, lleno de toda clase de animales inmundos (ver Hechos 10:9-16). Y le dijo: "Levántate, Pedro, mata y come" (versículo 13). "Oh no, Señor, nunca he comido animales inmundos", respon­dió Pedro. Más tarde, cuando Pedro le explicaba a Cornelio por qué había venido a predicar a los gentiles, dijo que en esta visión "me ha mostrado Dios que a ningún hombre llame común o in­mundo" (versículo 28). El evangelio ahora se esparció a los gentiles. Y cuando se con­virtieron, el Espíritu Santo se derramó sobre ellos, así como había sido derramado sobre los judíos cristianos. Dios no hace acepción de personas: él es el Creador de toda la familia humana, y él desea que tanto judíos como gentiles estén en su Reino. El Espíritu Santo no está limitado a una raza o una nacionalidad. Su poder está dis­ponible para todos los que elijan a Jesús. La pasión de estos primeros discípulos y líderes de la iglesia era por el Señor Jesucristo, su Salvador. Esta pasión los motivó para testificar y compartir, sin importarles el costo para sí mismos: ir a la cárcel o a la muerte, no importaba. Lo único que ellos consideraban importante era predicar acerca del maravilloso Jesús que había muerto, resucitado y que ahora ministraba en el cielo en favor de todos. Como cristianos que vivimos en los últimos días de la historia de la Tierra, haríamos bien en preguntarnos: ¿Cuánta es mi pasión por Jesús? ¿Cuánto tiempo hace desde que sacrifiqué algo realmente im­portante, en favor de Jesús? ¿Cuándo me salí del camino para testificar por él a alguien que realmente necesitaba escuchar las buenas noticias? ¿Qué dice mi vida diaria acerca de mi pasión por Jesús? El propósito de esos cristianos primitivos era esparcir las bue­nas noticias a todos en este mundo. Por aquel entonces, el malvado rey Herodes hizo matar con espada a Santiago, el hermano de Juan (ver Hechos 12:1, 2). Viendo cuánto había agradado esto a los judíos, puso a Pedro en la cárcel cerca del tiempo de la Pascua. Se aseguró de que Pedro estuviera bien atado con cadenas entre dos soldados. En medio de la noche, "se presentó un ángel del Señor, y una luz resplandeció en la cárcel" (versículo 7). Las cadenas de Pedro cayeron, y el ángel le dijo que se vistiera y fuera con él. Pedro pensó que estaba durmiendo. Pasaron a los guardias de la prisión y por la puerta de hierro de la cárcel. Finalmente, cuando llegaron a la casa de la ma­dre de Juan Marcos, Pedro se dio cuenta de que no estaba soñando. ¡Esa fue una liberación real! Este milagro nos muestra que nada es demasiado difícil para Dios, especialmente para aquellos cuyo úni­co propósito es honrarlo a él. Poco después de esto, la vida de Herodes terminó trágicamente porque "no dio la gloria a Dios" (versículo 23). No importa cómo testificaron los primeros cristianos por me­dio del poder del Espíritu Santo, no importa cómo demostraron su pasión por Jesús, no importa cómo cumplieron el propósito de compartir el evangelio tanto con judíos como con gentiles, la obra siguió adelante y el nombre de Dios fue honrado, y Jesús fue glori­ficado. La vida de adoración de la iglesia primitiva era vibrante y viva. Jesús era real para ellos, porque habían visto su presencia con ellos. Estaban ardiendo por su maravilloso Señor y Maestro.


La predicación de los apóstoles


Ahora pasaremos a otro aspecto importante del éxito de la igle­sia primitiva en dar el evangelio al mundo de sus días. El libro de los Hechos registra, por lo menos en parte, una docena de sermones predicados por Pedro, Esteban, Felipe y Pablo. Una breve mirada a los sermones de Pablo demostrará no solo cuán importante fue su predicación para el éxito de su obra, sino también enfatizará y destacará cuán importante es la adoración en la vida de la iglesia. Ya hemos notado la conversión de Saulo registrada en Hechos 9. Casi inmediatamente después de la aparición de Jesús a Saulo, el Señor le habló a Ananías en visión y lo instruyó para que fuera a visitar a Saulo de Tarso (Hechos 9:11). Ananías protestó, pero el Señor le aseguró que Saulo era un "instrumento escogido... para llevar mi nombre en presencia de los gentiles, y de reyes, y de los hijos de Israel" (versículo 15). Así que, obediente, Ananías fue a ver al "hermano Saulo", puso sobre él las manos, y oró para que fuera lleno del Espíritu Santo. De inmediato, "le cayeron de los ojos [de Saulo] como escamas, y recibió al instante la vista [...] y levantándo­se fue bautizado" (versículo 18). "En seguida predicaba a Cristo en las sinagogas, diciendo que éste era el Hijo de Dios" (versículo 20). La gente se asombró; los judíos estaban confundidos y conspiraron para ma­tarlo. Aun algunos de los discípulos desconfiaban de la conversión de Saulo, pero Bernabé lo llevó a los apóstoles. Saulo compartió con ellos su experiencia de conversión y se convencieron al oír su poderoso testimonio. El Espíritu Santo dispuso que Pablo trabajara con Bernabé; quien lo educaría y lo adiestraría para el ministerio. Los dos viajaron a Antioquía de Pisidia y fueron a la sinagoga, donde Pablo predicó su primer sermón allí. Se dirigió a los judíos, repasando la historia de ellos desde el momento en que salieron de Egipto, a través de la peregrinación por el desierto, su establecimiento en la Tierra Pro­metida y su experiencia bajo el liderazgo de los jueces y luego de los reyes. Habló de David, un hombre según el corazón de Dios, y dijo que "de la descendencia de éste, y conforme a la promesa, Dios levantó a Jesús por Salvador a Israel" (Hechos 13:23). Habló de Juan el Bautista y cómo él había predicado un bautismo de arrepentimiento y había señalado claramente a Jesús. Saulo concluyó su sermón con una apelación apasionada a los hijos de Abrahán: "Os anunciamos el evangelio de aquella promesa hecha a nuestros padres, la cual Dios ha cumplido a los hijos de ellos, a nosotros, resucitando a Je­sús" (versículos 32, 33). Al referirse a la muerte y a la resurrección de Cristo citó de Isaías 55 como también de los Salmos 2 y 16. Al sábado siguiente, Pablo predicó de nuevo, y toda la ciudad acudió para escucharlo. En esta ocasión, los judíos se molestaron y comenzaron a discutir con Pablo acerca de sus enseñanzas. Con osadía les dijo que, al rechazar el mensaje de Jesús, se demostraban indignos de la vida eterna. "He aquí", dijo, "nos volvemos a los gentiles" (versículo 46). Después de soportar muchas pruebas y dificultades predicando a Cristo por el Mediterráneo, Pablo fue finalmente arrestado des­pués que los airados judíos persuadieron a las autoridades roma­nas de que él era una amenaza para la estabilidad y el buen orden (ver Hechos 21:26-36). Al arrestar a Pablo, el comandante romano le permitió a Pablo hablar a los judíos en defensa propia. Habló en hebreo, repasando la historia de cómo él, un fariseo había persegui­do a los cristianos. Les habló de su conversión y de su llamado de predicar a Cristo a los gentiles. Más tarde, Pablo fue llevado ante Félix, gobernador de Cesarea. Se defendió ante Félix, señalándole que había ido a Jerusalén a ado­rar en el Templo y fue arrestado sobre la base de acusaciones falsas. "Pero esto te confieso", dijo, "que según el Camino que ellos llaman herejía, así sirvo al Dios de mis padres, creyendo todas las cosas que en la ley y en los profetas están escritas" (Hechos 24:14). Más tar­de, Pablo fue llamado otra vez ante Félix y su esposa judía, Drusila, pues deseaba escuchar otra vez acerca de su fe en Cristo. "Pero al disertar Pablo acerca de la justicia, del dominio propio y del juicio venidero, Félix se espantó, y dijo: Ahora vete; pero cuando tenga oportunidad, te llamaré" (versículo 25). Hay tres maneras de responder a una predicación poderosa y verdadera: con arrepentimiento, postergación o rechazo. Las dos últimas son peligrosas e inaceptables; no obstante, muchos rehúsan arrepentirse, o postergan este paso esperando que el problema des­aparezca. Una predicación llena de verdad demanda honestidad con respecto a la condición espiritual de la persona. Los predicado­res no pueden controlar la respuesta a su predicación; solo pueden ser fieles al hacer lo que Dios les comisionó hacer. Todos los líderes de la iglesia y los pastores deberían hacerse las siguientes preguntas:

  1. ¿Desafían mis mensajes a la gente, en lo espiritual?
  2. El mensaje ¿es realmente una predicación bíblica que con­vence los corazones?
  3. Los mensajes que presento ¿ayudan a la gente a ver los pro­blemas reales que enfrentan?
  4. Mis sermones ¿presentan a Cristo en forma tan atrayente que las personas deseen cambiar y arrepentirse?

Después de Félix, Pablo fue enviado a Festo y luego rey al Agripa. Su testimonio ante Agripa fue poderoso. Preguntó al rey: "¿Crees, oh rey Agripa, a los profetas? Yo sé que crees" (Hechos 26:27). Agripa respondió: "Por poco me persuades a ser cristiano" (versículo 28). ¡Tan cerca, pero tan lejos! Muchos hoy se acercan a la iglesia y escuchan la Palabra, reconocen que es la verdad y saben lo que deberían hacer. Están casi persuadidos, pero el amor al pecado en sus vidas les impide comprometerse con el Único que puede sal­varlos. "Casi persuadido" no es suficiente. La salvación por medio de Jesucristo es un asunto de todo o nada. "Casi salvado" significa estar totalmente perdido.
Estamos viviendo en los últimos días de la historia de la tie­rra, cuando el enemigo de las almas está trabajando para distraer a todos los creyentes de los temas más importantes de la vida. De­beríamos dar prioridad en la testificación a aquellos que están sin Cristo, ayudándolos a ver su necesidad de salvación. Hay perdidos dentro de la iglesia y fuera de ella. Podemos no saber quiénes son, pero nuestra comisión es testificar, predicar, orar y apelar a los que necesitan a Cristo. Debemos mantener nuestros ojos fijos en la cruz de Jesucristo, recordando nuestras propias necesidades y centrán­donos en las necesidades de otros. Al hacerlo, el Espíritu Santo nos guiará en nuestro testimonio como lo hizo con aquellos creyentes devotos en la iglesia primitiva. "En todo verdadero discípulo, este amor, como fuego sagrado, arde en el altar del corazón. [...] Es en la tierra donde sus hijos han de reflejar su amor mediante vidas inmaculadas. Así, los pecadores serán guiados a la cruz, para contemplar al Cordero de Dios".


Elena de White, Los hechos de los apóstoles (Florida, Bs. As.: Asociación Casa Editora Sudamericana, 1977), p. 275.

 Compilador: Delfino J.

 

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Autor: Keith Burton

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Cristo y su Ley  
  1. Las leyes en los días de Cristo (Levítico 1:1-9; Deuteronomio 17:2-6; Lucas 2:1-5;Hebreos 10:28; Santiago 2:8-12)
2. Cristo y la Ley de Moisés (Éxodo 13:2,12; Deuteronomio 22:23,24; Mateo 17:24-27; Lucas 2:21-24; 41-52; Juan 8:1-11)
3. Cristo y las tradiciones religiosas (Isaías 29:13; Mateo 5:17-20; 23:1-7; 15:1-6; Romanos 10:13)
4. Cristo y la Ley en el Sermón del Monte (Mateo 5:17-37; Lucas 16:16; Romanos 7:24)
5. Cristo y el sábado (Génesis 2:1-3; Isaías 65:17; Mateo 2:23-28; Juan 5:1-9; Hechos 13:14; Hebreos 1:1-3)
6. La muerte de Cristo y la Ley (Hechos 13:38,39; Romanos 4:15; 7:1-13; 8:5-8; Gálatas 3:10)
7. Cristo, el fin de la ley( Romanos 5:12-21; 6:15-23; 7:13-25; 9:30-10:4; Gálatas 3:19-24)
8. La Ley de Dios y la ley de Cristo
9. Cristo, la Ley y el evangelio
10. Cristo, la Ley y los pactos
11. Los apóstoles y la Ley
12. La iglesia de Cristo y la Ley
13. El reino de Cristo y la Ley
 
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