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Capitulo_09_La adoracíon_acto fingido o autentico

III Trimestre de 2011

Libro Complementario

LA ADORACIÓN EN EL CONFLICTO DE LOS SIGLOS

Autor: Rosalie Haffner Lee Zinke


Capitulo 9

La adoración ¿Acto fingido o autentico?

En noviembre de 2009, un fotógrafo de la Casa Blanca captó una escena que llegó a los titulares de los periódicos: Michaele Salahi colocó ambas manos sobre la mano derecha del presidente Obama, mientras su esposo Tareq, sonriente, los miraba. La pareja había irrumpido en una cena oficial que era solo para invitados. De algún modo, los guardias del servicio secreto, aver­gonzados, no parecían saber cómo había entrado la pareja, pasando por los diferentes lugares de control, sin que nadie descubriera que ellos no estaban en la lista de invitados. Han sido juzgados y conde­nados, y los registros de los tribunales indican una serie de diversas demandas y juicios con respecto a sus nombres. Hay que suponer que algo en su apariencia o porte dio la im­presión de que eran invitados y tenían derecho a esa reunión exclu­siva. Nadie notó que no eran huéspedes invitados. La Biblia nos dice que Dios está por realizar la más grande "cena oficial" de todas, y que también será solo para invitados. Pero podemos estar seguros de que los ángeles guardias de seguridad del Rey no cometerán ningún error. De hecho, ya ahora nuestro Rey sabe quiénes son los seguidores auténticos y quiénes son los "adoradores que fingen serlo", aunque a nosotros se nos hace difícil, si no imposible, detec­tar la diferencia. En este capítulo consideraremos lo que los profe­tas bíblicos tienen para decir acerca de la adoración fingida; y más importante aún, cuáles considera Dios que son las características genuinas de la adoración verdadera.


Mensajes de Oseas a Israel


A pesar de la reforma que inició Elías, el malvado rey Acab si­guió ejerciendo su nefasta influencia sobre su pueblo. Pero Dios es misericordioso, y siguió enviando profetas a fin de llamar a su pueblo para que volviera a él. A veces, además de palabras, Dios se valió de las vidas de los profetas con la intención de invitar a su pueblo a la genuina adoración a él. La profecía que Oseas "re­presentó" es una de las más conmovedoras de la Biblia. La esposa de Oseas le fue infiel en algún momento; los eruditos no están de acuerdo sobre la secuencia de los eventos en el libro. Dios empleó la tragedia de Oseas para ilustrar el dolor que Dios siente por la infidelidad de su pueblo para con él. Las diez tribus habían caído muy bajo en la idolatría y en los males que la acompañaban. Dios declaró que castigaría a los que "quemaron incienso" a Baal, quienes adornaban sus cuerpos con aros y joyas, y seguía a sus falsos amantes espirituales y se olvidaban de Dios (Oseas 2:13). A semejanza de la esposa de Oseas, Israel había cometido adul­terio espiritual, pero Dios estaba ansioso de aceptar de nuevo a su pue­blo, si ellos solo regresaban a él. Una vez más, con paciencia los llamó a volver a Aquel que ellos fingían adorar, pero a quien habían sido infieles. Oseas los amonestó con palabras de Dios: "Mi pueblo fue des­truido, porque le faltó conocimiento [...] porque olvidaste la ley de tu Dios" (Oseas 4:6). Oseas les rogó con tierno lenguaje de amor: "¿Cómo podré abandonarte, oh Efraín? ¿Te entregaré yo, Israel? [...] Mi corazón se conmueve dentro de mí, se inflama toda mi compasión" (Oseas 11:8). Oseas termina la apelación que Dios hacía con una expresión patética: "Vuelve, oh Israel, a Jehová tu Dios", exclamó. "Yo sanaré su rebelión, los amaré de pura gracia; porque mi ira se apartó de ellos" (Oseas 14:1, 4). ¡Si los israelitas solo pudieran haber sabido que en pocos años las hordas asirías diezmarían su tierra! ¡Si solo hubieran escuchado las muchas advertencias que Dios les había enviado que podrían haber evitado la ruina nacional!


Amós, el pastor de ovejas


Amós, un contemporáneo de Oseas y profeta en Judá, fue en­viado a Bet-el, un centro de idolatría de Israel, el reino del norte, para advertir al pueblo del castigo que vendría. El profeta expresó su acusación contra el pueblo. "Id a Bet-el, y prevaricad [...] traed de mañana vuestros sacrificios, y vuestros diezmos cada tres días" (Amós 4:4). Como notamos en el capítulo 8, la adoración de Israel era una mezcla extraña de adoración a Baal con la fe de Yahweh. No obstante, Dios rehusaba aceptar su adoración "combinada". Amos, un agricultor, compara a Israel con la fruta de verano; los ve, como fruta, que se arruina demasiado pronto (Amós 8:1-4). Tienen una forma de adoración, pero esta no es aceptable a Dios. Su religión, como su adoración, era superficial; calmaba la conciencia, pero no era auténtica. Ellos profesaban guardar el sábado; no obstante, es­peraban a las puertas de la ciudad el sábado de tarde, y pregunta­ban: "¿Cuándo se pondrá el sol, para que podamos vender nuestro trigo? Falsificaban sus balanzas con engaño y se aprovechaban de los pobres (ver Amós 8:5, 6).
El profeta no mezquina palabras: "¡Ay de los que desean el día de Jehová! ¿Para qué queréis este día de Jehová? Será de tinieblas, y no de luz; como el que huye del león, y se encuentra con el oso" (Amós 5:18,19). Además dice Dios por medio del profeta: "He aquí vienen días [...] en los cuales enviaré hambre a la tierra, no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la palabra de Jehová" (Amós 8:11). Cuando Dios deja de llamarnos estamos en graves problemas. Dios ruega por medio del profeta: "Buscadme, y viviréis" (Amós 5:4). Les advierte que no deben adorar en Bet-el, Gilgal ni Beerseba, lugares de adoración "combinada" a "Yahweh y Baal" (versículos 5, 6).
Dios les recuerda que desprecia sus días de fiesta y sus asam­bleas sagradas. Que no aceptará sus ofrendas de granos (ver los versículos 21, 22). Que no escuchará "la multitud de tus cantares" (versículo 23). ¿Qué quiere Dios de ellos? "Corra el juicio como las aguas, y la justicia como impetuoso arroyo" (versículo 24). Como veremos otra vez en otro de los profetas del Antiguo Testamento, la pasión de Dios es que su pueblo haga justicia, y no solo la profese o hable acerca de ella. "Vivan con justicia y misericordia", que para Dios es mucho mejor que el mero hablar. Dios quiere la adoración del corazón, no una adoración simulada".
Amós termina su profecía con un cuadro de la restauración de Israel, cuando Dios dice: "Traeré del cautiverio a mi pueblo Israel [...] y los plantaré sobre su tierra" (Amós 9:14, 15). ¡Qué Dios lleno de gracia! ¡Siempre listo a perdonar, a restaurar y a restablecer a todos sus hijos en la tierra que les prometió!


Miqueas, profeta en Judá


Miqueas era un contemporáneo más joven de Oseas e Isaías, que profetizó en Judá durante la última parte del siglo VIII a. C., cuando Asiria era el poder dominante en la región. Mientras ser­vía como rey de Judá, Acaz avanzó hasta la idolatría total, y hasta "hizo pasar a sus hijos por fuego, conforme a las abominaciones de las naciones que Jehová había arrojado" (2 Crónicas 28:3). Acaz fue probablemente el rey más idólatra que reinó sobre Judá. El pueblo seguía observando las formas tradicionales de adoración, pero las comprometían con ritos idólatras paganos. Se levantaron muchos falsos profetas, animando al pueblo y diciendo que todo iba bien, y que no había necesidad de preocuparse por las advertencias de los juicios de Dios.
En un giro interesante y poco usual, un buen rey siguió a uno malo. Su hijo Ezequías sucedió a Acaz, y éste "hizo lo recto ante los ojos de Jehová" (2 Crónicas 29:2) y procuró eliminar la apostasía a la que su padre había llevado a Judá, abolir la idolatría y traer una reforma, tanto espiritual como moral, a su pueblo. Su objetivo era traer de regreso a su pueblo a la adoración del verdadero Dios.
Cuando Ezequías comenzó a reinar, abrió la casa de Dios, la re­paró y restauró la adoración en el Templo. Destruyó los altares pa­ganos en Jerusalén y volvió a establecer la ceremonia de la Pascua. El registro afirma que "hubo entonces gran regocijo en Jerusalén", porque nada como eso había ocurrido desde los días de Salomón (2 Crónicas 30:26).
Miqueas comienza su mensaje a Judá describiendo los castigos de Dios sobre Samaria. Luego sugiere que la herida de Judá es incu­rable como la de Samaria (Miqueas 1:9; NVI), porque el reino del sur ha seguido en los pasos de su vecina del norte, Israel, en la adoración a los ídolos. También describe algunos de los males sociales que su pueblo practicaba y los castigos que están determinados sobre los príncipes y los profetas. Espera la restauración del reino de Israel y profetiza el lugar exacto del nacimiento del Mesías, y la obra que haría (Miqueas 5).
En el capítulo 6, Dios les implora fervientemente a sus hijos te­rrenales, recordándoles su historia de adoración a Baal (versículos 3-5). Quiere que recuerden que él es Aquel que los redimió de la esclavi­tud. Sin estar seguro, Miqueas pregunta a Dios: ¿Qué es lo que real­mente quieres de nosotros? "¿Con qué me presentaré ante Jehová, y adoraré al Dios Altísimo? ¿Me presentaré ante él con holocaustos, con becerros de un año? ¿Se agradará Jehová de millares de carne­ros, o de diez mil arroyos de aceite? ¿Daré mi primogénito por mi rebelión, el fruto de mis entrañas por el pecado de mi alma?" (Miqueas 6:6, 7). Miqueas le dice a la gente, que Dios tiene grandes planes para ellos. Que él quiere justicia y que gocen de sus bendiciones. Luego viene el resumen: "Oh hombre, él te ha declarado lo que es bueno, y qué pide Jehová de ti: solamente hacer justicia, y amar misericordia, y humillarte ante tu Dios" (versículo .
Dios quiere que su pueblo sea sencillo, no complicado, claro y enfático. Quiere que sus hijos sean obedientes (que hagan lo co­rrecto), que sean buenos con los otros seres humanos (amarlos y mostrarles misericordia), y que caminen humildemente con su Dios (que lo reconozcan como el Creador, y se vean como sus criaturas). Como se notó en otros capítulos, nuestra relación con Dios debe estar basada sobre dos principios. El primero: Dios es santo y justo. Él es la Majestad del Cielo, el Gobernante del universo. El segundo: somos las criaturas de sus manos, debemos ir a él con humildad y temor respetuoso, adorándolo como el grande y majestuoso Dios Creador. Fuimos creados con la capacidad de adorar, pero debe­mos adorar solo al Creador que nos hizo.
Así, en pocas palabras, Miqueas resume nuestro deber hacia no­sotros mismos, hacia los demás seres humanos y hacia nuestro gran Dios. Suena muy sencillo; no obstante, es imposible para los pobres seres humanos pecaminosos lograrlo, a menos que lo busquemos a él. Miqueas concluye su mensaje, como la mayoría de los profetas, con palabras de esperanza para Israel, por causa del gran amor y la compasión de Dios por ellos. Él hará milagros para ellos; perdonará sus pecados; y les mostrará su gran fidelidad hacia ellos (7:14-20). Esas mismas promesas son para nosotros hoy, como individuos y como iglesia. Dios espera con paciencia que sus hijos acepten sus condiciones: obedecer sus leyes, vivir los principios de justicia, y mostrar misericordia a los demás seres humanos. Adorarlo con hu­mildad, reverencia y temor respetuoso porque él es Dios. Eso es lo que Dios quiere de su pueblo hoy.


Isaías habla de la adoración fingida


Isaías comienza su mensaje a Judá describiendo su condición es­piritual. "Toda cabeza está enferma, y todo corazón doliente [...] No hay en él cosa sana, sino herida, hinchazón y podrida llaga" (Isaías 1:5, 6). ¡Eso era suficiente para Dios! Él está cansado de todos sus sa­crificios; aun el incienso que quemaban era una abominación para él (versículos 11-13). ¿Por qué está Dios tan disgustado con sus ofren­das sin valor? Porque las manos que las ofrecen están cubiertas de sangre, así que no importa cuántas oraciones pronuncien, él no los escuchará (versículo 15).
¿Contradice Dios sus propias instrucciones? ¿No les dio él el sis­tema de sacrificios?
Sí, Dios le dio los ritos de adoración a Israel, pero nunca tuvo la intención de que esos ritos llegaran a ser un fin en sí mismos, susti­tutos de la espiritualidad real. Demasiado a menudo las ceremonias eran una mera forma para hacer que se los viera bien. No son los servicios sagrados y los días de fiesta lo que Dios condena, sino la vacuidad de lo que profesaban. Eso es lo que él odia: una forma de religión sin poder espiritual genuino. Hacían un pomposo espec­táculo de su religión, pero su vida espiritual se había marchitado. Mientras sus vidas estaban llenas de engaño y de corrupción, sus almas estaban contaminadas. Dios ya no puede aceptar su simula­ción. Aun sus ayunos eran ofensivos para él, porque ayunaban por contención, luchas y debate (Isaías 58:3-7). Ellos quieren saber: "¿Por qué, dicen, ayunamos, y no hiciste caso?" (Isaías 58:3). Y Dios es rápido para decirles lo que desea en el ayuno: no usar sacos ásperos y cenizas para hacer de ello un espec­táculo; no una piedad externa e inclinaciones de cabeza; no luchas y debates. Más bien, él quiere ver que el ayuno resulte en acción: liberar a los oprimidos, romper el yugo de esclavitud, dar comida a los hambrientos, preocuparse por los que no tienen techo, vestir a los desnudos, alimentar a los hambrientos y atender a sus propios pa­rientes. Estos son el fruto de la adoración genuina; de ofrendas, ora­ciones, y ayunos que son aceptables para un Dios santo (Isaías 58). Isaías ocupa una parte considerable de su libro enfatizando la justicia de Dios y la salvación que él provee, que serán reveladas en la venida del Mesías. En el capítulo 56, habla acerca de los ex­tranjeros que se han unido al Señor, que guardan el sábado, pero luego se pregunta si él es realmente parte del pueblo de Dios. Isaías es enfático: Sí. Dios ama a los extranjeros (conversos nuevos) que se unen a él, que se aferran al pacto y guardan el sábado. Los "re­crearé en mi casa de oración" (Isaías 56:7). Dios se proponía que Israel compartiese el evangelio con todos los pueblos de la tierra. Habían de ser "luces para los gentiles" (42:6) que vivían a su alrededor, de modo que ellos también pudieran estar listos para recibir al Mesías cuando viniera. No obstante, demasiado a menudo Israel y Judá, egoístamente, acapararon las bendiciones para sí mismos. Al ha­cerlo, esas bendiciones que Dios quería que compartieran llegaron a ser una maldición para sus corazones egoístas. Dios dijo que aun las asambleas sabáticas eran una carga para él. ¿Por qué? Porque, como él había dicho antes, no podía soportar la combinación de ini­quidad con las asambleas solemnes (Isaías 1:13). Lo que él realmente quería de su pueblo era su corazón. Les ofreció limpiarlos y darles corazones nuevos. "Lavaos [...] dejad de hacer lo malo" (versículo 16). Luego, con gran dramatismo, Dios exhorta: "Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta [...] si vuestros pecados [...] fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana" (versículo 18). Dios quiere el corazón, pero quiere un corazón limpio, libre de pecado, de egoísmo y maldad. Dios puede llenar un corazón limpio y usarlo para su gloria. Isaías le explicó resumidamente a su pueblo de entonces, y a nosotros ahora, lo que Dios quiere de su pueblo: una obediencia amante en cada aspecto de sus vidas, no meras palabras o formas, sino una vida consagrada. El pueblo de Dios tiene que elevar el fundamento de la verdad, que Dios dio al principio; debe restaurar los senderos antiguos de vida piadosa y reparar los portillos que se han hecho en la ley de Dios (ver Isaías 58:12). De inmediato Isaías les explica lo que Dios quiere con respecto a su sábado: quiere que dejen sus propios placeres y se deleiten en los placeres de su día especial. Hay que deleitarse en el día de Dios, no como una mera forma, sino porque es santo y porque se deleitan en su Hacedor, quien es santo. Cuando tengan una relación con Dios, buscarán sus placeres y deleites en Aquel que es el principal amor de sus vidas. ¿Los resultados? Isaías describe las bendiciones que sobrevendrán a quienes siguen el plan de Dios. Llama a su pueblo: "Levántate, resplandece; porque ha venido tu luz, y la gloria de Jehová [el Me­sías] ha nacido sobre ti" (Isaías 60:1). Serán una luz en la oscuridad de un mundo que necesita a Cristo. Sus corazones se emocionarán al ver los resultados de las buenas noticias que llevan y de la exten­sión del reino de Dios hasta los fines de la tierra (ver Isaías 60:1-5). Los últimos capítulos de Isaías virtualmente estallan con pro­mesas del glorioso reinado del Mesías. Hoy tenemos el privilegio y la oportunidad de compartir las buenas noticias de formas que la gente de los tiempos de Isaías no podría haber imaginado, ni siquiera la generación de nuestros padres lo hubiera sospechado. ¿Estamos haciéndolo?


El llamado de Jeremías a una reforma


El profeta Jeremías ministró a Judá en los últimos cuarenta años antes del cautiverio. Fueron años difíciles. Josías, el último rey bue­no de Judá, y el ministerio de Jeremías sin duda contribuyeron a las reformas espirituales que sucedieron durante ese tiempo. Mientras era todavía adolescente, Josías "comenzó a buscar al Dios de David su padre" (2 Crónicas 34:3). Limpió a Jerusalén de ídolos, destruyó los altares paganos, quemó las casas de los profetas de Baal, y "limpió a Judá y a Jerusalén" (versículo 5). Reparó el Templo y restituyó la cele­bración de la Pascua (2 Crónicas 35:1-19). El reavivamiento y la refor­ma que Josías condujo no tenían precedentes en la historia de Judá. Dios escuchó a Josías, porque, dijo Dios, "tu corazón se conmovió, y te humillaste delante de [mí]" (2 Crónicas 34:27). Más tarde, Jeremías lamentó la muerte inesperada del buen rey Josías que paralizó su reforma (ver 2 Crónicas 35:25-27).
Como Isaías, Jeremías estaba preocupado por su pueblo. Mu­chos intentaban parecer religiosos mientras mantenían sus corazo­nes lejos de Dios. Jeremías los reprendió por seguir el ejemplo de Israel, de adulterio y descuido, y por no volverse a Jehová, excepto fingidamente (Jeremías 3:8, 10). Por ejemplo, Jeremías vio a su pueblo a las puertas del Templo repitiendo las palabras: "Templo de Jehová, templo de Jehová" (Jeremías 7:4). Sus palabras piadosas eran realmente "palabras de mentira", porque debían encubrir sus robos, adulte­rios, tratos falsos, y aun la quema de incienso ante Baal (versículos 3-11). ¡Cuán fácil es caer en el hábito de hablar las palabras apropiadas -palabras religiosas de moda-, como una clase de "cobertura sagra­da" que darán la apariencia de ser religiosos, mientras el interior de los corazones está lleno de pecados secretos, que no se quieren confesar! A menos que cambiaran sus caminos, les advirtió Jere­mías, Dios no los aceptaría, no importa cuán piadosas fueran sus palabras (versículos 1-15).
Algunos de los profetas y sacerdotes querían sanar la herida del pueblo diciendo: "Paz, paz; y no hay paz" (Jeremías 8:11). Usando pala­bras actuales: "Predique hermosos sermones que harán que la gen­te se sienta bien". En contraste, Dios insistía: "Escuchad [obedeced] mi voz, y seré a vosotros por Dios, y vosotros me seréis por pueblo; y andad en todo camino que os mande, para que os vaya bien" (Jeremías 7:23; la cursiva fue añadida). En estos últimos días de la historia de la tierra, mientras la gente acude a adorar a Dios, necesitan oír lo que él les está diciendo en su Palabra. Necesitan escuchar las adver­tencias y las condiciones para recibir sus promesas.
Jeremías intercedió ante Dios por su pueblo (ver Jeremías 14). Dios le recordó que "engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso" (Jeremías 17:9). Llamó al pueblo a volver a la observancia apropiada del sábado: no llevar cargas en sábado sino santificarlo para un Dios santo (ver los versículos 21-25). Un tema recurrente en el libro de Jeremías es la promesa de Dios de sanar la "rebeldía" de Judá, si solo el pueblo volviera a él (ver Jeremías 3:22). La oferta apasionada de sanarlos es: "Yo haré venir sanidad para ti, y sanaré tus heridas" (Jeremías 30:17). ¡Qué Dios lleno de gracia es Jehová! Jeremías predijo el reinado de un rey justo, que salvaría a Judá y restauraría a Israel. ¿Su nombre? "JEHOVÁ, JUSTICIA NUES­TRA" (Jeremías 23:6). ¡Si solo el pueblo hubiese escuchado su mensaje de esperanza, podrían haber evitado su trágico final en el cauti­verio! Jeremías registró la captura de Jerusalén bajo el malvado reinado de Sedequías. Nabucodonosor y su ejército babilonio si­tiaron Jerusalén, derribaron su muro y quemaron la Casa de Dios. Llevaron el botín a Babilonia: los vasos preciosos, los pilares de bronce, el oro y la plata. Finalmente, Jeremías fue puesto en prisión por su predicación directa. Su mensaje sigue hablándonos hoy, pues el último mensaje de advertencia de Dios llama a su pueblo a salir de Babilonia (Jeremías 50:8; Apocalipsis 18:4). Su llamado para que Judá recordara a su Hacedor suena como un eco en el último llamado de Dios a adorar al Crea­dor (Jeremías 51:15-19; Apocalipsis 14:7).


La teofanía de Isaías


Ya hemos considerado el ministerio de Isaías y las dificultades que afrontó al ser llamado al oficio profético. Ahora examinaremos lo mejor de Isaías, cuando Dios le confirmó su llamado de una ma­nera singular. Pocos seres humanos han tenido la gloriosa oportu­nidad de una teofanía, un encuentro en el cual Dios se les aparece o revela de manera sobrenatural. Moisés escuchó hablar a Dios desde la zarza ardiente, y más tarde en el monte Sinaí tuvo otra vez el pri­vilegio de una vislumbre de la gloria de Dios. El apóstol Juan tuvo el privilegio de ver a su Salvador glorificado, con quien una vez había caminado por los polvorientos caminos de Palestina.
El profeta Isaías, confrontado por la intranquilidad política causada por las huestes asirias, y la lepra de apostasía y rebelión que afligía a su pueblo, quiso eludir la tarea, aparentemente sin esperanza, que Dios le había dado. La desesperanza lo abrumó. Repentinamente, mientras estaba bajo el pórtico del Templo, una visión de la gloria de Dios inundó el lugar. Isaías vio a Yahweh sentado en un Trono alto y sublime. Vio a los serafines a ambos lados del Trono, sus rostros velados en asombro y adoración. Oyó voces unidas en alabanza: "Santo, santo, santo, Jehová de los ejér­citos; toda la tierra está llena de su gloria" (Isaías 6:3). Esta triple expresión lo llenó de temor reverente. La admiración y la alaban­za que las huestes angélicas dirigían a la Majestad del universo abrumaron a Isaías. ¡Qué contraste! Isaías se había concentrado en el curso malvado de su pueblo; en el problema que rodeaba a la nación; en su pro­pia incapacidad para la tarea. Y Dios le mostró una nueva escena. El poderoso Dios santo, que sostiene todo el universo y creó este pequeño planeta, le dio una tarea para hacer. De repente, todas las preocupaciones de Isaías parecieron pequeñas en comparación con la gloria de Dios. Abrumado con sobrecogimiento, Isaías debió ha­ber luchado para captar la profundidad y la altura de la santidad de Dios. ¡Toda la tierra está llena de su gloria! ¿Y yola puedo ver? ¡Él es santo, y yo soy pecador e inmundo, pero lo he visto con mis propios ojos! ¡He escuchado el coro de ángeles con mis propios oídos! Los postes de la puerta del templo tiemblan, y la casa se llena de humo. Isaías exclamó: "¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos" (versículo 5).
Cuando los seres humanos realmente perciben la santidad de Dios, esta respuesta surge naturalmente. Sentimos un temor res­petuoso, reverencia y una admiración de lo divino; su santidad trasciende la captación humana y eso inspira verdadera humildad. Isaías se vio a sí mismo y a su nación como impuros e indignos, porque él había visto al Rey, Jehová de los ejércitos. Entonces, uno de los serafines vino y tocó la lengua de Isaías con un carbón en­cendido del altar. Con eso, su iniquidad había sido eliminada; su corazón fue tocado, y él ahora estaba listo para responder al lla­mado de Dios: "Heme aquí, envíame a mí" (versículo . Isaías nunca olvidó aquel encuentro. Su visión de la gloria de Dios y del carbón encendido que tocó sus labios lo impulsó a profetizar, a predicar, a rogar al pueblo durante seis décadas, a menudo haciendo caso omi­so a la oposición y la resistencia. Sus grandes profecías del Mesías y el triunfo final del reino de Dios le dieron esperanza, coraje y una santa osadía.
El mensaje de Isaías a su pueblo de entonces, y a nosotros hoy, describe el nuevo cielo y la tierra nueva que Dios ha prometido a sus hijos, y que él está ahora preparando para nosotros. "Y de mes en mes, y de sábado en sábado, vendrán todos a adorar delante de mí, dijo Jehová" (Isaías 66:23).
Nuestra adoración, aquí abajo, es la preparación para la gran ex­periencia de adoración en lo alto. Él quiere verdaderos adoradores, personas cuyos corazones han sido renovados por la gracia y cuya adoración provenga de vidas leales y obedientes. Dios no desea una adoración fingida. Quiere adoración real de sus hijos, adoración que provenga de corazones que reverencien a Dios. Corazones que pal­piten con amor y gratitud por lo que este maravilloso y majestuoso Dios ha hecho por nosotros. Él anhela prepararnos para la adoración en el cielo, con los ángeles y con las huestes de los redimidos. Ahora es nuestro tiempo de preparación para ese evento. Cada día de nues­tras vidas es una oportunidad para edificar caracteres que, por su gracia, serán capaces de estar en la presencia de nuestro santo Dios. Cada servicio de adoración debería ser una sesión de práctica para aquel servicio de adoración de allá arriba.

  

Comentario bíblico adventista, tomo 4, p. 1036.

Teofania es una transliteración de la palabra griega theofáneia que significa una "aparición de Dios". Se refiere a la aparición de una deidad a un ser humano, o a una revelación de un mensaje divino.

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2. Cristo y la Ley de Moisés (Éxodo 13:2,12; Deuteronomio 22:23,24; Mateo 17:24-27; Lucas 2:21-24; 41-52; Juan 8:1-11)
3. Cristo y las tradiciones religiosas (Isaías 29:13; Mateo 5:17-20; 23:1-7; 15:1-6; Romanos 10:13)
4. Cristo y la Ley en el Sermón del Monte (Mateo 5:17-37; Lucas 16:16; Romanos 7:24)
5. Cristo y el sábado (Génesis 2:1-3; Isaías 65:17; Mateo 2:23-28; Juan 5:1-9; Hechos 13:14; Hebreos 1:1-3)
6. La muerte de Cristo y la Ley (Hechos 13:38,39; Romanos 4:15; 7:1-13; 8:5-8; Gálatas 3:10)
7. Cristo, el fin de la ley( Romanos 5:12-21; 6:15-23; 7:13-25; 9:30-10:4; Gálatas 3:19-24)
8. La Ley de Dios y la ley de Cristo
9. Cristo, la Ley y el evangelio
10. Cristo, la Ley y los pactos
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12. La iglesia de Cristo y la Ley
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