La lección de escuela sabática con textos bíblicos
Lección 2 Para el 9 de julio de 2011
LA ADORACIÓN Y EL ÉXODO: COMPRENDER QUIÉN ES DIOS
Sábado 2 de julio
LEE PARA EL ESTUDIO DE ESTA SEMANA: Éxodo 3:1-15; 12:1-
36; 20:4, 5; 32:1-6; 33:12-23.
PARA MEMORIZAR:
“Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de
servidumbre. No tendrás dioses ajenos delante de mí” (Éxodo 20:2, 3).
AL HABLAR A LA SAMARITANA, Jesús le dijo: “Vosotros adoráis lo
que no sabéis; nosotros adoramos lo que sabemos; porque la salvación
viene de los judíos” (Juan 4:22). Imagínate, adorar lo que no sabes. Pero
eso es lo que casi todo el mundo ha hecho, o está haciendo: adorar lo que
no conoce. Cuando ves a alguien inclinarse y adorar un bloque de piedra,
pensando que responderá sus oraciones, estás viendo a una persona que
adora lo que no sabe. Es decir, está adorando lo que piensa que puede darle
la salvación, pero eso no puede hacerlo. En un contexto más moderno, la
gente que se hace dioses con el poder, el dinero, la fama, o el yo, también
está adorando lo que no sabe, lo que no puede salvarla.
En el contexto cristiano, la pregunta es: ¿Sabemos lo que estamos
adorando? ¿Conocemos al Dios que alabamos y honramos? ¿Quién es
él? ¿Cuál es su nombre? ¿Cómo es él?
Esta semana consideraremos algunos registros de los hijos de Israel,
y cómo su encuentro con Dios nos revela la naturaleza y el carácter del
Dios al que profesamos servir y adorar. Después de todo, ¿qué sentido
tiene adorar lo que no sabemos?
Domingo 3 de julio Lección 2
TIERRA SANTA
Para Moisés era una cosa común ver arder un arbusto en el desierto;
probablemente habrá visto cosas así antes. Pero, lo extraño era que el
arbusto no se consumía: seguía ardiendo, y ardiendo. En ese momento,
Moisés supo que estaba viendo una “grande visión”, algo tal vez
sobrenatural.
Lee Éxodo 3:1 al 15. ¿Qué elementos fundamentales de la verdadera
adoración pueden verse en estos versículos?
Éxodo 3:1 al 15
1APACENTANDO Moisés las ovejas de Jetro su suegro, sacerdote de Madián, llevó las ovejas a través del desierto, y llegó hasta Horeb, monte de Dios.
2 Y se le apareció el Ángel de Jehová en una llama de fuego en medio de una zarza; y él miró, y vio que la zarza ardía en fuego, y la zarza no se consumía.
3 Entonces Moisés dijo: Iré yo ahora y veré esta grande visión, por qué causa la zarza no se quema.
4 Viendo Jehová que él iba a ver, lo llamó Dios de en medio de la zarza, y dijo: ¡Moisés, Moisés! Y él respondió: Heme aquí.
5 Y dijo: No te acerques; quita tu calzado de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es.
6 Y dijo: Yo soy el Dios de tu padre, Dios de Abraham, Dios de Isaac, y Dios de Jacob. Entonces Moisés cubrió su rostro, porque tuvo miedo de mirar a Dios.
7 Dijo luego Jehová: Bien he visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto, y he oído su clamor a causa de sus exactores; pues he conocido sus angustias,
8 y he descendido para librarlos de mano de los egipcios, y sacarlos de aquella tierra a una tierra buena y ancha, a tierra que fluye leche y miel, a los lugares del cananeo, del heteo, del amorreo, del ferezeo, del heveo y del jebuseo.
9 El clamor, pues, de los hijos de Israel ha venido delante de mí, y también he visto la opresión con que los egipcios los oprimen.
10 Ven, por tanto, ahora, y te enviaré a Faraón, para que saques de Egipto a mi pueblo, los hijos de Israel.
11 Entonces Moisés respondió a Dios: ¿Quién soy yo para que vaya a Faraón, y saque de Egipto a los hijos de Israel?
12 Y él respondió: Vé, porque yo estaré contigo; y esto te será por señal de que yo te he enviado: cuando hayas sacado de Egipto al pueblo, serviréis a Dios sobre este monte.
13 Dijo Moisés a Dios: He aquí que llego yo a los hijos de Israel, y les digo: El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros. Si ellos me preguntaren: ¿Cuál es su nombre?, ¿qué les responderé?
14 Y respondió Dios a Moisés: YO SOY EL QUE SOY. Y dijo: Así dirás a los hijos de Israel: YO SOY me envió a vosotros.
15 Además dijo Dios a Moisés: Así dirás a los hijos de Israel: Jehová, el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob, me ha enviado a vosotros. Este es mi nombre para siempre; con él se me recordará por todos los siglos.
Desde el mismo principio, vemos aquí algo de la santidad de Dios y
de la actitud con la que necesitamos acercarnos a él. Dios le dijo a
Moisés que se quitara los zapatos, porque esa era tierra santa. Dios
estaba mostrando claramente la distinción entre sí mismo –el Señor– y
Moisés, un pecador con necesidad de gracia. La reverencia, el temor y el
respeto: esas son las actitudes vitales para la verdadera adoración.
Otro punto importante es Dios, el centro de esta experiencia. La
primera respuesta de Moisés fue: “¿Quién soy yo para que vaya?” El
foco estaba puesto en sí mismo, en sus necesidades, en sus debilidades,
en sus temores. Poco después, sin embargo, pasa de sí mismo a Dios y a
lo que Dios haría. Cuán vital es que toda la adoración se centre en Dios,
no en nosotros mismos.
Esto conduce a otro elemento importante en la adoración: la salvación y
la liberación. El Éxodo de Egipto ha sido un símbolo de la salvación que
todos tenemos en Cristo (1 Corintios 10:1-4). Dios no se le apareció a
Moisés solamente para darse a conocer; sino también para permitirle
conocer la gran obra de liberación que realizaría en favor de los hijos de
Israel. De la misma manera, Jesús no vino a esta tierra únicamente para
representar a Dios y ayudarnos a saber más de él. No, Jesús vino para
sufrir por nuestros pecados, para dar su vida como rescate, para morir
en la cruz la muerte que nosotros merecemos. Por medio de su muerte,
sabemos más acerca del carácter de Dios. Al fin, Cristo vino para pagar
la penalidad de nuestros pecados y así darnos verdadera liberación, simbolizada,
en parte, por lo que Dios hizo por Israel librándolo de Egipto.
¿Cuánto tiempo pasas considerando la cruz y la liberación que se te
ha dado por medio de Jesús? ¿O pasas más tiempo pensando en
otras cosas, que no te pueden salvar? ¿Cuáles son las implicaciones
de tu respuesta?
Lección 2 Lunes 4 de julio
LA MUERTE DE LOS PRIMOGÉNITOS: LA PASCUA
Y LA ADORACIÓN
“Vosotros responderéis: Es la víctima de la pascua de Jehová, el cual
pasó por encima de las casas de los hijos de Israel en Egipto, cuando
hirió a los egipcios, y libró nuestras casas. Entonces el pueblo se inclinó
y adoró” (Éxodo 12:27).
La palabra hebrea traducida como “adoró”, en el versículo citado,
proviene de una raíz que significa “inclinarse” o “postrarse”. La palabra misma
casi siempre aparece en una forma verbal que intensifica su significado o
da la idea de repetición. Uno casi puede imaginar a una persona que se
inclina una y otra vez, hacia abajo y hacia arriba, con reverencia, temor
y gratitud. De hecho, considerando el contexto, eso no es difícil de ver.
Lee la historia de esa primera noche de Pascua, en Éxodo 12:1 al 36.
¿Cómo se revela el evangelio en estos versículos, que debería estar en el
centro de toda nuestra adoración?
Éxodo 12:1 al 36
1 HABLO Jehová a Moisés y a Aarón en la tierra de Egipto, diciendo:
2 Este mes os será principio de los meses; para vosotros será éste el primero en los meses del año.
3 Hablad a toda la congregación de Israel, diciendo: En el diez de este mes tómese cada uno un cordero según las familias de los padres, un cordero por familia.
4 Mas si la familia fuere tan pequeña que no baste para comer el cordero, entonces él y su vecino inmediato a su casa tomarán uno según el número de las personas; conforme al comer de cada hombre, haréis la cuenta sobre el cordero.
5 El animal será sin defecto, macho de un año; lo tomaréis de las ovejas o de las cabras.
6 Y lo guardaréis hasta el día catorce de este mes, y lo inmolará toda la congregación del pueblo de Israel entre las dos tardes.
7 Y tomarán de la sangre, y la pondrán en los dos postes y en el dintel de las casas en que lo han de comer.
8 Y aquella noche comerán la carne asada al fuego, y panes sin levadura; con hierbas amargas lo comerán.
9 Ninguna cosa comeréis de él cruda, ni cocida en agua, sino asada al fuego; su cabeza con sus pies y sus entrañas.
10 Ninguna cosa dejaréis de él hasta la mañana; y lo que quedare hasta la mañana, lo quemaréis en el fuego.
11 Y lo comeréis así: ceñidos vuestros lomos, vuestro calzado en vuestros pies, y vuestro bordón en vuestra mano; y lo comeréis apresuradamente; es la Pascua de Jehová.
12 Pues yo pasaré aquella noche por la tierra de Egipto, y heriré a todo primogénito en la tierra de Egipto, así de los hombres como de las bestias; y ejecutaré mis juicios en todos los dioses de Egipto. Yo Jehová.
13 Y la sangre os será por señal en las casas donde vosotros estéis; y veré la sangre y pasaré de vosotros, y no habrá en vosotros plaga de mortandad cuando hiera la tierra de Egipto.
14 Y este día os será en memoria, y lo celebraréis como fiesta solemne para Jehová durante vuestras generaciones; por estatuto perpetuo lo celebraréis.
15 Siete días comeréis panes sin levadura; y así el primer día haréis que no haya levadura en vuestras casas; porque cualquiera que comiere leudado desde el primer día hasta el séptimo, será cortado de Israel.
16 El primer día habrá santa convocación, y asimismo en el séptimo día tendréis una santa convocación; ninguna obra se hará en ellos, excepto solamente que preparéis lo que cada cual haya de comer.
17 Y guardaréis la fiesta de los panes sin levadura, porque en este mismo día saqué vuestras huestes de la tierra de Egipto; por tanto, guardaréis este mandamiento en vuestras generaciones por costumbre perpetua.
18 En el mes primero comeréis los panes sin levadura, desde el día catorce del mes por la tarde hasta el veintiuno del mes por la tarde.
19 Por siete días no se hallará levadura en vuestras casas; porque cualquiera que comiere leudado, así extranjero como natural del país, será cortado de la congregación de Israel.
20 Ninguna cosa leudada comeréis; en todas vuestras habitaciones comeréis panes sin levadura.
21 Y Moisés convocó a todos los ancianos de Israel, y les dijo: Sacad y tomaos corderos por vuestras familias, y sacrificad la pascua.
22 Y tomad un manojo de hisopo, y mojadlo en la sangre que estará en un lebrillo, y untad el dintel y los dos postes con la sangre que estará en el lebrillo; y ninguno de vosotros salga de las puertas de su casa hasta la mañana.
23 Porque Jehová pasará hiriendo a los egipcios; y cuando vea la sangre en el dintel y en los dos postes, pasará Jehová aquella puerta, y no dejará entrar al heridor en vuestras casas para herir.
24 Guardaréis esto por estatuto para vosotros y para vuestros hijos para siempre.
25 Y cuando entréis en la tierra que Jehová os dará, como prometió, guardaréis este rito.
26 Y cuando os dijeren vuestros hijos: ¿Qué es este rito vuestro?,
27 vosotros responderéis: Es la víctima de la pascua de Jehová, el cual pasó por encima de las casas de los hijos de Israel en Egipto, cuando hirió a los egipcios, y libró nuestras casas. Entonces el pueblo se inclinó y adoró.
28 Y los hijos de Israel fueron e hicieron puntualmente así, como Jehová había mandado a Moisés y a Aarón.
29 Y aconteció que a la medianoche Jehová hirió a todo primogénito en la tierra de Egipto, desde el primogénito de Faraón que se sentaba sobre su trono hasta el primogénito del cautivo que estaba en la cárcel, y todo primogénito de los animales.
30 Y se levantó aquella noche Faraón, él y todos sus siervos, y todos los egipcios; y hubo un gran clamor en Egipto, porque no había casa donde no hubiese un muerto.
31 E hizo llamar a Moisés y a Aarón de noche, y les dijo: Salid de en medio de mi pueblo vosotros y los hijos de Israel, e id, servid a Jehová, como habéis dicho.
32 Tomad también vuestras ovejas y vuestras vacas, como habéis dicho, e idos; y bendecidme también a mí.
33 Y los egipcios apremiaban al pueblo, dándose prisa a echarlos de la tierra; porque decían: Todos somos muertos.
34 Y llevó el pueblo su masa antes que se leudase, sus masas envueltas en sus sábanas sobre sus hombros.
35 E hicieron los hijos de Israel conforme al mandamiento de Moisés, pidiendo de los egipcios alhajas de plata, y de oro, y vestidos.
36 Y Jehová dio gracia al pueblo delante de los egipcios, y les dieron cuanto pedían; así despojaron a los egipcios.
A menos que estuvieran cubiertos por la sangre, los hijos de Israel
enfrentarían la pérdida de sus primogénitos. Para ellos, el primogénito
(que generalmente era el hijo mayor) tenía privilegios y responsabilidades
especiales, que más tarde fueron remplazados por los levitas
(Números 3:12). Israel mismo era considerado el “primogénito” de Dios
(Éxodo 4:22), lo que indicaba su relación especial con el Creador. En el
Nuevo Testamento, Jesús ha sido llamado el “primogénito” (Romanos
8:29; Colosenses 1:15, 18).
Aunque los primogénitos fueron perdonados aquí, en realidad Cristo,
“el primogénito”, debía morir; una muerte simbolizada por la sangre
puesta sobre las puertas de las casas. Este acto simboliza una poderosa
representación de la muerte sustitutiva de Jesús. Él murió para que los
“primogénitos”, en cierto sentido todo el pueblo salvado por Dios (ver
Hebreos 12:23), no sufrieran la muerte que merecían.
En Egipto, la gente había obedecido a sus amos por temor; ahora
aprenderían que la verdadera adoración surge de un corazón lleno
de amor y gratitud al Único que tiene el poder de librar y salvar.
¿Cómo puedes aprender a apreciar y a amar más a Dios? ¿De qué
modo el pecado tiende a apagar ese amor?
Martes 5 de julio Lección 2
NINGÚN OTRO DIOS
Imagínate la escena: el monte Sinaí envuelto en una espesa nube,
temblando con los truenos, iluminado por relámpagos, y el sonido de
trompetas. El pueblo tiembla. El aire se llena de humo, porque el Dios
de Israel ha descendido en fuego sobre el santo monte (Éxodo 19:16-19).
Allí, en medio de la nube y del humo, Dios se reveló en terrible
grandeza. Entonces, la voz del Libertador proclamó los primeros cuatro
Mandamientos, todos vinculados directamente con la adoración.
Concéntrate en Éxodo 20:1 al 6. ¿Qué puntos importantes se
presentan en estos versículos acerca de la adoración?
Éxodo 20:1 al 6
1 Y HABLO Dios todas estas palabras, diciendo:
2 Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre.
3 No tendrás dioses ajenos delante de mí.
4 No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra.
5 No te inclinarás a ellas, ni las honrarás; porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen,
6 y hago misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos.
Los Diez Mandamientos comienzan con un recordativo de la
liberación de los hijos de Israel, que pronuncia Dios. Solo Dios, el
verdadero Dios, el único Dios, podría haber hecho eso por ellos. Todos
los otros dioses, tales como los dioses de Egipto, eran dioses falsos,
creaciones humanas incapaces de salvar o de librar a nadie. Estos
“dioses” también demuestran egoísmo, demandas y a menudo rasgos
inmorales de carácter, que reflejaban su origen humano. ¡Qué contraste
con Dios, el amante y abnegado Creador y Redentor! De este modo,
después de siglos de estar sumergidos en el crudo politeísmo de una
cultura pagana, los hijos de Israel necesitaban saber que su Señor y
Dios era el único Dios, especialmente ahora cuando entraban en una
relación de pacto con él.
¿De qué modo nos ayuda este trasfondo a comprender mejor lo que
Dios les dijo en Éxodo 20:4 y 5? Además, ¿cómo podemos tomar el
principio que se encuentra allí y aplicarlo a nosotros mismos hoy?
Elena de White escribió: “Cualquier cosa que nos atraiga y que
tienda a disminuir nuestro amor a Dios, o que impida que le
rindamos el debido servicio, es para nosotros un dios” (Patriarcas y
profetas, p. 313). Pregúntate: ¿Cuáles son los dioses en mi vida, si los
hay, que están compitiendo por lograr mis afectos, mi tiempo, mis
prioridades o mis metas? ¿Cómo puedo eliminarlos de mi vida?
Lección 2 Miércoles 6 de julio
“ESTOS SON TUS DIOSES...”
Lee Éxodo 32:1 al 6 y responde las siguientes preguntas:
Éxodo 32:1 al 6
1 VIENDO el pueblo que Moisés tardaba en descender del monte, se acercaron entonces a Aarón, y le dijeron: Levántate, haznos dioses que vayan delante de nosotros; porque a este Moisés, el varón que nos sacó de la tierra de Egipto, no sabemos qué le haya acontecido.
2 Y Aarón les dijo: Apartad los zarcillos de oro que están en las orejas de vuestras mujeres, de vuestros hijos y de vuestras hijas, y traédmelos.
3 Entonces todo el pueblo apartó los zarcillos de oro que tenían en sus orejas, y los trajeron a Aarón;
4 y él los tomó de las manos de ellos, y le dio forma con buril, e hizo de ello un becerro de fundición. Entonces dijeron: Israel, estos son tus dioses, que te sacaron de la tierra de Egipto.
5 Y viendo esto Aarón, edificó un altar delante del becerro; y pregonó Aarón, y dijo: Mañana será fiesta para Jehová.
6 Y al día siguiente madrugaron, y ofrecieron holocaustos, y presentaron ofrendas de paz; y se sentó el pueblo a comer y a beber, y se levantó a regocijarse.
1. ¿Qué evento catalizador abrió el camino para esta gran expresión
de adoración falsa? ¿Qué lecciones deberíamos obtener de esto como
adventistas del séptimo día?
2. ¿De qué estaba hecho este falso dios, y qué nos dice esto acerca
de cuán infructífera es esta clase de adoración?
3. ¿De qué manera contrasta la adoración a esta estatua con la
adoración a Dios?
El pueblo se “levantó a regocijarse”; “se ha corrompido”; “pronto se
han apartado” (Éxodo 32:6-8). Difícilmente esto refleja la reverencia y el
respeto que debe caracterizar la verdadera adoración.
La multitud mixta (egipcios que habían elegido acompañar a Israel
en el Éxodo o que se habían casado con hebreos) sin duda influyó para
que el pueblo demandara a Aarón una forma y un estilo de adoración
que era familiar para ellos. Cuando Josué oyó el ruido que venía de allí
abajo, fue a Moisés sugiriendo que había guerra en el campamento. Pero
Moisés, que había vivido en la corte real en Egipto, sabía demasiado bien
lo que era ese ruido. Probablemente reconoció los sonidos de la parranda
licenciosa: las danzas, la música fuerte, los cantos, los gritos y la confusión
general que caracterizaban toda adoración idolátrica (Éxodo 32:17-22).
Al adorar al verdadero Dios, lo hacían con humildad y reverencia.
Ahora, al adorar delante de este ternero de oro, se comportaban como
animales. Habían cambiado “su gloria por la imagen de un buey” (Salmo
106:19, 20). Parece ser un principio de la naturaleza humana que no nos
elevamos más que aquello que adoramos o reverenciamos.
Nota cuán rápida y fácilmente comprometieron la verdad en su
adoración. Nota cuán rápidamente penetró la cultura local y los
apartó del verdadero Dios. ¿Cómo podemos asegurarnos de que,
en nuestra adoración, no caigamos en la misma trampa?
Jueves 7 de julio Lección 2
“MUÉSTRAME TU GLORIA”
En la experiencia del becerro de oro, el pueblo de Israel había roto
su pacto con Dios; había tomado su nombre en vano, por su adoración
pecaminosa y falsa. Moisés intercedió ante Dios en su favor (Éxodo
32:30-33). Por causa de su terrible pecado, Dios ordenó que su pueblo
“de dura cerviz” se quitara los adornos, “Quítate, pues, ahora tu atavíos,
para que yo sepa lo que te he de hacer” (Éxodo 33:4, 5). Para aquellos
que se arrepintieron con humildad, quitarse los atavíos era un símbolo
de su reconciliación con Dios (Éxodo 33:4-6).
Lee Éxodo 33:12 al 23. ¿Por qué elevó Moisés a Dios esta petición?
¿Qué quería aprender Moisés? ¿Por qué creía Moisés que necesitaba
estas cosas?
Éxodo 33:12 al 23
12 Y dijo Moisés a Jehová: Mira, tú me dices a mí: Saca este pueblo; y tú no me has declarado a quién enviarás conmigo. Sin embargo, tú dices: Yo te he conocido por tu nombre, y has hallado también gracia en mis ojos.
13 Ahora, pues, si he hallado gracia en tus Ojos, te ruego que me muestres ahora tu camino, para que te conozca, y halle gracia en tus ojos; y mira que esta gente es pueblo tuyo.
14 Y él dijo: Mi presencia irá contigo, y te daré descanso.
15 Y Moisés respondió: Si tu presencia no ha de ir conmigo, no nos saques de aquí.
16 ¿Y en qué se conocerá aquí que he hallado gracia en tus ojos, yo y tu pueblo, sino en que tú andes con nosotros, y que yo y tu pueblo seamos apartados de todos los pueblos que están sobre la faz de la tierra?
17 Y Jehová dijo a Moisés: También haré esto que has dicho, por cuanto has hallado gracia en mis ojos, y te he conocido por tu nombre.
18 El entonces dijo: Te ruego que me muestres tu gloria.
19 Y le respondió: Yo haré pasar todo mi bien delante de tu rostro, y proclamaré el nombre de Jehová delante de ti; y tendré misericordia del que tendré misericordia, y seré clemente para con el que seré clemente.
20 Dijo más: No podrás ver mi rostro; porque no me verá hombre, y vivirá.
21 Y dijo aún Jehová: He aquí un lugar junto a mí, y tú estarás sobre la peña;
22 y cuando pase mi gloria, yo te pondré en una hendidura de la peña, y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado.
23 Después apartaré mi mano, y verás mis espaldas; mas no se verá mi rostro.
El deseo de Moisés de ver la gloria de Dios no era curiosidad o presunción;
procedía de un deseo profundo de sentir la presencia de Dios
después de esa grosera apostasía. Aunque Moisés no había participado
de ese pecado, quedó impactado por él. No vivimos aislados en nuestra
iglesia. Lo que impacta a uno impacta a los otros: nunca debemos olvidarlo.
Considera con cuidado Éxodo 33:13. Moisés le dice a Dios que él
quería conocerlo. A pesar de todo lo que Dios había hecho, Moisés todavía
sentía su propia necesidad, su debilidad y su impotencia, y quería
una jornada más íntima con Dios, de quien dependía tanto. Cuán
interesante es que, siglos más tarde, Jesús haya dicho: “Y esta es la vida
eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a
quien has enviado” (Juan 17:3). Moisés quería ver la gloria de Dios, lo
que le haría percibir aún más su propia pecaminosidad e impotencia y
su total dependencia de Dios. Después de todo, considera lo que Dios
había pedido a Moisés que hiciera, y los desafíos que tuvo que afrontar.
No sorprende que él sintiera la necesidad de conocer a Dios.
Aquí llegamos a un punto crucial de la adoración. La adoración debería
ser acerca de Dios; debería ser acerca de nosotros, que con
humildad, fe y sumisión, buscamos conocer más de él y de su “camino”
(Éxodo 33:13).
¿Cuán bien conoces a Dios? Aún más, ¿qué elecciones haces que te
capacitarán para conocerlo mejor? ¿Cómo puedes adorarlo de una
manera que te dará un mayor aprecio por Dios y por su gloria?
Lección 2 Viernes 8 de julio
PARA ESTUDIAR Y MEDITAR: Lee “La ley dada a Israel”, “La idolatría
en el Sinaí” y “La enemistad de Satanás hacia la Ley”, Patriarcas y profetas,
pp. 310-324; 325-341; 342-355; y Salmos 105:26-45; 106:8-23.
Patriarcas y profetas pp. 310 al 355
CAPÍTULO 27 La ley Dada a Israel
Poco tiempo después de acampar junto al Sinaí, se le indicó a Moisés que subiera al monte a encontrarse con Dios. Trepó solo el escabroso y empinado sendero, y llegó cerca de la nube que señalaba el lugar donde estaba Jehová. Israel iba a entrar ahora en una relación más estrecha y más peculiar con el Altísimo, iba a ser recibido como iglesia y como nación bajo el gobierno de Dios. El mensaje que se le dio a Moisés para el pueblo fue el siguiente: "Vosotros visteis lo que hice a los Egipcios, y cómo os tomé sobre alas de águilas, y os he traído a mí. Ahora pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra. Y vosotros seréis mi reino de sacerdotes, y gente santa." (Véase Éxodo 19-25)
Moisés regresó al campamento, y reuniendo a los ancianos de Israel, les repitió el mensaje divino. Su contestación fue: "Todo lo que Jehová ha dicho haremos." Así concertaron un solemne pacto con Dios, prometiendo aceptarle como su Soberano, por lo cual se convirtieron, en sentido especial, en súbditos de su autoridad.
Nuevamente el caudillo ascendió a la montaña; y el Señor le dijo: "He aquí, yo vengo a ti en una nube espesa, para que el pueblo oiga mientras yo hablo contigo, y también para que te crean para siempre. "Cuando encontraban dificultades en su camino, se sentían tentados a murmurar contra Moisés y Aarón y a acusarlos de haber sacado las huestes de Israel de Egipto para destruirlas. El Señor iba a honrar a Moisés ante ellas, para inducir al pueblo a confiar en sus instrucciones y a cumplirlas.
Dios se propuso hacer de la ocasión en que iba a pronunciar su ley una escena de imponente grandeza, en consonancia con el exaltado carácter de esa ley. El pueblo debía comprender que todo lo relacionado con el servicio de Dios debe considerarse con gran reverencia. El Señor dijo a Moisés: "Ve al pueblo, y santifícalos hoy y mañana, y laven sus vestidos; y estén apercibidos para el día tercero, porque al tercer día Jehová descenderá, a ojos de todo el pueblo, sobre el monte de Sinaí." Durante esos días, todos debían dedicar su tiempo a prepararse solemnemente para aparecer ante Dios. Sus personas y sus ropas debían estar libres de toda impureza. Y cuando Moisés les señalara sus pecados, ellos debían humillarse, ayunar y orar, para que sus corazones pudieran ser limpiados de iniquidad.
Se hicieron los preparativos conforme al mandato; y obedeciendo otra orden posterior, Moisés mandó colocar una barrera alrededor del monte, para que ni las personas ni las bestias entraran al sagrado recinto. Quien se atreviera siquiera a tocarlo, moriría instantáneamente.
A la mañana del tercer día, cuando los ojos de todo el pueblo estaban vueltos hacia el monte, la cúspide se cubrió de una espesa nube que se fue tornando más negra y más densa, y descendió lista que toda la montaña quedó envuelta en tinieblas y en pavoroso misterio. Entonces se escuchó un sonido como de trompeta, que llamaba al pueblo a encontrarse con Dios; y Moisés los condujo hasta el pie del monte. De la espesa obscuridad surgían vividos relámpagos, mientras el fragor de los truenos retumbaba en las alturas circundantes. "Y todo el monte de Sinaí humeaba, porque Jehová había descendido sobre él en fuego: y el humo de él subía como el humo de un horno, y todo el monte se estremeció en gran manera." "Y el parecer de la gloria de Jehová era como un fuego abrasador en la cumbre del monte," ante los ojos de la multitud allí congregada. "Y el sonido de la bocina iba esforzándose en extremo." Tan terribles eran las señales de la presencia de Jehová que las huestes de Israel temblaron de 312 miedo, y cayeron sobre sus rostros ante el Señor. Aun Moisés exclamó: "Estoy asombrado y temblando" (Heb. 12: 21.)
Entonces los truenos cesaron; ya no se oyó la trompeta; y la tierra quedó quieta. Hubo un plazo de solemne silencio y entonces se oyó la voz de Dios. Rodeado, de un séquito de ángeles, el Señor, envuelto en espesa obscuridad, habló desde el monte y dio a conocer su ley. Moisés, al describir la escena, dice: "Jehová vino de Sinaí, y de Seir les esclareció; resplandeció del monte de Parán, y vino con diez mil santos: a su diestra la ley de fuego para ellos. Aun amó los pueblos; todos sus santos en tu mano: ellos también se llegaron a tus pies: recibieron de tus dichos." (Deut. 33:2, 3.)
Jehová se reveló, no sólo en su tremenda majestad como juez y legislador, sino también como compasivo guardián de su pueblo: "Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de siervos." Aquel a quien ya conocían como su guía y libertador, quien los había sacado de Egipto, abriéndoles un camino en la mar, derrotando a Faraón y a sus huestes, quien había demostrado que estaba por sobre los dioses de Egipto, era el que ahora proclamaba su ley.
La ley no se proclamó en esa ocasión para beneficio exclusivo de los hebreos. Dios los honró haciéndolos guardianes y custodios de su ley; pero habían de tenerla como un santo legado para todo el mundo. Los preceptos del Decálogo se adaptan a toda la humanidad, y se dieron para la instrucción y el gobierno de todos. Son diez preceptos, breves, abarcantes, y autorizados, que incluyen los deberes del hombre hacia Dios y hacia sus semejantes; y todos se basan en el gran principio fundamental del amor. "Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y de todas tus fuerzas, y de todo tu entendimiento; y a tu prójimo como a ti mismo." (Luc. 10: 27; véase también Deut. 6:4, 5; Lev. 19: 18.) En los diez mandamientos estos principios se expresan en detalle, y se presentan en forma aplicable a la condición y circunstancias del hombre. 313 "No tendrás otros dioses delante de mí."
Jehová, el eterno, el que posee existencia propia, el no creado, el que es la fuente de todo y el que lo sustenta todo, es el único que tiene derecho a la veneración y adoración supremas. Se prohibe al hombre dar a cualquier otro objeto el primer lugar en sus afectos o en su servicio. Cualquier cosa que nos atraiga y que tienda a disminuir nuestro amor a Dios o que impida que le rindamos el debido servicio es para nosotros un dios.
"No harás para ti imagen de escultura, ni figura alguna de las cosas que hay arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni de las que hay en las aguas debajo de la tierra. No las adorarás ni rendirás culto."
Este segundo mandamiento prohibe adorar al verdadero Dios mediante imágenes o figuras. Muchas naciones paganas aseveraban que sus imágenes no eran mas que figuras o símbolos mediante los cuales adoraban a la Deidad; pero Dios declaró que tal culto es un pecado. El tratar de representar al Eterno mediante objetos materiales degrada el concepto que el hombre tiene de Dios. La mente, apartada de la infinita perfección de Jehová, es atraída hacia la criatura más bien que hacia el Creador, y el hombre se degrada a sí mismo en la medida en que rebaja su concepto de Dios.
"Yo soy el Señor Dios tuyo, el fuerte, el celoso." La relación estrecha y sagrada de Dios con su pueblo se representa mediante el símbolo del matrimonio. Puesto que la idolatría es adulterio espiritual, el desagrado de Dios bien puede llamarse celos.
"Que castigo la maldad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación, de aquellos, digo, que me aborrecen." Es inevitable que los hijos sufran las consecuencias de la maldad de sus padres, pero no son castigados por la culpa de sus padres, a no ser que participen de los pecados de éstos. Sin embargo, generalmente los hijos siguen los pasos de sus 314 padres. Por la herencia y por el ejemplo, los hijos llegan a ser participantes de los pecados de sus progenitores. Las malas inclinaciones, el apetito pervertido, la moralidad depravada, además de las enfermedades y la degeneración física, se transmiten como un legado de padres a hijos, hasta la tercera y cuarta generación. Esta terrible verdad debiera tener un poder solemne para impedir que los hombres sigan una conducta pecaminosa.
"Y que uso de misericordia hasta millares de generaciones con los que me aman y guardan mis mandamientos." El segundo mandamiento, al prohibir la adoración de falsos dioses, demanda que se adore al Dios verdadero. Y a los que son fieles en servir al Señor se les promete misericordia, no sólo hasta la tercera y cuarta generación, que es el tiempo que su ira amenaza a los que le odian, sino hasta la milésima generación.
"No tomarás en vano el nombre del Señor tu Dios: porque no dejará el Señor sin castigo al que tomare en vano el nombre del Señor Dios suyo."
Este mandamiento no sólo prohibe el jurar en falso y las blasfemias tan comunes, sino también el uso del nombre de Dios de una manera frívola o descuidada, sin considerar su tremendo significado. Deshonramos a Dios cuando mencionamos su nombre en la conversación ordinaria, cuando apelamos a él por asuntos triviales, cuando repetimos su nombre con frecuencia y sin reflexión. "Santo y terrible es su nombre." (Sal. 111: 19.) Todos debieran meditar en su majestad, su pureza, y su santidad, para que el corazón comprenda su exaltado carácter; y su santo nombre se pronuncie con respeto y solemnidad.
"Acuérdate de santificar el día de sábado. Los seis días trabajarás, y harás todas tus labores: mas el día séptimo es sábado, o fiesta del Señor Dios tuyo. Ningún trabajo harás en él, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu criado, ni tu criada, ni tus bestias de carga, ni el extranjero que habita dentro de tus puertas o poblaciones. Por cuanto el Señor en seis días hizo el cielo, y la tierra, y el mar, y todas las cosas que hay en ellos, y descansó en el día séptimo: por esto bendijo el Señor el día sábado, y le santificó."
Aquí no se presenta el sábado como una institución nueva, sino como establecido en el tiempo de la creación del mundo. Hay que recordar y observar el sábado como monumento de la obra del Creador. Al señalar a Dios como el Hacedor de los cielos y de la tierra, el sábado distingue al verdadero Dios de todos los falsos dioses. Todos los que guardan el séptimo día demuestran al hacerlo que son adoradores de Jehová. Así el sábado será la señal de lealtad del hombre hacia Dios mientras haya en la tierra quien le sirva.
El cuarto mandamiento es, entre todos los diez, el único que contiene tanto el nombre como el título del Legislador. Es el único que establece por autoridad de quién se dio la ley. Así, contiene el sello de Dios, puesto en su ley como prueba de su autenticidad y de su vigencia.
Dios ha dado a los hombres seis días en que trabajar, y requiere que su trabajo sea hecho durante esos seis días laborables. En el sábado pueden hacerse las obras absolutamente necesarias y las de misericordia. A los enfermos y dolientes hay que cuidarlos todos los días, pero se ha de evitar rigurosamente toda labor innecesaria. "Si retrajeras del sábado tu pie, de hacer tu voluntad en mi día santo, y al sábado llamares delicias, santo, glorioso de Jehová; y lo venerares, no haciendo tus caminos, ni buscando tu voluntad." (Isa. 58: 13.) No acaba aquí la prohibición. "Ni hablando tus palabras," dice el profeta.
Los que durante el sábado hablan de negocios o hacen proyectos, son considerados por Dios como si realmente realizaran transacciones comerciales. Para santificar el sábado, no debiéramos siquiera permitir que nuestros pensamientos se detengan en cosas de carácter mundanal. Y el mandamiento incluye a todos los que están dentro de nuestras 316 puertas. Los habitantes de la casa deben dejar sus negocios terrenales durante las horas sagradas. Todos debieran estar unidos para honrar a Dios y servirle voluntariamente en su santo día.
"Honra a tu padre y a tu madre, para que vivas largos años sobre la tierra que te ha de dar el Señor Dios tuyo."
Se debe a los padres mayor grado de amor y respeto que a ninguna otra persona. Dios mismo, que les impuso la responsabilidad de guiar las almas puestas bajo su cuidado, ordenó que durante los primeros años de la vida, los padres estén en lugar de Dios respecto a sus hijos. El que desecha la legítima autoridad de sus padres, desecha la autoridad de Dios. El quinto mandamiento no sólo requiere que los hijos sean respetuosos, sumisos y obedientes a sus padres, sino que también los amen y sean tiernos con ellos, que alivien sus cuidados. que escuden su reputación, y que les ayuden y consuelen en su vejez. También encarga sean considerados con los ministros y gobernantes, y con todos aquellos en quienes Dios ha delegado autoridad.
Este es, dice el apóstol, "el primer mandamiento con promesa" (Efes. 6: 2.) Para Israel, que esperaba entrar pronto en Canaán, esto significaba la promesa de que los obedientes vivirían largos años en aquella buena tierra; pero tiene un significado más amplio, pues incluye a todo el Israel de Dios, y promete la vida eterna sobre la tierra, cuando ésta sea librada de la maldición del pecado.
"No matarás."
Todo acto de injusticia que contribuya a abreviar la vida. el espíritu de odio y de venganza, o el abrigar cualquier pasión que se traduzca en hechos perjudiciales para nuestros semejantes o que nos lleve siquiera a desearles mal, pues "cualquiera que aborrece a su hermano, es homicida" (1 Juan 3: 15), todo descuido egoísta que nos haga olvidar a los menesterosos y dolientes, toda satisfacción del apetito, o privación innecesaria, o labor excesiva que tienda a perjudicar 317 la salud; todas estas cosas son, en mayor o menor grado, violaciones del sexto mandamiento.
"No fornicarás."
Este mandamiento no sólo prohibe las acciones impuras, sino también los pensamientos y los deseos sensuales, y toda práctica que tienda a excitarlos. Exige pureza no sólo de la vida exterior, sino también en las intenciones secretas y en las emociones del corazón. Cristo, al enseñar cuán abarcante es la obligación de guardar la ley de Dios, declaró que los malos pensamientos y las miradas concupiscentes son tan ciertamente pecados como el acto ilícito.
"No hurtarás."
Esta prohibición incluye tanto los pecados públicos como los privados. El octavo mandamiento condena el robo de hombres y el tráfico de esclavos, y prohibe las guerras de conquista. Condena el hurto y el robo. Exige estricta integridad en los más mínimos pormenores de los asuntos de la vida. Prohibe la excesiva ganancia en el comercio, y requiere el pago de las deudas y de salarios justos. Implica que toda tentativa de sacar provecho de la ignorancia, debilidad, o desgracia de los demás, se anota como un fraude en los registros del cielo.
"No levantarás falso testimonio contra tu prójimo."
La mentira acerca de cualquier asunto, todo intento o propósito de engañar a nuestro prójimo, están incluidos en este mandamiento. La falsedad consiste en la intención de engañar. Mediante una mirada, un ademán, una expresión del semblante, se puede mentir tan eficazmente como si se usaran palabras. Toda exageración intencionada, toda insinuación o palabras indirectas dichas con el fin de producir un concepto erróneo o exagerado, hasta la exposición de los hechos de manera que den una idea equivocada, todo esto es mentir. Este precepto prohibe todo intento de dañar la reputación de nuestros semejantes por medio de tergiversaciones o suposiciones malintencionadas, mediante calumnias o 318 chismes. Hasta la supresión intencional de la verdad, hecha con el fin de perjudicar a otros, es una violación del noveno mandamiento.
"No codiciarás la casa de tu prójimo: ni desearás su mujer, ni esclavo, ni esclava, ni buey, ni asno, ni cosa alguna de las que le pertenecen."
El décimo mandamiento ataca la raíz misma de todos los pecados, al prohibir el deseo egoísta, del cual nace el acto pecaminoso. El que, obedeciendo a la ley de Dios, se abstiene de abrigar hasta el deseo pecaminoso de poseer lo que pertenece a otro, no será culpable de un mal acto contra sus semejantes.
Tales fueron los sagrados preceptos del Decálogo, pronunciados entre truenos y llamas, y en medio de un despliegue maravilloso del poder y de la majestad del gran Legislador. Dios acompañó la proclamación de su ley con manifestaciones de su poder y su gloria, para que su pueblo no olvidara nunca la escena, y para que abrigara profunda veneración hacia el Autor de la ley, Creador de los cielos y de la tierra. También quería revelar a todos los hombres la santidad, la importancia y la perpetuidad de su ley.
El pueblo de Israel estaba anonadado de terror. El inmenso poder de las declaraciones de Dios parecía superior a lo que sus temblorosos corazones podían soportar. Cuando se les presentó la gran norma de la justicia divina, comprendieron como nunca antes el carácter ofensivo del pecado y de su propia culpabilidad ante los ojos de un Dios santo. Huyeron del monte con miedo y santo respeto. La multitud clamó a Moisés: "Habla tú con nosotros, que nosotros oiremos; mas no hable Dios con nosotros, porque no muramos." Su caudillo respondió: "No temáis; que por probaros vino Dios, y porque su temor esté en vuestra presencia para que no pequéis." El pueblo, sin embargo, permaneció a la distancia, presenciando la escena con terror, mientras Moisés "se llegó a la oscuridad, en la cual estaba Dios."
La mente del pueblo, cegada y envilecida por la servidumbre y el paganismo, no estaba preparada para apreciar plenamente los abarcantes principios de los diez preceptos de Dios. Para que las obligaciones del Decálogo pudieran ser mejor comprendidas y ejecutadas, se añadieron otros preceptos, que ilustraban y aplicaban los principios de los diez mandamientos. Estas leyes se llamaron "derechos," porque fueron trazadas con infinita sabiduría y equidad, y porque los magistrados habían de juzgar según ellas. A diferencia de los diez mandamientos, estos "derechos" fueron dados en privado a Moisés, quien había de comunicarlos al pueblo.
La primera de estas leyes se refería a los siervos. En los tiempos antiguos algunas veces los criminales eran vendidos como esclavos por los jueces; en algunos casos los deudores eran vendidos por sus acreedores; y la pobreza obligaba a algunas personas a venderse a sí mismas o a sus hijos. Pero un hebreo no se podía vender como esclavo por toda la vida. El término de su servicio se limitaba a seis años; en el séptimo año había de ser puesto en libertad. El robo de hombres, el homicidio intencional y la rebelión contra la autoridad de los padres, habían de castigarse con la muerte. Era permitido tener esclavos de origen no israelita, pero la vida y las personas de ellos se protegían con todo rigor. El matador de un esclavo debía ser castigado; y cuando el esclavo sufría algún perjuicio a manos de su amo, aunque no fuera más que la pérdida de un diente, tenía derecho a la libertad.
Los israelitas mismos habían sido siervos poco antes, y ahora que iban a tener siervos, debían guardarse de dar rienda suelta al espíritu de crueldad que los había hecho sufrir a ellos bajo sus amos egipcios. El recuerdo de su propia amarga servidumbre debía capacitarlos para comprender la situación del siervo, para ser bondadosos y compasivos, y tratar a los otros como ellos quisieran ser tratados.
Los derechos de las viudas y los huérfanos se salvaguardaban en forma especial y se recomendaba una tierna consideración hacia ellos por su condición desamparada. "Si tú llegas a afligirle, y él a mí clamare, ciertamente oiré yo su clamor -declaró el Señor;- y mi furor se encenderá, y os mataré a cuchillo, y vuestras mujeres serán viudas, y huérfanos vuestros hijos." Los extranjeros que se unieran con Israel debían ser protegidos del agravio o la opresión. "Y no angustiarás al extranjero: pues vosotros sabéis cómo se halla el alma del extranjero, ya que extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto."
Se prohibió tomar usura de los pobres. Si a un pobre se le quitaba su vestido o su frazada como prenda, se le habían de devolver al anochecer. El culpable de un robo, tenía que devolver el doble.
Se ordenó que se respetara a los jueces y a los jefes; y a los jueces se les prohibió pervertir el derecho, ayudar a una causa falsa, o aceptar sobornos. Se prohibieron la calumnia y la difamación, y se ordenó obrar con bondad, hasta para con los enemigos personales.
Nuevamente se le recordó al pueblo su sagrada obligación de observar el sábado. Se designaron fiestas anuales, en las cuales todos los hombres de la nación debían congregarse ante el Señor, y llevarle sus ofrendas de gratitud, y las primicias de la abundancia que él les diera. Fue declarado el objeto de todos estos reglamentos: no servirían meramente para ejercer una soberanía arbitraria, sino para el bien de Israel. El Señor dijo: "Habéis de serme varones santos," dignos de ser reconocidos por un Dios santo.
Estos "derechos" debían ser escritos por Moisés y junto con los diez mandamientos, para cuya explicación fueron dados, debían ser cuidadosamente atesorados como fundamento de la ley nacional y como condición del cumplimiento de las promesas de Dios a Israel.
Se le dio entonces el siguiente mensaje de parte de Jehová: "He aquí yo envío el Ángel delante de ti para que te guarde en el camino, y te introduzca en el lugar que yo he preparado. Guárdate delante de él, y oye su voz; no le seas rebelde; porque 321 él no perdonará vuestra rebelión: porque mi nombre está en él. Pero si en verdad oyeres su voz, e hicieres todo lo que yo te dijere, seré enemigo a tus enemigos, y afligiré a los que te afligieron."
Durante todo el peregrinaje de Israel, Cristo, desde la columna de nube y fuego, fue su guía. Mientras tenían símbolos que señalaban al Salvador que vendría, también tenían un Salvador presente, que daba mandamientos al pueblo por medio de Moisés y que les fue presentado como el único medio de bendición.
Al descender del monte, Moisés "contó al pueblo todas las palabras de Jehová, y todos los derechos: y todo el pueblo respondió a una voz, y dijeron: Ejecutaremos todas las palabras que Jehová ha dicho." Esta promesa, junto con las palabras del Señor que ellos se comprometían a obedecer, fueron escritas por Moisés en un libro.
Entonces se procedió a ratificar el pacto. Se construyó un altar al pie del monte, y junto a él se levantaron doce columnas "según las doce tribus de Israel," como testimonio de que aceptaban su pacto. En seguida, jóvenes escogidos para ese servicio, presentaron sacrificios a Dios.
Después de rociar el altar con la sangre de las ofrendas, Moisés tomó "el libro de la alianza, y leyó a oídos del pueblo." En esta forma fueron repetidas solemnemente las condiciones del pacto, y todos quedaron en libertad de decidir si querían cumplirlas o no. Antes habían prometido obedecer la voz de Dios; pero desde entonces habían oído pronunciar su ley; y se les habían detallado sus principios, para que ellos supieran cuánto abarcaba ese pacto. Nuevamente el pueblo contestó a una voz: "Haremos todas las cosas que Jehová ha dicho, y obedeceremos." "Porque habiendo leído Moisés todos los mandamientos de la ley a todo el pueblo, tomando la sangre de los becerros y de los machos cabríos, . . . roció al mismo libro, y también a todo el pueblo, diciendo: Esta es la sangre del testamento que Dios ha mandado." (Heb. 9: 19, 20.) 322
Ahora se habían de hacer los arreglos para el establecimiento completo de la nación escogida bajo la soberanía de Jehová como rey. Moisés había recibido el mandato: "Sube a Jehová, tú, y Aarón, Nadab, y Abiú, y setenta de los ancianos de Israel; y os inclinaréis desde lejos. Mas Moisés solo se llegará a Jehová." Mientras el pueblo oraba al pie del monte, estos hombres escocidos fueron llamados al monte. Los setenta ancianos habían de ayudar a Moisés en el gobierno de Israel, y Dios puso sobre ellos su Espíritu, y los honró con la visión de su poder y grandeza. "Y vieron al Dios de Israel; y había debajo de sus pies como un embaldosado de zafiro, semejante al cielo cuando está sereno." No contemplaron la Deidad, pero vieron la gloria de su presencia. Antes de esa oportunidad aquellos hombres no hubieran podido soportar semejante escena; pero la manifestación del poder de Dios los había llevado a un arrepentimiento reverente; habían contemplado su gloria, su pureza, y su misericordia, hasta que pudieron acercarse al que había sido el tema de sus meditaciones.
Moisés y "Josué su ministro" fueron llamados entonces a reunirse con Dios. Y como habían de permanecer ausentes por algún tiempo, el jefe nombró a Aarón y a Hur para que, ayudados por los ancianos, actuaran en su lugar. "Entonces Moisés subió al monte, y una nube cubrió el monte. Y la gloria de Jehová reposó sobre el monte Sinaí."
Durante seis días la nube cubrió el monte como una demostración de la presencia especial de Dios; sin embargo, no dio ninguna revelación de sí mismo ni comunicación de su voluntad. Durante ese tiempo Moisés permaneció en espera de que se le llamara a presentarse en la cámara de la presencia del Altísimo. Se le había ordenado: "Sube a mí al monte, y espera allá." Y aunque en esto se probaban su paciencia y su obediencia, no se cansó de esperar ni abandonó su puesto. Este plazo de espera fue para él un tiempo de preparación, de íntimo examen de conciencia. Aun este favorecido siervo de 323 Dios no podía acercarse inmediatamente a la presencia divina ni soportar la manifestación de su gloría. Hubo de emplear seis días de constante dedicación a Dios mediante el examen de su corazón, la meditación y la oración, antes de estar preparado para comunicarse directamente con su Hacedor.
El séptimo día, que era sábado, Moisés fue llamado a la nube. Esa espesa nube se abrió a la vista de todo Israel, y la gloria del Señor brotó como un fuego devorador. "Y entró Moisés en medio de la nube, y subió al monte: y estuvo Moisés en el monte cuarenta días y cuarenta noches." Los cuarenta días de permanencia en el monte no incluyeron los seis de preparación. Durante esos seis días, Josué había estado con Moisés, y juntos comieron maná y bebieron del "arroyo que descendía del monte." (Deut. 9:21.) Pero Josué no entró con Moisés en la nube; permaneció afuera, y continuó comiendo y bebiendo diariamente mientras esperaba el regreso de Moisés; pero éste ayunó durante los cuarenta días completos.
Durante su estada en el monte, Moisés recibió instrucciones referentes a la construcción de un santuario en el cual la divina presencia se manifestara de manera especial. "Hacerme han un santuario, y yo habitaré entre ellos," fue el mandato de Dios. Por tercera vez, fue ordenada la observancia del sábado. "Señal es para siempre entre mí y los hijos de Israel;" declaró el Señor, "para que sepáis que yo soy Jehová que os santifico. Así que guardaréis el sábado, por que santo es a vosotros. . . . Porque cualquiera que hiciera obra alguna en él, aquella alma será cortada de en medio de sus pueblos." (Exo. 31: 17, 13, 14.)
Acababan de darse instrucciones para la inmediata construcción del tabernáculo para el servicio de Dios; y era posible que el pueblo creyese que, debido a que el objeto perseguido era la gloria de Dios, y debido a la gran necesidad que tenían de un lugar para rendir culto a Dios, era justificable que trabajaran en esa construcción durante el sábado. 324 Para evitarles este error, se les dio la amonestación. Ni aun la santidad y urgencia de aquella obra dedicada a Dios debía llevarlos a infringir su santo día de reposo.
Desde entonces en adelante el pueblo había de ser honrado por la presencia permanente de su Rey. "Habitaré entre los hijos de Israel, y seré su Dios," "y el lugar será santificado con mi gloria," fue la garantía dada a Moisés. (Exo. 29:45, 43.)
Como símbolo de la autoridad de Dios y condensación de su voluntad, se le dio a Moisés una copia del Decálogo, escrita por el dedo de Dios mismo en dos tablas de piedra (Deut. 9:10; Exo, 32: 15, 16), que debían guardarse como algo sagrado en el santuario: el cual, una vez hecho, iba a ser el centro visible del culto de la nación.
De una raza de esclavos, los israelitas fueron ascendidos sobre todos los pueblos, para ser el tesoro peculiar del Rey de reyes. Dios los separó del mundo, para confiarles una responsabilidad sagrada. Los hizo depositarios de su ley, y era su propósito preservar entre los hombres el conocimiento de sí mismo por medio de ellos. En esa forma la luz del cielo había de alumbrar a todo un mundo que estaba envuelto en tinieblas, y se oiría una voz que invitaría a todos los pueblos a dejar su idolatría y servir al Dios viviente. Si eran fieles a su responsabilidad, los israelitas llegarían a ser una potencia en el mundo. Dios sería su defensa y los elevaría sobre todas las otras naciones. Su luz y su verdad serían reveladas por medio de ellos, y se destacarían bajo su santa y sabia soberanía como un ejemplo de la superioridad de su culto sobre toda forma de idolatría.
CAPÍTULO 28. La Idolatría en el Sinaí
LA AUSENCIA de Moisés fue para Israel un tiempo de espera e incertidumbre. El pueblo sabía que él había subido al monte con Josué, y que había entrado en la densa y obscura nube que se veía desde la llanura, sobre la cúspide del monte, y era iluminada de tanto en tanto por los rayos de la divina presencia. Esperaron ansiosamente su regreso. Acostumbrados como estaban en Egipto a representaciones materiales de los dioses, les era difícil confiar en un Ser invisible, y habían llegado a depender de Moisés para mantener su fe. Ahora él se había alejado de ellos. Pasaban los días y las semanas, y aún no regresaba. A pesar de que seguían viendo la nube, a muchos les parecía que su dirigente los había abandonado, o que había sido consumido por el fuego devorador.
Durante este período de espera, tuvieron tiempo para meditar acerca de la ley de Dios que habían oído, y preparar sus corazones para recibir las futuras revelaciones que Moisés pudiera hacerles. Pero no dedicaron mucho tiempo a esta obra. Si se hubieran consagrado a buscar un entendimiento más claro de los requerimientos de Dios, y hubieran humillado sus corazones ante él, habrían sido escudados contra la tentación. Pero no obraron así y pronto se volvieron descuidados, desatentos y licenciosos. Esto ocurrió especialmente entre la "multitud mixta." (V.M.) Sentían impaciencia por seguir hacia la tierra prometida, que fluía leche y miel. Les había sido prometida a condición de que obedecieran; pero habían perdido de vista ese requisito. Algunos sugirieron el regreso a Egipto; pero ya fuera para seguir hacia Canaán o para volver a Egipto, la masa del pueblo resolvió no esperar más a Moisés. Sintiéndose desamparados debido a la ausencia de su jefe, volvieron a sus antiguas supersticiones. La "multitud mixta" fue la primera en entregarse a la murmuración y la impaciencia, y de su seno salieron los cabecillas de la apostasía que siguió. Entre los objetos considerados por los egipcios como símbolos de la divinidad estaba el buey, o becerro; y por indicación de los que habían practicado esta forma de idolatría en Egipto, hicieron un becerro y lo adoraron. El pueblo deseaba alguna imagen que representara a Dios, y que ocupara ante ellos el lugar de Moisés.
Dios no había revelado ninguna semejanza de sí mismo y había prohibido toda representación material que se propusiera hacerlo. Los extraordinarios milagros hechos en Egipto y en el mar Rojo tenían por fin establecer la fe en Jehová como el invisible y todopoderoso Ayudador de Israel, como el único Dios verdadero. Y el deseo de alguna manifestación visible de su presencia había sido atendido con la columna de nube y fuego que había guiado al pueblo, y con la revelación de su gloria sobre el monte Sinaí. Pero estando la nube de la presencia divina todavía ante ellos, volvieron sus corazones hacia la idolatría de Egipto, y representaron la gloria del Dios invisible por "la imagen de un buey." (Véase Éxodo 32-34.)
En ausencia de Moisés, el poder judicial había sido confiado a Aarón, y una enorme multitud se reunió alrededor de su tienda para presentarle esta exigencia: "Levántate, haznos dioses que vayan delante de nosotros; porque a este Moisés, aquel varón que nos sacó de la tierra de Egipto, no sabemos qué le haya acontecido." (Véase el Apéndice, nota 7.) La nube, dijeron ellos, que hasta ahora los guiara, se había posado permanentemente sobre el monte, y ya no dirigía mas su peregrinación. Querían tener una imagen en su lugar; y si, como se había sugerido, decidían volver a Egipto, hallarían favor ante los egipcios si llevaban esa imagen ante ellos y la reconocían como su dios.
Para hacer frente a semejante crisis hacía falta un hombre de firmeza, decisión, y ánimo imperturbable, un hombre que considerara el honor de Dios por sobre el favor popular, por sobre su seguridad personal y su misma vida. Pero el jefe provisorio de Israel no tenía ese carácter. Aarón reconvino débilmente al pueblo, y su vacilación y timidez en el momento crítico sólo sirvieron para hacerlos más decididos en su propósito. El tumulto creció. Un frenesí ciego e irrazonable pareció posesionarse de la multitud. Algunos permanecieron fieles a su pacto con Dios; pero la mayor parte del pueblo se unió a la apostasía. Unos pocos, que osaron denunciar la propuesta imagen como idolatría, fueron atacados y maltratados, y en la confusión y el alboroto perdieron finalmente la vida.
Aarón temió por su propia seguridad; y en vez de ponerse noblemente de parte del honor de Dios, cedió a las demandas de la multitud. Su primer acto fue ordenar que el pueblo quitara todos sus aretes de oro y se los trajera. Esperaba que el orgullo haría que rehusaran semejante sacrificio. Pero entregaron de buena gana sus adornos, con los cuales él fundió un becerro semejante a los dioses de Egipto. El pueblo exclamó: "Israel, éstos son tus dioses, que te sacaron de la tierra de Egipto." Con vileza,. Aarón permitió este insulto a Jehová. Y fue aún más lejos. Viendo la satisfacción con que se había recibido el becerro de oro, hizo construir un altar ante él e hizo proclamar: "Mañana será fiesta a Jehová." El anuncio fue proclamado por medio de trompetas de compañía en compañía por todo el campamento. "Y el día siguiente madrugaron, y ofrecieron holocaustos, y presentaron pacíficos: y sentóse el pueblo a comer y a beber, y levantáronse a regocijarse." Con el pretexto de celebrar una "fiesta a Jehová," se entregaron a la glotonería y la orgía licenciosa.
¡Cuán a menudo, en nuestros propios días, se disfraza el amor al placer bajo la "apariencia de piedad"! Una religión que permita a los hombres, mientras observan los ritos del 328 culto, dedicarse a la satisfacción del egoísmo o la sensualidad, es tan agradable a las multitudes actuales como lo fue en los días de Israel. Y hay todavía Aarones dóciles que, mientras desempeñan cargos de autoridad en la iglesia, ceden a los deseos de los miembros no consagrados, y así los incitan al pecado.
Habían pasado sólo unos pocos días desde que los hebreos habían hecho un pacto solemne con Dios, prometiendo obedecer su voz. Habían temblado de terror ante el monte, al escuchar las palabras del Señor: "No tendrás otros dioses delante de mí." (Ex. 20:3, V.T.A.) La gloria de Dios que aun cubría el Sinaí estaba a la vista de la congregación; pero ellos le dieron la espalda y pidieron otros dioses. "Hicieron becerro en Horeb, y encorváronse a un vaciadizo. Así trocaron su gloria por la imagen de un buey." (Sal. 106:19, 20.) ¡Cómo podrían haber demostrado mayor ingratitud, o insultado más osadamente al que había sido para ellos un padre tierno y un rey todopoderoso!
Mientras Moisés estaba en el monte, se le comunicó la apostasía ocurrida en el campamento, y se le indicó que regresara inmediatamente. "Anda, desciende -fueron las palabras de Dios,- porque tu pueblo que sacaste de tierra de Egipto se ha corrompido: presto se han apartado del camino que yo les mandé, y se han hecho un becerro de fundición, y lo han adorado, y han sacrificado a él." Dios hubiera podido detener el movimiento desde un principio; pero toleró que llegara hasta este punto para enseñar una lección mediante el castigo que iba a dar a la traición y la apostasía.
El pacto de Dios con su pueblo había sido anulado, y él declaró a Moisés: "Ahora pues, déjame que se encienda mi furor en ellos, y los consuma: y a ti yo te pondré sobre gran gente."
El pueblo de Israel, especialmente la "multitud mixta," estaba siempre dispuesto a rebelarse contra Dios. También murmuraban contra Moisés y le afligían con su incredulidad y testarudez, por lo cual iba a ser una obra laboriosa y aflictiva conducirlos hasta la tierra prometida. Sus pecados ya les habían hecho perder el favor de Dios, y la justicia exigía su destrucción. El Señor, por lo tanto, dispuso destruirlos, y hacer de Moisés una nación poderosa.
"Ahora pues, déjame que se encienda mi furor en ellos, y los consuma," había dicho el Señor. Si Dios se había propuesto destruir a Israel, ¿quién podía interceder por ellos? ¡Cuántos hubieran abandonado a los pecadores a su suerte! ¡Cuántos hubieran cambiado de buena gana el trabajo, la carga y el sacrificio, compensados con ingratitud y murmuración, por una posición más cómoda y honorable, cuando era Dios mismo el que ofrecía cambiar la situación!
Pero Moisés vio una base de esperanza donde sólo aparecían motivos de desaliento e ira. Las palabras de Dios: "Ahora pues, déjame," las entendió, no como una prohibición, sino como un aliciente a interceder; entendió que nada excepto sus oraciones podía salvar a Israel, y que si él lo pedía, Dios perdonaría a su pueblo. "Oró a la faz de Jehová su Dios, y dijo: Oh Jehová, ¿por qué se encenderá tu furor en tu pueblo, que tú sacaste de la tierra de Egipto con gran fortaleza, y con mano fuerte?"
Dios había dado a entender que rechazaba a su pueblo. Había hablado a Moisés como de "tu pueblo que [tú] sacaste de tierra de Egipto." Pero Moisés humildemente no aceptó que él fuera el jefe de Israel. No era su pueblo, sino el de Dios, "tu pueblo que tú sacaste de la tierra de Egipto con gran fortaleza, y con mano fuerte. ¿Por qué -continuó- han de hablar los egipcios, diciendo: Para mal los sacó, para matarlos en los montes, y para raerlos de sobre la haz de, la tierra?"
Durante los pocos meses transcurridos desde que Israel había salido de Egipto, los informes de su maravillosa liberación se habían difundido entre todas las naciones circunvecinas. 330 Un gran temor y terribles presagios dominaban a los paganos. Todos estaban observando para ver qué haría el Dios de Israel por su pueblo. Si éste era destruido ahora, sus enemigos triunfarían, y Dios sería deshonrado. Los egipcios alegarían que sus acusaciones eran verdaderas, que Dios, en lugar de dirigir a su pueblo al desierto para que hiciera sacrificios, lo había llevado para sacrificarlo. No tendrían en cuenta los pecados de Israel; la destrucción del pueblo al cual Dios había honrado tan señaladamente cubriría de oprobio su nombre. ¡Cuan grande es la responsabilidad que descansa sobre aquellos a quienes Dios honró en gran manera para enaltecer su nombre en la tierra! ¡Con cuánto cuidado debieran evitar el pecado para no provocar los juicios de Dios y no hacer que su nombre sea calumniado por los impíos!
Mientras Moisés intercedía por Israel, perdió su timidez, movido por el profundo interés y amor que sentía hacia aquellos en cuyo favor él había hecho tanto como instrumento en las manos de Dios. El Señor escuchó sus súplicas, y otorgó lo que pedía tan desinteresadamente. Examinó a su siervo; probó su fidelidad y su amor hacia aquel pueblo ingrato, inclinado a errar, y Moisés soportó noblemente la prueba. Su interés por Israel no provenía de motivos egoístas. Apreciaba la prosperidad del pueblo escogido de Dios más que su honor personal, más que el privilegio de llegar a ser el padre de una nación poderosa. Dios se sintió complacido por la fidelidad de Moisés, por su sencillez de corazón y su integridad; y le dio, como a un fiel pastor, la gran misión de conducir a Israel a la tierra prometida.
Cuando Moisés y Josué bajaron del monte, aquél con "las dos tablas del testimonio," oyeron los gritos de la multitud excitada, que evidentemente se hallaba en estado de alocada conmoción. Josué, como soldado, pensó primero que se trataba de un ataque de sus enemigos. "Alarido de pelea hay en el campo," dijo. Pero Moisés juzgó más acertadamente la naturaleza de la conmoción. No era ruido de combate, sino 331 de festín. "No es eco de algazara de fuertes, ni eco de alaridos de flacos: algazara de cantar oigo yo."
Al acercarse más al campamento, vieron al pueblo que gritaba y bailaba alrededor de su ídolo. Era una escena de libertinaje pagano, una imitación de las fiestas idólatras de Egipto; pero ¡cuán distinta era del solemne y reverente culto de Dios! Moisés quedó anonadado. Venía de la presencia de la gloria de Dios, y aunque se le había advertido lo que pasaba, no estaba preparado para aquella terrible muestra de la degradación de Israel. Su ira se encendió. Para demostrar cuánto aborrecía ese crimen, arrojó al suelo las tablas de piedra, que se quebraron a la vista del pueblo, dando a entender en esta forma que así como ellos habían roto su pacto con Dios, así también Dios rompía su pacto con ellos.
Moisés entró en el campamento, atravesó la multitud enardecida y, asiendo el ídolo, lo arrojó al fuego. Después lo hizo polvo, y esparciéndolo en el arroyo que descendía del monte, ordenó al pueblo beber de él. Así les demostró la completa inutilidad del dios que habían estado adorando.
El gran jefe hizo comparecer ante él a su hermano culpable, y le preguntó severamente: "¿Qué te ha hecho este pueblo, que has traído sobre él tan gran pecado?" Aarón trató de defenderse explicando los clamores del pueblo; dijo que si no hubiera accedido a sus deseos, lo habrían matado. "No se enoje mi señor -dijo;- tú conoces el pueblo, que es inclinado a mal. Porque me dijeron: Haznos dioses que vayan delante de nosotros, que a este Moisés, el varón que nos sacó de tierra de Egipto, no sabemos qué le ha acontecido. Y yo les respondí: ¿Quién tiene oro? apartadlo. Y diéronmelo, y echélo en el fuego, y salió este becerro." Trató de hacerle creer a Moisés que se había obrado un milagro, que el oro había sido arrojado al fuego, y que mediante una fuerza sobrenatural se convirtió en un becerro. Pero de nada le valieron sus excusas y subterfugios. Fue tratado como el principal ofensor.
El hecho de que Aarón había sido bendecido y honrado más que el pueblo, hacía tanto más odioso su pecado. Fue Aarón, "el santo de Jehová" (Sal. 106: 16), el que había hecho el ídolo y anunciado la fiesta. Fue él, que había sido nombrado portavoz de Moisés y acerca de quien Dios mismo había manifestado: "Yo sé que él puede hablar bien" (Exo. 4: 14), el que no impidió a los idólatras que cumplieran su osado propósito contra el Cielo. Fue Aarón, por medio de quien Dios había obrado y enviado juicios sobre los egipcios y sus dioses, el que sin inmutarse oyó proclamar ante la imagen fundida: "Estos son tus dioses, que te sacaron de la tierra de Egipto." Fue él, que presenció la gloria del Señor cuando estuvo con Moisés en el monte y que no había visto nada en ella de lo cual pudiese hacerse una imagen, el que trocó aquella gloria en la semejanza de un becerro. Fue él, a quien Dios había confiado el gobierno del pueblo en ausencia de Moisés, el que sancionó la rebelión del pueblo, por lo cual "contra Aarón también se enojó Jehová en gran manera para destruirlo." (Deut. 9: 20.) Pero en respuesta a la vehemente intercesión de Moisés, se le perdonó la vida; y porque se humilló y se arrepintió de su gran pecado fue restituido al favor de Dios.
Si Aarón hubiera tenido valor para sostener lo recto, sin importarle las consecuencias, habría podido evitar aquella apostasía. Si hubiera mantenido inalterable su fidelidad a Dios, si hubiera recordado al pueblo los peligros del Sinaí y su pacto solemne con Dios, por el cual se habían comprometido a obedecer su ley, se habría impedido el mal. Pero su sumisión a los deseos del pueblo y la tranquila seguridad con la cual procedió a llevar a cabo los planes de ellos, los llevó a hundirse en el pecado más de lo que habían pensado.
Cuando, al regresar al campamento, Moisés enfrentó a los rebeldes, sus severas reprensiones y la indignación que manifestó al quebrar las sagradas tablas de la ley contrastaron con el discurso agradable y el semblante digno de su hermano, y 333 las simpatías de todos estuvieron con Aarón. Para justificarse, Aarón trató de culpar al pueblo por la debilidad que él mismo había manifestado al acceder a sus exigencias; pero a pesar de esto el pueblo seguía admirando su bondad y paciencia. Pero Dios no ve como ven los hombres. El espíritu indulgente de Aarón y su deseo de agradar le habían cegado de modo que no vio la enormidad del crimen que estaba sancionando. Su proceder, al apoyar el pecado de Israel, costó la vida de miles de personas. ¡Cómo contrasta esto con la forma de actuar de Moisés, quien, mientras ejecutaba fielmente los juicios de Dios, demostró que el bienestar de Israel le era más caro que su propia prosperidad, su honor, o su vida!
De todos los pecados que Dios castigará, ninguno es más grave ante sus ojos que el de aquellos que animan a otros a cometer el mal. Dios quisiera que sus siervos demuestren su lealtad reprendiendo fielmente la transgresión, por penoso que sea hacerlo. Aquellos que han recibido el honor de un mandato divino, no han de ser débiles y dóciles contemporizadores. No han de perseguir la exaltación propia ni evitar los deberes desagradables, sino que deben realizar la obra de Dios con una fidelidad inflexible.
Aunque al perdonar la vida a Israel, Dios había concedido lo pedido por Moisés, su apostasía había de castigarse señaladamente. Si la licencia e insubordinación en que Aarón les había permitido caer no se reprimían prestamente, concluirían en una abierta impiedad y arrastrarían a la nación a una perdición irreparable. El mal debe eliminarse con inflexible severidad.
Poniéndose a la entrada del campamento, Moisés clamó ante el pueblo: "¿Quién es de Jehová? júntese conmigo." Los que no habían participado en la apostasía debían colocarse a la derecha de Moisés; los que eran culpables, pero se habían arrepentido, a la izquierda. La orden fue obedecida. Se encontró que la tribu de Leví no había participado del culto idólatra. Entre las otras tribus había muchos que, aunque 334 habían pecado, manifestaron arrepentimiento. Pero un gran grupo formado en su mayoría por la "multitud mixta," que instigara la fundición del becerro, persistió tercamente en su rebelión.
En el nombre del Señor Dios de Israel, Moisés ordenó a los que estaban a su derecha y que se habían mantenido limpios de la idolatría, que empuñaran sus espadas y dieran muerte a todos los que persistíais en la rebelión. "Y cayeron del pueblo en aquel día como tres mil hombres." Sin tomar en cuenta la posición, la parentela ni la amistad, los cabecillas de la rebelión fueron exterminados; pero todos los que se arrepintieron y humillaron, alcanzaron perdón.
Los que llevaron a cabo este terrible castigo, al ejecutar la sentencia del Rey del cielo, procedieron en nombre de la autoridad divina. Los hombres deben precaverse de cómo en su ceguedad humana juzgan y condenan a sus semejantes; pero cuando Dios les ordena ejecutar su sentencia sobre la iniquidad, deben obedecer. Los que cumplieron ese penoso acto, manifestaron con ello que aborrecían la rebelión y la idolatría, y se consagraron más plenamente al servicio del verdadero Dios. El Señor honró su fidelidad, otorgando una distinción especial a la tribu de Leví.
Los israelitas eran culpables de haber traicionado a un Rey que los había colmado de beneficios, y cuya autoridad se habían comprometido voluntariamente a obedecer. Para que el gobierno divino pudiera ser mantenido, debía hacerse justicia con los traidores. Sin embargo, aun entonces se manifestó la misericordia de Dios. Mientras sostenía el rigor de su ley, les concedió libertad para elegir y oportunidad para que todos se arrepintiesen. Sólo se exterminó a los que persistieron en la rebelión.
Era necesario castigar ese pecado para atestiguar ante las naciones circunvecinas cuánto desagrada a Dios la idolatría. Al hacer justicia en los culpables, Moisés, como instrumento de Dios, debía dejar escrita una solemne y pública protesta contra el crimen cometido. Como en lo sucesivo los israelitas debían condenar la idolatría de las tribus vecinas, sus enemigos podrían acusarlos de que, teniendo como Dios a Jehová, habían hecho un becerro y lo habían adorado en Horeb. Cuando así ocurriera, aunque obligado a reconocer la verdad vergonzosa, Israel podría señalar la terrible suerte que corrieron los transgresores, como evidencia de que su pecado no había sido sancionado ni disculpado.
El amor, no menos que la justicia, exigía que este pecado fuera castigado. Dios es Protector y Soberano de su pueblo. Destruye a los que insisten en la rebelión, para que no lleven a otros a la ruina. Al perdonar la vida a Caín, Dios había demostrado al universo cuál sería el resultado si se permitiese que el pecado quedara impune. La influencia que, por medio de su vida y ejemplo, él ejerció sobre sus descendientes condujo a un estado de corrupción que exigió la destrucción de todo el mundo por el diluvio. La historia de los antediluvianos demuestra que una larga vida no es una bendición para el pecador; la gran paciencia de Dios no los movió a dejar la iniquidad. Cuanto más tiempo vivían los hombres, tanto más corruptos se tornaban.
Así también habría sucedido con la apostasía del Sinaí. Si la transgresión no se hubiera castigado con presteza, se habrían visto nuevamente los mismos resultados. La tierra se habría corrompido tanto como en los días de Noé. Si se hubiera dejado vivir a estos transgresores, habrían resultado mayores males que los que resultaron por perdonarle la vida a Caín. Por obra de la misericordia de Dios sufrieron miles de personas para evitar la necesidad de castigar a millones. Para salvar a muchos había que castigar a los pocos.
Además, como el pueblo había despreciado su lealtad a Dios, había perdido la protección divina, y privada de su defensa, toda la nación quedaba expuesta a los ataques de sus enemigos. Si el mal no se hubiera eliminado rápidamente, pronto habrían sucumbido todos, víctimas de sus muchos y poderosos enemigos. Fue necesario para el bien de Israel mismo y para dar una lección a las generaciones venideras, que el crimen fuese castigado prontamente. Y no fue menos misericordioso para los pecadores mismos que se los detuviera a tiempo en su pecaminoso derrotero. Si se les hubiese perdonado la vida, el mismo espíritu que los llevó a la rebelión contra Dios se hubiera manifestado en forma de odio y discordia entre ellos mismos, y por fin se habrían destruido el uno al otro. Fue por amor al mundo, por amor a Israel, y aun por amor a los transgresores mismos, por lo que el crimen se castigó con rápida y terrible severidad.
Cuando el pueblo reaccionó y comprendió la enormidad de su culpa, el terror se apoderó de todo el campamento. Se temió que todos los transgresores fuesen exterminados. Compadecido por la angustia del pueblo, Moisés prometió suplicar a Dios una vez más por ellos.
Moisés dijo al pueblo: "Vosotros habéis cometido un gran pecado; mas yo subiré ahora a Jehová; quizá le aplacaré acerca de vuestro pecado." Fue, y en su confesión ante Dios dijo: "Ruégote, pues este pueblo ha cometido un gran pecado, porque se hicieron dioses de oro, que perdones ahora su pecado, y si no, ráeme ahora de tu libro que has escrito." La contestación fue: "Al que pecare contra mí, a éste raeré yo de mi libro. Ve pues ahora, lleva a este pueblo donde te he dicho: he aquí mi ángel irá delante de ti; que en el día de mi visitación yo visitaré en ellos su pecado."
En la súplica de Moisés, se dirige nuestra atención a los registros celestiales en los cuales están inscritos los nombres de todos los seres humanos; y sus acciones, sean buenas o malas, se anotan minuciosamente. El libro de la vida contiene los nombres de todos los que entraron alguna vez en el servicio de Dios. Si alguno de éstos se aparta de él y mediante una obstinada insistencia en el pecado se endurece finalmente contra las influencias del Espíritu Santo, su nombre será raído del libro de la vida el día del juicio y será condenado a la destrucción. Moisés comprendía cuán terrible sería la suerte del pecador; sin embargo, si el pueblo de Israel iba a ser rechazado por el Señor, él deseaba que su nombre también fuese raído con el de ellos; no podía soportar que los juicios de Dios cayeran sobre aquellos a quienes tan bondadosamente había librado.
La intercesión de Moisés en favor de Israel ilustra la mediación de Cristo en favor de los pecadores. Pero el Señor no permitió que Moisés sobrellevara, como lo hizo Cristo, la culpa del transgresor. "Al que pecare contra mí, a éste raeré yo de mi libro," dijo.
Con profunda tristeza el pueblo enterró sus muertos. Tres mil habían perecido por la espada; una plaga invadió poco tiempo después el campamento; y luego les llegó el mensaje de que la divina presencia ya no les acompañaría más en su peregrinaje. Jehová había declarado: "Yo no subiré en medio de ti, porque eres pueblo de dura cerviz, no sea que te consuma en el camino." Y se les ordenó: "Quítate pues ahora tus atavíos, que yo sabré lo que te tengo de hacer." Hubo luto por todo el campamento. Compungidos y humillados, "los hijos de Israel se despojaron de sus atavíos desde el monte Horeb."
En virtud de las instrucciones divinas, la tienda que había servido como lugar temporario para el culto fue quitada y puesta "fuera del campo, lejos del campo." Esta era una prueba más de que Dios había retirado su presencia de entre ellos. El se revelaría a Moisés, pero no a un pueblo como aquél. La censura fue vivamente sentida, y las multitudes afligidas por el remordimiento pensaron que presagiaba mayores calamidades. ¿No habría separado el Señor a Moisés del campamento para poder destruirlos totalmente? Pero no se los dejó sin esperanza. Se levantó la tienda fuera del campamento, pero Moisés la llamó el "Tabernáculo del Testimonio." A todos los que estaban verdaderamente arrepentidos y deseaban volver al Señor, se les indicó que fueran allá a 338 confesar sus pecados y a solicitar la misericordia de Dios.
Cuando volvieron a sus tiendas, Moisés entró en el tabernáculo. Con ansioso interés el pueblo observó por ver alguna señal de que la mediación de Moisés en su favor era aceptada. Si Dios condescendiese a reunirse con él, habría esperanza de que no serían totalmente destruidos. Cuando la columna de nube descendió y se posó a la entrada del tabernáculo, el pueblo lloró de alegría, y "levantábase todo el pueblo, cada uno a la puerta de su tienda, y adoraba."
Moisés conocía bien la perversidad y ceguera de los que habían sido confiados a su cuidado; conocía las dificultades con las cuales tendría que tropezar. Pero había aprendido que para persuadir al pueblo, debía recibir ayuda de Dios. Pidió una revelación más clara de la voluntad divina, y una garantía de su presencia: "Mira, tú me dices a mí: Saca este pueblo: y tú no me has declarado a quién has de enviar conmigo: sin embargo tú dices: Yo te he conocido por tu nombre, y has hallado también gracia en mis ojos. Ahora, pues , si he hallado gracia en tus ojos, ruégote que me muestres ahora tu camino, para que te conozca, porque halle gracia en tus ojos: y mira que tu pueblo es aquesta gente."
La contestación fue: "Mi rostro irá contigo, y te haré descansar." Pero Moisés no estaba satisfecho todavía. Pesaba sobre su alma el conocimiento de los terribles resultados que se producirían si Dios dejara a Israel librado al endurecimiento y la impenitencia. No podía soportar que sus intereses se separasen de los de sus hermanos, y pidió que el favor de Dios fuese devuelto a su pueblo, y que la prueba de su presencia continuase dirigiendo su camino: "Si tu rostro no ha de ir conmigo, no nos saques de aquí. ¿Y en qué se conoceré aquí que he hallado gracia en tus ojos, yo y tu pueblo, sino en andar tú con nosotros, y que yo y tu pueblo seamos apartados de todos los pueblos que están sobre la faz de la tierra?"
La contestación fue ésta: "También haré esto que has dicho, por cuanto has hallado gracia en mis ojos, y te he conocido por tu nombre." El profeta aun no dejó de suplicar. Todas sus oraciones habían sido oídas, pero tenía fervientes deseos de obtener aun mayores pruebas del favor de Dios. Entonces hizo una petición que ningún ser humano había hecho antes: "Ruégote que me muestres tu gloria."
Dios no le reprendió por su súplica ni la consideró presuntuosa, sino que, al contrario, dijo bondadosamente: "Yo haré pasar todo mi bien delante de tu rostro." Ningún hombre puede, en su naturaleza mortal, contemplar descubierta la gloria de Dios y vivir; pero a Moisés se le aseguró que presenciaría toda la gloria divina que pudiera soportar. Nuevamente se le ordenó subir a la cima del monte; entonces la mano que hizo el mundo, aquella mano "que arranca, los montes con su furor, y no conocen quién los trastornó" (Job 9: 5), tomó a este ser hecho de polvo, a ese hombre de fe poderosa, y lo puso en la hendidura de una roca, mientras la gloria de Dios y toda su bondad pasaban delante de él.
Esta experiencia, y sobre todo la promesa de que la divina presencia le ayudaría, fueron para Moisés una garantía de éxito para la obra que tenía delante, y la consideró como de mucho más valor que toda la sabiduría de Egipto, o que todas sus proezas como estadista o jefe militar. No hay poder terrenal, ni habilidad ni ilustración que pueda substituir la presencia permanente de Dios.
Para el transgresor es terrible caer en las manos del Dios viviente; pero Moisés estuvo solo en la presencia del Eterno y no temió, porque su alma, estaba en armonía con la voluntad de su Hacedor. El salmista dice: "Si en mi corazón hubiese yo mirado a la iniquidad, el Señor no me oyera." En cambio "el secreto de Jehová es para los que le temen; y a ellos hará conocer su alianza." (Sal. 66: 18; 25: 14.)
La Deidad se proclamó a sí misma: "Jehová, Jehová, fuerte, misericordioso, y piadoso; tardo para la ira, y grande en benignidad y verdad; que guarda la misericordia en 340 millares, que perdona la iniquidad, la rebelión, y el pecado, y que de ningún modo justificará al malvado."
"Entonces Moisés, apresurándose, bajó la cabeza hacia el suelo y encorvóse." De nuevo imploró a Dios que perdonara la iniquidad de su pueblo, y que lo recibiera como su heredad. Su oración fue contestada. El Señor prometió benignamente renovar su favor hacia Israel, y hacer por él "maravillas que no han sido hechas en toda la tierra, ni en nación alguna."
Cuarenta días con sus noches permaneció Moisés en el monte, y todo este tiempo, como la primera vez, fue milagrosamente sustentado. No se permitió a nadie subir con él, ni durante el tiempo de su ausencia había de acercarse nadie al monte. Siguiendo la orden de Dios, había preparado dos tablas de piedra y las había llevado consigo a la cúspide del monte; y el Señor otra vez "escribió en tablas las palabras de la alianza, las diez palabras." (Véase el Apéndice, nota 8.)
Durante el largo tiempo que Moisés pasó en comunión con Dios, su rostro había reflejado la gloria de la presencia divina. Sin que él lo supiera, cuando descendió del monte, su rostro resplandecía con una luz deslumbrante. Ese mismo fulgor iluminó el rostro de Esteban cuando fue llevado ante sus jueces; "entonces todos los que estaban sentados en el concilio, puestos los ojos en él, vieron su rostro como el rostro de un ángel." (Hech. 6: 15.) Tanto Aarón como el pueblo se apartaron de Moisés, "y tuvieron miedo de llegarse a él." Viendo su terror y confusión, pero ignorando la causa, los instó a que se acercaran. Les traía la promesa de la reconciliación con Dios, y la seguridad de haber sido restituidos a su favor. En su voz no percibieron otra cosa que amor y súplica, y por fin uno de ellos se aventuró a acercarse a él. Demasiado temeroso para hablar, señaló en silencio el semblante de Moisés y luego hacia el cielo. El gran jefe comprendió. Conscientes de su culpa, sintiéndose todavía objeto del desagrado divino, no podían soportar la luz celestial, que, si hubieran obedecido a Dios, los habría llenado de gozo. En la culpabilidad hay temor. En cambio, el alma libre de pecado no quiere apartarse de la luz del cielo.
Moisés tenía mucho que comunicarles; y compadecido del temor del pueblo, se puso un velo sobre el rostro, y desde entonces continuó haciéndolo cada vez que volvía al campamento después de estar en comunión con Dios.
Mediante este resplandor, Dios trató de hacer comprender a Israel el carácter santo y exaltado de su ley, y la gloria del Evangelio revelado mediante Cristo. Mientras Moisés estaba en el monte, Dios le dio no sólo las tablas de la ley, sino también el plan de la salvación. Vio que todos los símbolos y tipos de la época judaica prefiguraban el sacrificio de Cristo; y era tanto la luz celestial que brota del Calvario como la gloria de la ley de Dios, lo que hacía fulgurar el rostro de Moisés. Aquella divina iluminación era un símbolo de la gloria del pacto del cual Moisés era el mediador visible, el representante del único Intercesor verdadero.
La gloria reflejada en el semblante de Moisés representa las bendiciones que, por medio de Cristo, ha de recibir el pueblo que observa los mandamientos de Dios. Atestigua que cuanto más estrecha sea nuestra comunión con Dios, y cuanto más claro sea nuestro conocimiento de sus requerimientos, tanto más plenamente seremos transfigurados a su imagen, y tanto más pronto llegaremos a ser participantes de la naturaleza divina.
Moisés fue un símbolo de Cristo. Como intercesor de Israel, veló su rostro, porque el pueblo no soportaba la visión de su gloria; asimismo Cristo, el divino Mediador, veló su divinidad con la humanidad cuando vino a la tierra. Si hubiera venido revestido del resplandor del cielo, no hubiera hallado acceso a los corazones de los hombres, debido al estado pecaminoso de éstos. No habrían podido soportar la gloria de su presencia. Por lo tanto, se humilló a sí mismo, tomando la "semejanza de carne de pecado" (Rom. 8: 3), para poder alcanzar y elevar a la raza caída.
CAPÍTULO 29. La Enemistad de Satanás Hacia la Ley
EL PRIMER intento por derribar la ley de Dios, hecho entre los inmaculados habitantes del cielo pareció por algún tiempo coronado de éxito. Un inmenso número de ángeles fue seducido; pero el aparente triunfo de Satanás se convirtió en derrota y pérdida, y determinó su separación de Dios y su destierro del cielo.
Cuando se renovó el conflicto en la tierra, Satanás volvió a ganar una aparente ventaja. Por la transgresión, el hombre llegó a ser su cautivo, y el reino del hombre cayó en manos del jefe de los rebeldes. Pareció que Satanás tendría libertad para establecer un reino independiente y para desafiar la autoridad de Dios y de su Hijo. Pero el plan de la redención hizo posible que el hombre volviera a la armonía con Dios y a acatar su ley; y que tanto la tierra como el hombre pudieran ser finalmente redimidos del poder del diablo.
Otra vez quedaba derrotado Satanás, y otra vez recurrió al engaño, esperando transformar su derrota en victoria. Para incitar la rebelión de la raza caída, hizo aparecer a Dios como injusto por haber permitido que el hombre violara su ley. Dijo el artero tentador: "Si Dios sabía cuál iba a ser el resultado, ¿por qué permitió que el hombre fuese probado, que pecara, e introdujera la desgracia y la muerte?" Y los hijos de Adán, olvidando la paciente misericordia, gracias a la cual se le ha otorgado al hombre otra oportunidad, sin pensar en el tremendo y asombroso sacrificio que su rebelión costaba al Rey del cielo, prestaron oídos al tentador y murmuraron contra el único Ser que podría salvarlos del poder de Satanás.
Millares de personas repiten hoy la misma rebelde queja contra Dios. No comprenden que al quitarle al hombre la libertad de elegir, le roban su prerrogativa como ser racional y le convierten en un mero autómata. No es el propósito de Dios forzar la voluntad de nadie. El hombre fue creado moralmente libre. Como los habitantes de todos los otros mundos, debe ser sometido a la prueba de la obediencia; pero nunca se le coloca en una situación en la cual se halle obligado a ceder al mal. No puede sobrevenirle tentación o prueba alguna que no sea capaz de resistir. Dios tomó medidas tales, que nunca tuvo el hombre que ser necesariamente derrotado en su conflicto con Satanás.
A medida que se multiplicaron los hombres sobre la tierra, casi todo el mundo se alistó en las filas de la rebelión. De nuevo Satanás pareció haber alcanzado la victoria. Pero la omnipotencia divina impidió otra vez el desarrollo de la iniquidad y, mediante el diluvio, la tierra fue limpiada de su contaminación moral.
Dice el profeta: "Porque luego que hay juicios tuyos en la tierra, los moradores del mundo aprenden justicia. Alcanzará piedad el impío, y no aprenderá justicia; ... y no mirará a la majestad de Jehová." (Isa. 26: 9, 10.) Así ocurrió después del diluvio. Ya libres de los castigos del Señor, los habitantes de la tierra se rebelaron de nuevo contra él. Dos veces el pacto de Dios y sus estatutos fueron desechados por el mundo. Tanto los antediluvianos como los descendientes de Noé rechazaron la autoridad divina. Entonces Dios hizo un pacto con Abrahán, y apartó para sí un pueblo que debía llegar a ser depositario de su ley.
Satanás empezó en seguida a tender sus lazos para seducir y destruir a este pueblo. Los hijos de Jacob fueron inducidos a contraer matrimonio con gentiles y a adorar sus ídolos. Pero José fue fiel a Dios, y su fidelidad fue un testimonio constante de la verdadera fe. Para apagar esta luz, obró Satanás mediante la envidia de los hermanos de José, quienes le vendieron como esclavo a un pueblo pagano. Sin embargo, Dios dirigió los acontecimientos para que su luz fuera comunicada al pueblo egipcio. Tanto en la casa de Potifar como en la cárcel, José recibió una educación y un adiestramiento que, con el temor de Dios, le prepararon para su alta posición como primer ministro de la nación. Desde el palacio de Faraón, se sintió su influencia por todo el país, y por todas partes se divulgó el conocimiento de Dios. En Egipto los Israelitas alcanzaron prosperidad y riqueza y, hasta donde fueron fieles a Dios, ejercieron una amplia influencia. Los sacerdotes idólatras se alarmaron al ver que la nueva religión ganaba favor. Satanás les inspiró su propia enemistad contra el Dios del cielo y se propusieron apagar aquella luz. Los sacerdotes eran los encargados de la educación del heredero del trono y fue el espíritu de terca oposición a Dios y el celo por la idolatría lo que modeló el carácter del futuro monarca, y le llevó a oprimir cruelmente a los hebreos.
Durante los cuarenta años que siguieron a la huida de Moisés de la tierra de Egipto, la idolatría pareció haber vencido en la lucha. Año tras año las esperanzas de los israelitas iban desfalleciendo. Tanto el rey como el pueblo se regocijaban de su poder y se burlaban del Dios de Israel. Este espíritu creció hasta llegar a su mayor exaltación en el Faraón a quien enfrentó Moisés. Cuando el caudillo hebreo se presentó ante el rey con un mensaje de "Jehová, el Dios de Israel," no fue su ignorancia acerca del Dios verdadero la que le sugirió la respuesta, sino que desafió el poder de Dios al responder: "¿Quién es Jehová, para que yo oiga su voz . . . ? Yo no conozco a Jehová." Desde, el principio hasta el fin, la oposición de Faraón al mandato divino no fue resultado de la ignorancia, sino del odio y de un espíritu de desafío.
Aunque las egipcios habían rechazado durante tanto tiempo el conocimiento de Dios, el Señor todavía les ofreció la oportunidad de arrepentirse. En los días de José, Egipto había servido de asilo para Israel; Dios había sido honrado en la bondad mostrada a su pueblo; por lo tanto, el Paciente, tardo para la ira y lleno de compasión, dio a cada castigo tiempo para realizar su obra; los egipcios, maldecidos por las mismas cosas que adoraban, tuvieron evidencia del poder de Jehová, y todos los que quisieron, pudieron someterse a Dios y escapar a sus azotes. El fanatismo y la terquedad del rey dieron por resultado la divulgación del conocimiento de Dios y muchos egipcios, atraídos a él, se dedicaron a servirle.
Fue porque los israelitas estaban tan dispuestos a unirse con los paganos y a imitar su idolatría por lo que Dios les había permitido ir a Egipto, donde la influencia de José era grande y donde las circunstancias eran favorables para permanecer en calidad de pueblo diferente. Allí, además, la burda idolatría de los egipcios, y su crueldad y opresión durante la última parte de la estada de los hebreos entre ellos, hubieran debido inspirar en los israelitas odio hacia la idolatría, y llevarlos a buscar refugio en el Dios de sus padres. Pero esas mismas circunstancias fueron convertidas por Satanás en instrumento para lograr sus fines, pues ofuscó la mente de los israelitas y los indujo a imitar las costumbres paganas. A causa de la supersticiosa veneración que los egipcios rendían a los animales, no se les permitió a los hebreos que ofrecieran sacrificios. Así sus pensamientos no fueron dirigidos al gran Sacrificio por medio de este culto, y su fe se debilitó.
Cuando llegó la hora de la liberación de Israel, Satanás se propuso resistir los propósitos de Dios. Se empeñó en que aquel gran pueblo, que contaba más de dos millones de almas, se mantuviera en la ignorancia y la superstición. Al pueblo a quien Dios había prometido bendecir y multiplicar, para hacerlo un poder sobre la tierra, y por cuyo medio iba a revelar el conocimiento de su voluntad, al pueblo que iba a ser el depositario de su ley, procuró Satanás mantenerlo en la obscuridad y la servidumbre, con el fin de borrar de su memoria el recuerdo de Dios.
Cuando se hicieron los milagros delante del rey, Satanás estuvo presente para contrarrestar la influencia que podrían ejercer, e impedir que Faraón reconociera la soberanía de Dios y que obedeciera su mandato. Satanás obró hasta el límite de su poder para falsificar la obra de Dios y resistir la voluntad divina. Lo único que obtuvo fue preparar el camino para mayores manifestaciones del poder y de la gloria del Señor, y hacer aún más evidente la existencia y soberanía del Dios verdadero y viviente, tanto ante los israelitas como ante todo el pueblo egipcio.
Dios libró a Israel mediante extraordinarias manifestaciones de su potencia, y con juicios sobre todos los dioses de Egipto. "Y sacó a su pueblo con gozo; con júbilo a sus escogidos. Y dióles las tierras de las gentes; y las labores de las naciones heredaron: para que guardasen sus estatutos, y observasen sus leyes." (Sal. 105: 43-45.) Los rescató del estado de esclavitud en que se hallaban, para poder llevarlos a una buena tierra, que en su providencia había preparado para ellos como un refugio contra sus enemigos, a una tierra donde pudiesen vivir bajo la sombra de sus alas. Quería atraerlos a sí mismo, para rodearlos con sus brazos eternos; y les requirió que en retribución a toda su bondad y misericordia hacia ellos no tuviesen dioses ajenos ante él, el Dios viviente, y que ensalzaran su nombre y lo glorificaran en la tierra.
Durante su esclavitud en Egipto, muchos de los israelitas habían perdido en alto grado el conocimiento de la ley de Dios, y habían mezclado los preceptos divinos con costumbres y tradiciones paganas. Dios los llevó al Sinaí, y allí con su propia voz proclamó su ley.
Satanás y los ángeles malos asistieron a la escena. Aun mientras Dios proclamaba su ley a su pueblo, Satanás estaba urdiendo proyectos para inducirlo a pecar. Ante el mismo rostro del Cielo quería arrebatar a este pueblo a quien Dios había elegido. Llevándolos a la idolatría, iba a destruir la eficacia de todo culto; pues ¿cómo puede elevarse el hombre, adorando lo que es inferior a él mismo y que puede simbolizarse 347 con hechuras de sus propias manos? Si el hombre pudiera llegar a ser tan ciego con respecto al poder, la majestad y la gloria del Dios infinito como para representarle por medio de una imagen o hasta por medio de una bestia o un reptil; si pudiera olvidar, hasta tal punto su propio parentesco divino; si olvidara que fue hecho a la imagen de su Creador, hasta el punto de inclinarse ante objetos repugnantes e irracionales; entonces quedaría el camino libre para la plena licencia, se desencadenarían las malas pasiones de su corazón, y Satanás ejercería dominio absoluto.
Al pie mismo del Sinaí, empezó Satanás a ejecutar sus planes para derribar la ley de Dios y continuó así la obra que había iniciado en el cielo. Durante los cuarenta días que Moisés pasó en el monte con Dios, Satanás se ocupó en sembrar la duda, la apostasía y la rebelión. Mientras Dios escribía su ley, para entregarla al pueblo de su pacto, los israelitas, negando su lealtad a Jehová, pedían dioses de oro. Cuando Moisés regresó de la solemne presencia de la gloria divina, con los preceptos de la ley a la cual el pueblo se había comprometido a obedecer, hallé a éste en actitud de abierto desafío a los mandamientos de esa ley y adorando una imagen de oro.
Al inducir a Israel a cometer este atrevido insulto y esta blasfemia contra Jehová, Satanás se había propuesto causar la ruina completa del pueblo. Puesto que se habían manifestado tan envilecidos, tan privados de todo entendimiento acerca de los privilegios y bendiciones que Dios les había ofrecido, y tan olvidados de sus repetidas promesas solemnes de lealtad, Satanás creyó que el Señor los repudiaría y los entregaría a la destrucción. Así obtendría el exterminio de la simiente de Abrahán, esa simiente prometida que había de preservar el conocimiento del Dios viviente, y mediante la cual había de venir Aquel que había de ser la verdadera simiente, y que le vencería a él, Satanás.
El gran rebelde había tramado destruir a Israel y así frustrar los propósitos de Dios. Pero otra vez fue derrotado. A pesar de ser tan pecadores, los Israelitas no fueron destruidos. En tanto que los que se habían puesto tercamente del lado de Satanás fueron eliminados, los humildes y los arrepentidos fueron perdonados bondadosamente. La historia de este pecado iba a destacarse como un testimonio perpetuo de la culpa y el castigo de la idolatría, y de la justicia y longanimidad de Dios.
Todo el universo presenció las escenas del Sinaí. En la actuación de las dos administraciones se vio el contraste entre el gobierno de Dios y el de Satanás. Otra vez los inmaculados habitantes de los otros mundos volvieron a ver los resultados de la apostasía de Satanás, y la clase de gobierno que él habría establecido en el cielo, si se le hubiera dejado dominar.
Al hacer que los hombres violaran el segundo mandamiento, Satanás se propuso degradar el concepto que tenían del Ser divino. Anulando el cuarto mandamiento, les haría olvidar completamente a Dios. El hecho de que Dios demande reverencia y adoración por sobre los dioses paganos se funda en que él es el Creador, y que todas las demás criaturas le deben a él su existencia. Así lo presenta la Biblia. Dice el profeta Jeremías: "Jehová Dios es la verdad; él es Dios vivo y Rey eterno: . . . los dioses que no hicieron los cielos ni la tierra, perezcan de la tierra y de debajo de estos cielos. El que hizo la tierra con su potencia, el que puso en orden el mundo con su saber, y extendió los cielos con su prudencia. . . . Todo hombre se embrutece y le falta ciencia; avergüéncese de su vaciadizo todo fundidor; porque mentira es su obra de fundición, y no hay espíritu en ellos; vanidad son, obras de escarnios: en el tiempo de su visitación perecerán. No es como ellos la suerte de Jacob: porque él es el Hacedor de todo." (Jer. 10: 10-16.)
El sábado, como recordatorio del poder creador de Dios, le señala a él como Hacedor de los cielos y de la tierra. Por lo tanto, es un testimonio perpetuo de su existencia, y un recuerdo de su grandeza, su sabiduría y su amor. Si el sábado se hubiera santificado siempre, jamás habría podido haber ateos ni idólatras.
La institución del sábado, que tiene su origen en el Edén, es tan antigua como el mundo mismo. Ese día fue observado por todos los patriarcas, desde la creación en adelante. Durante su servidumbre en Egipto, los israelitas fueron obligados por sus amos a violar el sábado, y perdieron en gran parte el conocimiento de su santidad. Cuando se proclamó la ley en el Sinaí, las primeras palabras del cuarto mandamiento fueron: "Acuérdate de santificar el día de sábado," lo cual demuestra que el sábado no se instituyó entonces; se señala su origen haciéndolo remontar a la creación. Para borrar a Dios de la mente de los hombres, Satanás se propuso derribar este gran monumento recordativo. Si pudiera inducir a los hombres a olvidar a su Creador, ya no harían esfuerzos para resistir al poder del mal, y Satanás estaría seguro de su presa.
La enemistad de Satanás contra la ley de Dios lo ha incitado a guerrear contra cada precepto del Decálogo. Con el gran principio del amor y la lealtad hacia Dios, el Padre de todos, se relaciona estrechamente el principio del amor y la obediencia a los padres. El despreciar la autoridad de los padres lleva pronto a despreciar la autoridad de Dios. Así se explican los esfuerzos de Satanás por menoscabar la autoridad del quinto mandamiento. Entre los paganos se prestaba poca atención al principio ordenado en este precepto. En muchas naciones se solía abandonar a los padres o darles muerte cuando la vejez los incapacitaba para cuidarse a sí mismos. En la familia, se trataba a la madre con poco respeto, y después de la muerte de su esposo, se le exigía que se sometiera a la autoridad del hijo mayor. Moisés insistió en la obediencia filial; pero cuando los israelitas se apartaron de Dios, menospreciaron el quinto mandamiento junto con los otros.
Satanás "homicida ha sido desde el principio" (Juan 8: 44), y en cuanto tuvo poder sobre los seres humanos, no sólo los incitó a odiarse y matarse mutuamente, sino también a desafiar atrevidamente la autoridad de Dios, hasta el punto de violar el sexto mandamiento como parte de su religión.
Merced a los conceptos pervertidos de lo que son los atributos divinos, los paganos fueron inducidos a creer que los sacrificios humanos eran necesarios para obtener el favor de sus dioses; y las crueldades más horribles se han perpetrado bajo diferentes formas de idolatría. Entre éstas se contaba la costumbre de hacer pasar a los hijos por el fuego ante ídolos. Cuando uno de ellos salía ileso de esta prueba del fuego, la gente creía que su ofrenda había sido aceptada; al niño así librado se le consideraba extraordinariamente favorecido por los dioses. Era colmado de beneficios, y después muy estimado; y por graves que fuesen sus crímenes, nunca se le castigaba. Pero si alguno se quemaba al pasar por el fuego, su suerte estaba decidida; se creía que la ira de los dioses sólo podía satisfacerse quitando la vida a la víctima, y por consiguiente era ofrecida como sacrificio. En épocas de gran apostasía, estas abominaciones prevalecieron hasta cierto grado, aun entre los israelitas.
También la violación del séptimo mandamiento se practicó antiguamente en nombre de la religión. Los ritos más licenciosos y abominables llegaron a formar parte del culto pagano. Hasta los dioses mismos se representaban como impuros, y sus adoradores daban rienda suelta a las pasiones bajas. Prevalecían vicios contra la naturaleza, y las fiestas religiosas se caracterizaban por una impureza general y pública.
La poligamia se practicó desde tiempos muy antiguos. Fue uno de los pecados que trajo la ira de Dios sobre el mundo antediluviano y sin embargo, después del diluvio esa práctica volvió a extenderse. Hizo Satanás un premeditado esfuerzo para corromper la institución del matrimonio, debilitar sus obligaciones, y disminuir su santidad; pues no hay forma más segura de borrar la imagen de Dios en el hombre, y abrir la puerta a la desgracia y al vicio.
Desde el principio de la gran controversia, se propuso Satanás desfigurar el carácter de Dios, y despertar rebelión contra su ley; y esta obra parece coronada de éxito. Las multitudes prestan atención a los engaños de Satanás y se vuelven contra Dios. Pero en medio de la obra del mal, los propósitos de Dios progresan con firmeza hacia su realización. El manifiesta su justicia y benevolencia hacia todos los seres inteligentes creados por él. A causa de las tentaciones de Satanás, todos los miembros de la raza humana se han convertido en transgresores de la ley divina; pero en virtud del sacrificio de su Hijo se abre un camino por el cual pueden regresar a Dios. Por medio de la gracia de Cristo pueden llegar a ser capaces de obedecer la ley del Padre. Así en todos los tiempos, de entre la apostasía y la rebelión Dios saca a un pueblo que le es fiel un pueblo "en cuyo corazón está" su "ley." (Isa. 51: 7)
Satanás sedujo a los ángeles mediante el engaño; así también fue como en todo tiempo realizó su obra entre los hombres, y seguirá usando este procedimiento hasta el fin. Si él confesase abiertamente que está haciendo la guerra a Dios y a su ley, los hombres procurarían precaverse contra él; pero Satanás se disfraza y combina la verdad con el error. Las mentiras más peligrosas son las que están mezcladas con la verdad. De ahí que se acepten errores que cautivan y arruinan el alma. Valiéndose de este método, Satanás arrastra al mundo consigo. Pero se acerca el día en que su triunfo terminará para siempre.
El proceder de Dios respecto a la rebelión desenmascarara completamente la obra que durante tanto tiempo se ha hecho en forma oculta. Los resultados del dominio de Satanás y del rechazamiento de los estatutos divinos quedarán revelados a la vista de todos los seres racionales. La ley de Dios está plenamente vindicada. Se verá que todos los actos de Dios tuvieron por fin el bien eterno de su pueblo y de todos los mundos creados. Satanás mismo, en presencia del universo, confesará la justicia del gobierno de Dios y la rectitud de su ley. No está lejos el tiempo en que Dios se levantará para vindicar su autoridad agraviada. "He aquí que Jehová sale de su lugar, para visitar la maldad del morador de la tierra contra él." (Isa. 26: 21.) "¿Quién podrá sufrir el tiempo de su venida? ¿o quién podrá estar cuando él se mostrará?" (Mal. 3: 2.) A causa de su pecaminosidad, se le prohibió al pueblo de Israel acercarse al monte cuando Dios estaba por descender sobre él para proclamar su ley, para evitar que fuese consumido por la abrazadora gloria de su presencia. Si tales manifestaciones de su poder señalaron el sitio escogido para la proclamación de su ley, ¡cuán pavoroso no será su tribunal cuando venga para aplicar el juicio de estos sagrados estatutos! ¿Cómo soportarán su gloria en el gran día de la retribución final los que pisotearon su autoridad?
Los terrores del Sinaí debían darle al pueblo una idea de las escenas del juicio. El sonido de una trompeta llamó a Israel a presentarse ante Dios. La voz del arcángel y la trompeta de Dios llamarán a la presencia del Juez desde todos los confines de la tierra tanto a los vivos como a los muertos. El Padre y el Hijo, asistidos por una multitud de ángeles, estaban presentes en el monte. En el gran día del juicio, Cristo vendrá "en la gloria de su Padre con sus ángeles." "Entonces se sentará sobre el trono de su gloria. Y serán reunidas delante de él todas las gentes." (Mat. 16: 27; 25: 31, 32.)
Cuando se manifestó la presencia divina en el Sinaí, la gloria del Señor era ante la vista de todo Israel como un fuego devorador. Pero cuando venga Cristo en gloria con sus santos ángeles, toda la tierra resplandecerá con el tremendo fulgor de su presencia. "Vendrá nuestro Dios, y no callará: fuego consumirá delante de él, y en derredor suyo habrá tempestad grande. Convocará a los cielos de arriba, y a la tierra, para juzgar a su pueblo." (Sal. 50: 3, 4) De él procederá una corriente de fuego que fundirá los elementos con su ardiente calor; y la tierra y las obras que hay en ella serán consumidas. 353 "Se manifestará el Señor Jesús del cielo con los ángeles de su potencia, en llama de fuego, para dar el pago a los que no conocieron a Dios, ni obedecen al evangelio." (2 Tes. 1: 7,
Nunca, desde que se creó al hombre, se había presenciado semejante manifestación del poder divino como cuando se proclamó la ley desde el Sinaí. "La tierra tembló; también destilaron los cielos a la presencia de Dios: aquel Sinaí tembló delante de Dios, del Dios de Israel." (Sal. 68: 8.) En medio de las más terríficas convulsiones de la naturaleza, la voz de Dios se oyó como una trompeta desde la nube. El monte fue sacudido desde la base hasta la cima, y las huestes de Israel, demudadas y temblorosas, cayeron de hinojos.
Aquel, cuya voz hizo entonces temblar la tierra, ha declarado: "Aun una vez, y yo conmoveré no solamente la tierra, mas aun el cielo." La Escritura dice: "Jehová bramará desde lo alto, y desde la morada de su santidad dará su voz," "y temblarán los cielos y la tierra." En aquel gran día que se acerca, el cielo mismo se apartará "como un libro que es envuelto." Y todo monte y toda isla se moverán de su sitio. "Temblará la tierra vacilando como un borracho, y será removida como una choza; y agravaráse sobre ella su pecado, y caerá, y nunca más se levantará." (Heb. 12: 26; Jer. 25: 30; Joel 3: 16; Apoc. 6: 14; Isa. 24: 20.)
"Por tanto, se enervarán todas las manos, y desleiráse todo corazón de hombre: y se llenarán de terror; angustias y dolores los comprenderán; ... pasmaráse cada cual al mirar a su compañero; sus rostros, rostros de llamas." "Y visitaré la maldad sobre el mundo, y sobre los impíos su iniquidad; y haré que cese la arrogancia de los soberbios, y abatiré la altivez de los fuertes." (Isa. 13: 7, 8, 11; Jer. 30: 6.)
Cuando Moisés regresó de su encuentro con la divina presencia en el monte, donde había recibido las tablas del testimonio, el culpable Israel no pudo soportar la luz que glorificaba su semblante. ¡Cuánto menos podrán los transgresores mirar al Hijo de Dios cuando aparezca en la gloria de su Padre, rodeado de todas las huestes celestiales, para ejecutar el juicio sobre los transgresores de su ley y sobre los que rechazan su sacrificio expiatorio! Los que menospreciaron la ley de Dios y pisotearon bajo sus pies la sangre de Cristo, "los reyes de la tierra, y los príncipes, y los ricos, y los capitanes, y los fuertes," se esconderán "en las cuevas y entre las peñas de los montes," y dirán a los montes y a las rocas: "Caed sobre nosotros, y escondednos de la cara de Aquel que está sentado sobre el trono, y de la ira del Cordero porque el gran día de su ira es venido; y ¿quién podrá estar firme?" En "aquel día arrojará el hombre, a los topos y murciélagos, sus ídolos de plata y sus ídolos de oro, . . . y se entrarán en las hendiduras de las rocas, y en las cavernas de las peñas, por la presencia formidable de Jehová, y por el resplandor de su majestad, cuando se levantaré para herir la tierra." (Apoc. 6: 15-17; Isa. 2: 20, 21.)
Entonces se verá que la rebelión de Satanás contra Dios dio como resultado la ruina de sí mismo, y de todos los que eligieron ser sus súbditos. El hizo creer que de la transgresión resultaría un gran bien; pero se verá que "la paga del pecado es muerte." "Porque he aquí, viene el día ardiente como un horno; y todos los soberbios, y todos los que hacen maldad, serán estopa; y aquel día que vendrá, los abrasará, ha dicho Jehová de los ejércitos, el cual no les dejará ni raíz ni rama." Satanás, la raíz de todo pecado, y todos los obradores del mal, que son sus ramas, serán completamente extirpados. Se pondrá fin al pecado, y a toda la aflicción y ruina que acarreó. El salmista dice: "Destruiste al malo, raíste el nombre de ellos para siempre jamás. Oh enemigo, acabados son para siempre los asolamientos." (Rom. 6: 23; Mal. 4: 1; Sal. 9: 5, 6.)
Pero en medio de la tempestad de los castigos divinos, los hijos de Dios no tendrán ningún motivo para temer. "Jehová será la esperanza de su pueblo, y la fortaleza de los hijos de Israel." El día que traerá terror y destrucción para los transgresores 355 de la ley de Dios, para los obedientes significará "gozo inefable y glorificado." "Juntadme mis santos -dirá el Señor;- los que hicieron conmigo pacto con sacrificio. Y denunciarán los cielos su justicia; porque Dios es el juez." (Joel 3: 16; 1 Ped. 1: 8; Sal. 50: 5, 6.)
"Entonces os tomaréis, y echaréis de ver la diferencia entre el justo y el malo, entre el que sirve a Dios y el que no le sirve." "Oídme, los que conocéis justicia, pueblo en cuyo corazón está mi ley." "He aquí he quitado de tu mano el cáliz de aturdimiento . . . nunca más lo beberás." "Yo, yo soy vuestro consolador." "Porque los montes se moverán, y los collados temblarán; mas no se apartará de ti mi misericordia, ni el pacto de mi paz vacilará, dijo Jehová, el que tiene misericordia de ti." (Mal. 3: 18; Isa 51: 7, 22, 12; 54: 10.)
El gran plan de la redención dará por resultado el completo restablecimiento del favor de Dios para el mundo. Será restaurado todo lo que se perdió a causa del pecado. No sólo el hombre, sino también la tierra, será redimida, para que sea la morada eterna de los obedientes. Durante seis mil años, Satanás luchó por mantener la posesión de la tierra. Pero se cumplirá el propósito original de Dios al crearla. "Tomarán el reino los santos del Altísimo, y poseerán el reino hasta el siglo, y hasta el siglo de los siglos." (Dan 7: 18)
"Desde el nacimiento del sol hasta donde se pone, sea alabado el nombre de Jehová." "En aquel día Jehová será uno, y uno su nombre." "Y Jehová será Rey sobre toda la tierra." La Sagrada Escritura dice: "Para siempre, oh Jehová, permanece tu palabra en los cielos." "Fieles son todos sus mandamientos; afirmados por siglo de siglo." Los sagrados estatutos que Satanás ha odiado y ha tratado de destruir, serán honrados en todo el universo inmaculado. Y "como la tierra produce su renuevo, y como el huerto hace brotar su simiente, así el Señor Jehová hará brotar justicia y alabanza delante de todas las gentes." (Sal. 113: 3; Zac. 14: 9; Sal. 119: 89; 111: 7, 8; Isa. 61: 1.)
Salmos 105:26-45
26 Envió a su siervo Moisés,
Y a Aarón, al cual escogió.
27 Puso en ellos las palabras de sus señales,
Y sus prodigios en la tierra de Cam.
28 Envió tinieblas que lo oscurecieron todo;
No fueron rebeldes a su palabra.
29 Volvió sus aguas en sangre,
Y mató sus peces.
30 Su tierra produjo ranas
Hasta en las cámaras de sus reyes.
31 Habló, y vinieron enjambres de moscas,
Y piojos en todos sus términos.
32 Les dio granizo por lluvia,
Y llamas de fuego en su tierra.
33 Destrozó sus viñas y sus higueras,
Y quebró los árboles de su territorio.
34 Habló, y vinieron langostas,
Y pulgón sin número;
35 Y comieron toda la hierba de su país,
Y devoraron el fruto de su tierra.
36 Hirió de muerte a todos los primogénitos en su tierra,
Las primicias de toda su fuerza.
37 Los sacó con plata y oro;
Y no hubo en sus tribus enfermo.
38 Egipto se alegró de que salieran,
Porque su terror había caído sobre ellos.
39 Extendió una nube por cubierta,
Y fuego para alumbrar la noche.
40 Pidieron, e hizo venir codornices;
Y los sació de pan del cielo.
41 Abrió la peña, y fluyeron aguas;
Corrieron por los sequedales como un río.
42 Porque se acordó de su santa
palabra Dada a Abraham su siervo.
43 Sacó a su pueblo con gozo;
Con júbilo a sus escogidos.
44 Les dio las tierras de las naciones,
Y las labores de los pueblos heredaron;
45 Para que guardasen sus estatutos,
Y cumpliesen sus leyes.
Aleluya.
Salmos 106:8-23
8 Pero él los salvó por amor de su nombre,
Para hacer notorio su poder.
9 Reprendió al Mar Rojo y lo secó,
Y les hizo ir por el abismo como por un desierto.
10 Los salvó de mano del enemigo,
Y los rescató de mano del adversario.
11 Cubrieron las aguas a sus enemigos;
No quedó ni uno de ellos.
12 Entonces creyeron a sus palabras
Y cantaron su alabanza.
13 Bien pronto olvidaron sus obras;
No esperaron su consejo.
14 Se entregaron a un deseo desordenado en el desierto;
Y tentaron a Dios en la soledad.
15 Y él les dio lo que pidieron;
Mas envió mortandad sobre ellos.
16 Tuvieron envidia de Moisés en el campamento,
Y contra Aarón, el santo de Jehová.
17 Entonces se abrió la tierra y tragó a Datán,
Y cubrió la compañía de Abiram.
18 Y se encendió fuego en su junta;
La llama quemó a los impíos.
19 Hicieron becerro en Horeb,
Se postraron ante una imagen de fundición.
20 Así cambiaron su gloria
Por la imagen de un buey que come hierba.
21 Olvidaron al Dios de su salvación,
Que había hecho grandezas en Egipto,
22 Maravillas en la tierra de Cam,
Cosas formidables sobre el Mar Rojo.
23 Y trató de destruirlos,
De no haberse interpuesto Moisés su escogido delante de él,
A fin de apartar su indignación para que no los destruyese.
“La humildad y la reverencia deben caracterizar el comportamiento
de todos los que se allegan a la presencia de Dios. En el nombre de
Jesús, podemos acercarnos a él con confianza, pero no debemos hacerlo
con la osadía de la presunción, como si el Señor estuviese en el mismo
nivel que nosotros. Algunos se dirigen al Dios grande, todopoderoso y
santo [...] como si se dirigieran a un igual o a un inferior. Hay quienes se
comportan en la casa de Dios como no se atreverían a hacerlo en la sala
de audiencias de un soberano terrenal. Los tales deberían recordar que
están ante la vista de aquel a quien los serafines adoran, y ante quien los
ángeles cubren su rostro. A Dios se le debe reverenciar grandemente;
todo el que verdaderamente reconozca su presencia se inclinará humildemente
ante él” (Patriarcas y profetas, p. 257).
“La verdadera reverencia hacia Dios nos es inspirada por un sentido
de su infinita grandeza y un reconocimiento de su presencia. Este
sentido del Invisible debe impresionar profundamente todo corazón. La
presencia de Dios hace que tanto el lugar como la hora de la oración
sean sagrados. [...] ¡Con qué reverencia deberían pronunciarlo nuestros
labios, puesto que somos seres caídos y pecaminosos!” (Profetas y reyes,
p. 34).
PREGUNTAS PARA DIALOGAR:
1. Analiza los siguientes aspectos del carácter de Dios: su cercanía a
nosotros, y su grandeza, su majestad y su santidad. Los teólogos se refieren
a esos dos conceptos como su inmanencia y su trascendencia. Piensa de
qué manera estas dos verdades pueden ser enfatizadas en nuestros cultos
de adoración.
2. ¿Qué lecciones aprendemos de la trágica historia de la adoración
del becerro de oro y de las consecuencias de adorar dioses falsos (visibles
o invisibles)? ¿Qué ídolos comunes se adoran en nuestra sociedad? ¿Qué
lecciones encuentras en esta historia para nosotros, que hemos esperado
por mucho tiempo el regreso del Señor?
3. ¿Qué diremos de nuestros cultos de adoración? ¿Cómo pueden
ayudarnos mejor a sentir la majestad, la gloria y el poder de Dios? ¿O
bajan a Dios a nuestro nivel?
4. ¿Qué significa conocer a Dios? Si te preguntaran: “¿Cómo conoces
a Dios?”, ¿de qué modo responderías? ¿De qué manera puede un ser
humano llegar a conocer a Dios personalmente?
Compilador: Delfino J.