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III Trimestre de 2011

Libro Complementario

LA ADORACIÓN EN EL CONFLICTO DE LOS SIGLOS

Autor: Rosalie Haffner Lee Zinke

Capítulo Uno

LA CONTIENDA SOBRE LA ADORACIÓN

Las palabras contienda y adoración parecen estar a un univer­so de distancia entre sí. Sin embargo, las contiendas sobre la adoración se extienden con furia en nuestra sociedad posmoderna. Karl Tsatalbasidis, un teólogo adventista, ha escrito acerca de los cambios verificados en cuanto a la adoración, que han sucedido con el transcurso de los años. En un artículo titulado "The Emerging Church: More than Just a Facelif" [La iglesia emergente: más que un remozamiento], repasa las filosofías y tendencias que han influido sobre la adoración, tanto en las iglesias católico-romanas como en las protestantes, incluyendo la Iglesia Adventista del Séptimo Día. Re­pasa la era clásica, que forma la base de la teología católico-romana, luego la era moderna -durante la que los eruditos creyeron que la Biblia fue producida por la cultura de la época, en vez de ser divina­mente inspirada- y, finalmente, la era posmoderna, que se caracteri­za por echar por tierra la división entre lo sagrado y lo secular. "Para las iglesias emergentes, ya no hay lugares malos, personas malas o tiempos malos. Todo puede ser santo. Todo puede ser dado a Dios en la adoración".1 Estas filosofías abren la puerta a la creencia de que cualquier cosa que le guste a la gente puede ser usada en la adora­ción, incluyendo cualquier clase de música secular. De este modo comenzaron las contiendas respecto de la adoración.

El comienzo de las disputas sobre la adoración

Las disputas sobre la adoración no son un problema nuevo en
la iglesia. En realidad, la primera comenzó en las cortes celestiales, cuando el divino Hijo de Dios, "por quien asimismo hizo el univer­so" (Heb. 1:2) oyó que el Padre decía: "Adórenle todos los ángeles de Dios" (Heb. 1:6). Dios el Hijo acababa de llamar a la existencia a un nuevo planeta con su palabra. "Tú, oh Señor, en el principio fundas­te la tierra" (vers. 10). Había creado a una pareja de seres perfectos, Adán y Eva, para que tuvieran dominio sobre todas las cosas vivien­tes. Ellos se gozaban en amar, honrar y adorar a su Creador.

Entretanto en el cielo, Lucifer, "el querubín grande" (Ezequiel 28:14), comenzó a albergar ideas de exaltación propia. ¿Por qué debía el Hijo de Dios recibir toda la adoración? ¿Por qué él, el ángel más exaltado, no tenía derecho al homenaje que se le daba al Creador? Estas ideas y sentimientos pronto hallaron expresión cuando Lucifer difundió su descontento por codiciar la adoración debida solo a Cristo. Su deseo de ser adorado, fomentado por el orgullo y fortalecido por sus sutiles engaños, de final estalló en una abierta rebelión. Lo que al principio parecía ser reverencia hacia Dios, se convirtió en una crisis acerca de a quién se debía adorar: a Cristo o a Lucifer.

En el Nuevo Testamento, Pablo afirma: "Porque en él [Cristo] fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra [...] todo fue creado por él y para él" (Colosenses 1:16). Él nos recuerda que tan ciertamente como Dios habló por medio de los profetas, ahora ha hablado por medio de su Hijo "por quien asi­mismo hizo el universo" (Hebreos 1:2). La Deidad reclama el derecho a la adoración, porque la Deidad creó todas las cosas. Este tema re­corre toda la Escritura, y concluye en el Apocalipsis con el llamado final al planeta Tierra, antes del regreso de Cristo: "Temed a Dios y dadle gloria, porque la hora de su juicio ha llegado; y adorad a aquel que hizo el cielo y la tierra" (Apocalipsis 14:7, la cursiva fue añadida).

Así, desde el comienzo del conflicto entre Cristo y Satanás, los ángeles, uno por uno, tuvieron que elegir a quién darían su lealtad y adoración. Siendo que el Dios Creador es justo y equitativo, y por cuanto él ha otorgado el poder de elección a sus sores creados, tam­bién tenía que permitir que su familia humana, recientemente crea­da, eligiera a quién brindaría su adoración: a su Creador, el Hijo de Dios, o a Lucifer, el ángel caído que contendía porque lo adoraran.

La adoración en el Edén

La mente humana, limitada a lo terreno, no puede siquiera co­menzar a imaginar la belleza del jardín, el hogar que Dios original­mente había creado para la nueva pareja. Los había cubierto con vestiduras de luz, que reflejaban el carácter santo de Dios. El Crea­dor había oficiado en su casamiento. Luego coronó su obra dándo­les un día especial, el sábado, como monumento recordatorio de su obra de creación, santificado para siempre como el día de Dios. Debe haberles explicado que ellos necesitaban un día apartado es­pecialmente para el descanso y la contemplación, un día dedicado al descanso de las labores comunes, y un día en el cual adorar a su Creador con amor y reverencia. El sábado debía ser un recordativo constante para la familia humana de que él, el Creador, el Sobera­no Gobernante del universo, es digno de adoración, reverencia y gratitud.
¡Qué día gozoso habrá sido ese primer sábado! Imagine dar un pa­seo por el hermoso jardín junto con su Creador. Lo escucha explicar el propósito de la vida y el maravilloso plan para usted, especialmente la comunión que debe gozar con él en su día especial. ¿Cómo habrá sido el culto de adoración ese primer sábado? ¿Habrán cantado los co­ros celestiales sus aleluyas en ese día especial? ¿Llevó el Hijo de Dios a Adán y a Eva a recorrer el planeta recién creado para explicarles algo de las maravillas de la creación? ¿Les enseñó a alabar a Dios por medio del canto? No lo sabemos cómo adoraron a su Creador aquel primer sábado, ¡pero debe haber sido un día memorable! Fue un día que nunca olvidarían, "porque sin duda Dios les habrá dicho, como dijo más tarde, "acuérdate del sábado" (Éxo. 20:8).


Crisis de adoración

Entonces, llegó la triste noticia de la crisis. A Adán y a Eva se les advirtió que no se acercasen al árbol del conocimiento del bien y del mal. Su lealtad a Dios sería probada. Si no seguían el consejo de Dios y cedían al tentador, el resultado sería la pérdida, que con­sistía en la muerte. La prueba era de lealtad a su Creador. ¿Lo pon­drían en primer lugar? ¿Lo adorarían y le obedecerían a toda costa? ¿O escucharían al tentador, y le darían su lealtad y adoración?
El triste resultado es bien conocido, porque la elección de ellos aquel día afectó a cada miembro de la familia humana todos los días de su vida. Cada ser humano debe afrontar la misma decisión que Adán y Eva afrontaron ese fatídico día: la elección entre adorar a su Creador, o escuchar al tentador y darle la lealtad a él.
El pecado de Adán y de Eva no fue tanto creer en la mentira de la serpiente, sino desconfiar de Dios, quien les había dado la vida. La envoltura de luz con que estaban vestidos desapareció, y que­daron con una sensación de vergüenza y culpa. La desnudez espi­ritual descalifica a los seres humanos para la adoración a Dios (ver Apoc. 3:16, 17). Pero aún más dolorosa que su culpa fue el terrible dolor que los abrumó cuando se dieron cuenta de su triple pérdida: la pérdida de su inocencia, de la comunión cara a cara con su Crea­dor y de su hermoso hogar en el jardín. Aun la caída de las hojas de los árboles les causaba un dolor más profundo del que sienten ahora los seres humanos cuando uno de sus amados fallece.2

El Creador al rescate

Un relato cuenta que una casa se incendió y la mayor parte de la familia murió. Un niño gritó desde una ventana del piso superior. De repente, un hombre de la multitud corrió hacia la casa incendiada, ig­norando todas las advertencias. La multitud esperó sin aliento, hasta que vio al hombre con el muchacho en sus brazos. Más tarde, en el tribunal, se decidía el futuro del niño. Varias familias querían llevarlo a sus casas. Y entonces, tan inesperadamente como antes, el mismo hombre corrió por la sala, mostrando al juez sus brazos con las cica­trices del fuego. Su pedido de adoptar al muchacho fue concedido. Había mostrado su amor por el niño al pagar el precio del rescate.
Adán y Eva habían perdido su derecho a vivir en el Jardín del Edén, pero el Hijo de Dios ofreció su propia vida para rescatar a la familia humana. Tomando un cordero inocente, tal vez una mascota de Adán y de Eva, el Hijo de Dios le quitó la vida, y luego les hizo vestiduras para cubrir su desnudez (ver Gén. 3:21). Debe haberles explicado que su pecado costaría la vida de su Creador. Ahora lo adorarían no solo como su Creador, sino también como su Redentor.
Adán y Eva habían perdido su inocencia, su dominio sobre la tie­rra y su hermoso hogar en el jardín. El pecado reinaría ahora sobre ellos y sus descendientes, pero Dios no los dejó solos para sufrir el castigo. Su amado Hijo vino y pagó el precio terrible por el peca­do del hombre. Cargó con el castigo y abrió un camino para que la familia humana fuera restaurada al plan original que él tenía para ellos. Su desnudez sería ahora cubierta con el manto de la justicia di­vina. ¡Qué Dios grande y maravilloso tenemos! ¡Seguramente todos querrían aprovechar tan generosa oferta! Sin duda, todo ser humano daría su lealtad a Dios y lo adoraría. Sin embargo, un enemigo desa­fió la autoridad de Dios, y ahora toda persona que nace en la familia humana tiene que escoger a quién adorará. Dios prometió, en ese aciago día en que Adán y Eva pecaron, que él pondría "enemistad entre ti [Satanás] y la mujer [el pueblo de Dios]" (Gén. 3:15). Dios en­viaría a su propio Hijo, el Creador, a fin de luchar con el enemigo. Y aunque el Hijo sería herido durante el proceso, finalmente ganaría la guerra sobre el mal y el pecado. Dios les explicó el plan de salvación y el sacrificio de su Hijo, simbolizado por el cordero que moría, para darle esperanza y consuelo a la devastada pareja. Les brindó una vis­lumbre de la restauración de su hogar/jardín y de la victoria final del bien sobre el mal. Les dio abundantes promesas para ayudarlos a sobreponerse a los tiempos difíciles que tendrían por delante.

Un lugar de adoración

Dios hizo algo más para darles esperanza. Adán y Eva en su ho­gar/jardín habían adorado a Dios cara a cara. Ahora, les concedió un nuevo lugar donde pudieran acudir a adorarlo. Junto a la puerta del Jardín, la gloria de Dios se revelaba por medio del querubín que vigilaba la entrada con una espada de fuego (ver Gén. 3:24). Aquí, Adán y Eva, y sus descendientes, iban a adorar a Dios, a renovar sus votos de lealtad a él y a ofrecer sus sacrificios como una señal de su fe en la promesa divina de salvación.3 La misma palabra hebrea cherubim usada en Génesis 3:24 se usa también en Exodo 25:17 al 20 para describir al querubín que cubría el arca del pacto, donde se manifestaba la gloria de la shekina, que representaba la santa pre­sencia y gloria de Dios en el lugar santísimo del Santuario. ¡Qué Dios grande! Aun cuando habían perdido la comunión cara a cara con él, les dio este gran recordativo de su gloria.

El dolor por la pérdida de su hogar edénico fue intenso, pero la promesa de un Redentor y la presencia de la shekina a la puerta del jardín les dieron ánimo y esperanza. Dios los instruyó sobre el sacrificio que debían llevar cuando fueran a adorarlo. El sacrificio, un cordero de su propio rebaño, sería un símbolo de lo que el Señor haría por ellos algún día, pero también sería una forma de expresar su aprecio por lo que él ya había hecho por ellos en la promesa de un Redentor: les había dado esperanza en lugar de desesperación.

Fe y obediencia versus incredulidad y rebelión

Adán y Eva llevaron a sus hijos, Caín y Abel, a la entrada del Jar­dín para adorar. Cada uno de ellos construyó su altar y ofreció un sacrificio. Sin embargo, mientras Abel trajo el sacrificio requerido -un cordero-, Caín trajo de los frutos que había cosechado. Razo­naba que sus frutos eran tan valiosos como un cordero. Después de todo, ¿cuál era la diferencia? ¿No era más apropiado que él trajera sus frutos, siendo que él mismo los había plantado, cuidado y cose­chado? ¿Por qué Dios sería tan detallista? Además, le desagradaba el solo pensar en quitarle la vida de un cordero inocente. Dudó de la sabiduría de Dios, al hacer un problema tan grande del primer pecado de sus padres. Indudablemente, el resentimiento en contra de Dios estaba creciendo en su corazón; parecía demasiado injusto que ellos hubiesen sido expulsados del jardín por solo una fruta. La rebelión de Lucifer se estaba formando en Caín. De repente, se llenó de ira contra Dios, y desahogó sus sentimientos sobre su hermano inocente, que no le había hecho ningún mal. En ese primer asesina­to, Abel llegó a ser la víctima de la ira de Caín, y éste llegó a ser el padre de los rebeldes (ver Gén. 4).
Dos adoradores. Ambos fueron a adorar. Ambos construyeron altares. Ambos llevaron sacrificios. Ambos aseguraban adorar a Dios. Dios aceptó un sacrificio, pero rechazó el otro. ¿Fue el sacri­ficio en sí lo que marcó la diferencia? (Por cierto, los frutos de la tierra se usaban para ofrendas de gratitud en los servicios del San­tuario, pero nunca para hacer expiación.) ¿Por qué, entonces, Dios no aceptó los frutos de Caín? El primer acto de adoración, y el más básico, para el pecador es mostrar su remordimiento por el pecado. El cordero inmolado era un símbolo de Aquel cuya muerte por los pecados de la raza humana era lo único que podría salvarlos. Los padres de Caín y de Abel les habían explicado cuidadosamente que la paga del pecado es muerte, y que ellos demostraban su fe en el sacrificio máximo, simbolizado por el sacrificio de un cordero. Los frutos que ofreció Caín representaban sus mejores esfuerzos. Pero ningún esfuerzo humano puede expiar el pecado. Solo la sangre, la sangre del Cordero, puede hacerlo. "Por la fe Abel ofreció a Dios más excelente sacrificio que Caín" (Heb. 11:4). La fe de Abel lo llevó a obedecer. La incredulidad de Caín lo impulsó más profundamen­te a la rebelión en contra de Dios.
La historia de Caín y Abel representa un microcosmos de la histo­ria de la raza humana. Dos clases de adoradores. Dos caminos. Dos destinos. Se usan dos palabras diferentes para describir la obra de la vida de Caín y de Abel. La que se usa para Abel implica que él era un mayordomo, es decir, administraba las cosas que Dios le había dado. La que se usa para la ocupación de Caín implica que él era esclavo, o adorador del suelo que Dios le dio para cuidar.4 La posteridad de ellos continuará existiendo hasta que el pecado y el mal sean final­mente eliminados. El odio de quienes adoran lo que ellos eligen, se­gún sus ideas y deseos, se seguirá fomentando contra los que eligen adorar a Dios de acuerdo con su voluntad y su Palabra. El último capítulo en el gran conflicto entre el bien y el mal, la prueba final, girará en torno de a quién adoramos. El trato de Dios con la rebelión de Lucifer, con Caín y con sus descendientes a lo largo de la historia se verá, fina lmente, que fue equitativo, justo y misericordioso.

Los descendientes de Caín

Caín llegó a ser el padre de un interminable linaje de personas que adoraron a dioses falsos, que fueron rebeldes, atrevidas y de­safiantes contra la autoridad del Dios del cielo. Como la gente vivía durante siglos, su capacidad para el bien o el mal era enorme. La Biblia también señala a algunos fieles que lealmente adoraron al Creador. Pero a medida que pasaba el tiempo, por medio de casa­mientos y otras asociaciones, los descendientes de Caín atrajeron a los seguidores de Dios a la adoración falsa, y gradualmente la distinción entre las dos clases se diluyó.
Caín y sus descendientes ignoraban el mandamiento de guardar el sábado, y servían al dios de este mundo en vez de al Dios Creador. Los homicidios, la poligamia y toda clase de depravaciones endurecieron sus corazones, y esparcieron el pecado como una enfermedad mortal. Las Escrituras dicen que el Señor "vio que la maldad de los hombres era mucha, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal" (Gén. 6:5). Pero, a pesar de la gran maldad, siempre hubo algunos fieles.


El pueblo llamado por Dios

Set, el tercer hijo de Adán y de Eva, llegó a ser el padre de un linaje piadoso, que comenzó "a invocar el nombre de Jehová" (Gén. 4:26). Ni siquiera podemos comenzar a imaginar la gran fortaleza mental y física que estas personas heredaron de la pareja que Dios había hecho a su imagen. También tuvieron el beneficio de la pre­sencia de Adán y de Eva entre ellos durante unos novecientos años. No necesitaban registros escritos, pues sus memorias eran muy su­periores a las nuestras. Durante muchos siglos, siete generaciones vivieron sobre la tierra al mismo tiempo.5
Enoc, el séptimo desde Adán, caminó con Dios durante trescien­tos años y fue un hombre de gran piedad. Este verdadero adorador pasaba mucho tiempo en oración y dio un testimonio fiel acerca de Dios a la gente de su generación. Después del nacimiento de su pri­mer hijo, Enoc comenzó a entender más profundamente el amor de Dios para con sus hijos y su anhelo profundo por su bienestar. Dios le reveló a Enoc su plan de redención y la venida del Mesías. Judas, en el Nuevo Testamento, describe a Enoc predicando la segunda venida de Jesús para juzgar a los pecadores (Jud. 14,15).

Así como Dios llamó a Set, a Enoc y a otros con el fin de que lo representaran y apelaran a sus contemporáneos para que regresen a Dios, lo adoren y lo obedezcan, así también Dios llamó a Noé a pre­dicar un mensaje de vida o muerte a su generación, una invitación a dejar su estilo de vida pecaminoso y a entrar en el arca que estaba construyendo, para que pudieran escapar del diluvio que se aproxi­maba y que destruiría toda vida. Un Dios misericordioso encargó a Noé que predicara a esos pecadores malvados durante ciento veinte años. Los amonestó y les suplicó a esos rebeldes que se arrepintieran y se volvieran a Dios (ver Gén. 6). En su omnisciencia, Dios sabía que ninguno respondería al llamado, no obstante demoró sus juicios por más de cien años. ¡Cuán grande y amante es Dios!

El mismo llamado recibió Abraham cuando tenía setenta y cinco años de edad: "Vete de tu tierra [...] Y haré de ti una nación gran­de [...] Y serán benditas en ti todas las familias de la tierra" (Gén. 12:1-3). "Toda la tierra que ves, la daré a ti y a tu descendencia para siempre" (Gén. 13:15). Abraham 110 fue perfecto; tuvo sus errores, pero Dios confió en él. ¿Por qué? Porque dondequiera que iba, construía un altar e invocaba el nombre de Dios. En otras palabras, adoraba a Dios fielmente (ver Gén. 12:7, .
Abraham y Sara condujeron a otros a adorar al verdadero Dios. Cuando llegaron a la "tierra prometida", aunque estaba llena de idolatría, construyeron un altar y reunieron a su familia para los sacrificios de la mañana y de la tarde. ¡Qué testimonio fueron para sus vecinos cananeos! La religión de Abraham hizo de él un hom­bre de coraje. Como adorador del verdadero Dios, se convirtió en un héroe y en un libertador para sus vecinos.
"Le dio Abraham los diezmos de todo" a Melquisedec, rey de Salem (Gén. 14:20). En este acto tangible, dio testimonio de su fe en Dios. Cuando tenía noventa y nueve años de edad, el Señor se le apareció de nuevo y renovó su pacto, prometió hacer de él el padre de muchas naciones, y que sus descendientes serían tan numerosos como las arenas del mar (Gén. 17:1-4). Jesús, durante su ministerio terrenal, declaró a los judíos: "Abraham vuestro padre se gozó de que había de ver mi día; y lo vio, y se gozó". Cuando ellos protesta­ron, Jesús afirmó: "Antes que Abraham fuese, yo soy" (Juan 8:56-58).
Aquel que era la Majestad del cielo, el gran YO SOY, vino a la tierra en forma de bebé y tomó sobre sí mismo la naturaleza hu­mana. Para redimirnos de nuestra suerte, él llegó a ser uno de no­sotros. La verdadera adoración está motivada por el asombro y la reverencia que los seres humanos experimentamos cuando percibi­mos la grandeza y la santidad de Dios. La adoración es la criatura que se inclina ante el Creador; el pecador impotente y penitente que cae a los pies de su Salvador y Redentor. Es el suplicante que se postra ante un Dios compasivo, con respeto reverente por sentir que es amado y aceptado. La mente humana no es capaz de captar ese amor asombroso e inmerecido. Es el misterio de ese amor lo que motiva a los adoradores a inclinarse humildemente y con gratitud ante su Dios.

Bet-el, la "casa de Dios"

Al igual que los hijos de Adán, los nietos de Abraham, Jacob y Esaú, representaban dos clases de adoradores. Esaú, el cazador, se gloriaba de su libertad en los campos salvajes y abiertos. No había lugar en su vida para Dios. No tenía ningún interés en las responsa­bilidades espirituales que acompañaban la primogenitura. Las incli­naciones de Jacob hacia Dios eran fuertes, y anhelaba la primogenitu­ra espiritual que su hermano consideraba con tanto descuido. Jacob tema defectos que necesitaba vencer. Accedió al plan de su madre de engañar a su padre, con la intención de que lo bendijera a él con la primogenitura... con amargos resultados. De allí en adelante, el peregrinaje espiritual de Jacob lo llevó a través de muchas experien­cias duras y decepcionantes, incluyendo el exilio de su hogar y su familia. Una noche memorable en ese viaje, Jacob tuvo un sueño que le cambió la vida. En él vio ángeles de Dios que subían y descendían por una escalera. Cuando despertó con la convicción de que Dios le había hablado, tuvo miedo. "Ciertamente Jehová está en este lugar, y yo no lo sabía [...] ¡Cuán terrible es este lugar!" (Gén. 28:16, 17). Allí, Dios le renovó la promesa que le había hecho a su padre y a su abuelo, que Isaac le repitió al salir de casa: "El Dios omnipotente te bendiga, y te haga fructificar y te multiplique, hasta llegar a ser mul­titud de pueblos; y te dé la bendición de Abraham [...] que heredes la tierra en que moras" (vers. 3, 4). En ese lugar sagrado, Jacob levantó un pilar y llamó Bet-el, "Casa de Dios", a aquel lugar. Allí hizo votos de devolver fielmente los diezmos al Señor (vers. 22).
¿Es posible que como Jacob y Esaú, algunos de los hijos de Dios hoy estén meramente expuestos a la religión, asistan a la iglesia y cumplan las formalidades de la adoración sin haberse encontrado realmente con Dios? Tal vez estuvieron "haciendo iglesia" desde la niñez; es decir, cantando himnos, escuchando sermones y llamados y repitiendo oraciones formales. Algunos harán lo que les parezca y, como Esaú, nunca tendrán el gozo de conocer a Dios personal­mente. O tal vez algunos como Jacob, nunca tuvieron un encuentro personal con el Señor Jesucristo y nunca percibieron las vislumbres de la gloria de Dios ni vieron su amor ni experimentado su perdón. Como Jacob, hacen las cosas mecánicamente, luchan... y fracasan.

Entonces, un día algo sucede: resplandece la luz, tal vez no tan dra­máticamente como lo fue la escalera del sueño de Jacob. Reciben un mensaje personal de Dios: "Estoy contigo" (vers. 15). Ese mensaje, sencillo y breve, puede cambiarnos la vida, como le ocurrió a Jacob. Sintió la presencia invisible de Dios, y dijo: "Ciertamente Jehová está en este lugar, y yo no lo sabía" (vers. 16).
Ahora, al dejar de mirarse a sí mismo y contemplar a Dios, el Jacob fugitivo arrepentido renovó sus votos a Jehová, y allí en ese lugar sagrado que llamó Bet-el adoró a Dios (ver vers. 18-22). (De paso, esta es la primera mención bíblica de "casa de Dios".) Años más tarde, incluso en su noche de lucha con el Ángel del Pacto, Ja­cob reclamó las promesas de Dios. Con humildad se aferró del án­gel insistentemente: "No te dejaré, si no me bendices" (Gén. 32:26). El sincero arrepentimiento de Jacob, su apego al Señor para obtener la seguridad de la aceptación, su espíritu perseverante y su sumi­sión total a la voluntad de Dios; todo fue parte de su experiencia de adoración. Su lucha con Dios, el negarse a soltarlo hasta recibir la bendición que necesitaba, trajeron los resultados deseados: llegó a ser un hombre nuevo. Y recibió el nombre de Israel -literalmente "príncipe con Dios", en lugar de Jacob, "engañador" (vers. 28).
La disputa sobre la adoración ocurre en cada corazón humano. ¿Quién recibirá tu adoración? ¿Quién prevalecerá en tu corazón? La experiencia de pasar de Jacob a Israel, de "Engañador" a "Príncipe", es la base de toda adoración verdadera; la que cada hijo de Dios debe procurar tener y encontrar personalmente.

Referencias

  1. Eddie Gibbs y Ryan K. Bolger, Emerging Churches: Creating Christian Community in Postmodern Cultures (Grand Rapids, Mich.: Baker Academic, 2005), p. 29. Citado en Karl Tsatalbasidis, AThe Emerging Church: More than Just a Facelift", Adventists Affirm (verano de 2008), p. 19.
  2. Elena de White, Patriarcas y profetas (Mountain View, Cal.: Publicaciones Interamericanas, 1955), p. 46.
  3. 3Ibíd„ pp. 70,71.
  4. Cheryl Wilson-Bridges, Levite Praise, (Lake Mary, FL: Creation House, A Strang Company), p. 51.
  5. Patriarcas y profetas, p. 83.

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